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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (14 page)

BOOK: Vive y deja morir
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—Ya ha terminado —anunció—. Ha tardado mucho. También quería explicarme la historia de su vida. Me quedaré aquí hasta que usted haya subido a su nido. Llámeme cuando esté lista.

Ocupó el asiento que ella había dejado libre en el compartimiento contiguo y observó los verdes suburbios de Filadelfia que presentaban sus llagas, como si fueran mendigos, ante el costoso tren.

No tenía sentido alguno asustar a la muchacha antes de lo necesario. Pero la nueva amenaza había llegado antes de lo que esperaba, y ella correría tanto peligro como él si el vigilante de Big que se encontraba en el tren descubría su identidad.

Cuando Solitaire lo llamó, volvió al compartimiento.

La habitación estaba a oscuras, salvo por la luz de la cama de Bond, que la joven había encendido.

—Que duerma bien —dijo ella.

Bond se quitó la americana. En silencio deslizó las cuñas debajo de las puertas. Luego se tendió con cuidado sobre el lado derecho en el cómodo lecho y, sin dedicar un solo pensamiento al futuro, cayó en un profundo sueño, acunado por el golpeteante galope del tren.

A algunos coches de distancia, en el desierto coche restaurante, un camarero negro releyó lo que había escrito en un formulario de telégrafos y esperó hasta la parada de diez minutos que harían en Filadelfia.

Capítulo 11
Allumeuse

El excelente tren continuó su carrera adentrándose en la brillante tarde hacia el sur. Dejaron atrás Pennsylvania y Maryland. Se produjo una larga parada en Washington, donde Bond oyó, entre sueños, los mesurados campanilleos de las locomotoras de maniobras y el suave discurso reflexivo del sistema de megafonía de la estación. Luego entraron en Virginia. Allí el aire ya era más tibio y el atardecer, a sólo cinco horas de distancia del brillante aliento glacial de Nueva York, tenía un perfume casi primaveral.

De vez en cuando, un grupo de negros que regresaba de trabajar en los campos oía el lejano retumbar sobre los suspirantes railes plateados silenciosos; alguno sacaba su reloj y lo consultaba para luego anunciar: «Eh, ya viene el
Phantom
. Las seis en punto. Creo que mi reloj está justo a la hora.» «Ya lo creo», asentía otro al aproximarse más el gran latido de la locomotora diesel y pasar a toda velocidad los coches iluminados camino del norte de California.

Despertaron en torno a las siete de la tarde con el tintineo del apremiante timbre de alarma de un paso a nivel, cuando el tren abandonaba los campos para entrar en los suburbios de Raleigh. Bond retiró las cuñas de debajo de las puertas antes de encender las luces y llamar al camarero.

Pidió dos martini secos, y cuando llegaron las dos botellitas «individuales» con los vasos y el hielo, le parecieron tan insuficientes que de inmediato pidió cuatro más.

Discutieron a causa de la cena. Describían el pescado como «hecho de tiernísimos filetes sin espinas», y el pollo como «frito a la francesa, dorado y crujiente, deshuesado».

—Pamplinas —declaró Bond, y acabaron pidiendo huevos revueltos con tocino y salchichas, una ensalada y un poco de queso Camembert nacional, que constituye la mejor de las sorpresas de las cartas de comida estadounidenses.

Eran las nueve de la noche cuando Baldwin apareció para retirar los platos. Preguntó si deseaban alguna otra cosa.

—¿A qué hora llegaremos a Jacksonville? —preguntó Bond, que había estado pensando en sus problemas.

—A eso de las cinco de la mañana, señor.

—¿Hay paso subterráneo en el andén?

—Sí, señor. Este coche para justo al lado.

—¿Le sería posible abrir la puerta y bajar los escalones con mucha rapidez?

El negro le sonrió.

—Sí, señor. Puedo encargarme de eso.

Bond deslizó un billete de diez dólares en la mano del hombre.

—Por si no nos vemos cuando lleguemos a St. Petersburg —dijo.

El negro le dedicó una ancha sonrisa.

—Agradezco mucho su amabilidad, señor. Buenas noches, señor. Buenas noches, señora.

Salió y cerró la puerta.

Bond se levantó y encajó las cuñas con firmeza debajo de las puertas.

—Ya veo —comentó Solitaire—. Así están las cosas.

—Sí —respondió él—. Me temo que así están.

Le habló de la advertencia que Baldwin le había hecho.

—No me sorprende —aseguró la joven después que Bond hubo acabado—. Tienen que haberlo visto a usted al entrar en la estación. Big cuenta con todo un ejército de espías llamados «los Ojos», y cuando los pone a trabajar resulta casi imposible que a uno no lo vean. Me pregunto a quién habrá enviado al tren. Puede estar seguro de que será un negro. O bien un camarero de los coches cama, o bien alguien del coche restaurante. Él consigue que esa gente haga cualquier cosa que les pida.

—Así parece —asintió Bond—. Pero ¿cómo lo consigue? ¿Qué control tiene sobre ellos?

La joven miró por la ventanilla hacia el túnel de oscuridad en el cual el tren iluminado señalaba con luces su paso atronador. Luego volvió la cabeza para fijar la vista en los fríos ojos azul grisáceos muy abiertos de Bond. Se preguntó: «¿Cómo explicarle algo así a alguien que tiene esa seguridad de espíritu, ese historial cultural de sentido común, criado con ropas y zapatos en casas cálidas y calles iluminadas? ¿Cómo explicárselo a alguien que no ha vivido cerca del corazón secreto de los trópicos, que no ha estado a merced de su cólera, su sigilo y su veneno; a alguien que no ha experimentado el misterio de los tambores, ni visto los efectos rápidos de la magia ni el pavor mortal que ésta inspira? ¿Qué puede saber él de la catalepsia, de la transmisión de pensamientos, del sexto sentido de los peces, los pájaros, los negros; del significado mortal de una pluma blanca de pollo, de unos palitos cruzados en la carretera, de un saquito de cuero lleno de huesos y hierbas? ¿Y del mialismo, de las sombras que hablan, de la muerte por hinchazón y de la muerte por consunción?»

Se estremeció y la totalidad de la hueste de oscuros recuerdos se apiñó en torno a ella. Por encima de todo recordaba aquelia primera visita al Houmfor, adonde la había llevado en una ocasión su niñera negra cuando era pequeña. «No le hará ningún daño, señorita. Este poderoso talismán es bueno. Cuidará de usted durante el resto de su vida.» Y al repugnante hombre viejo y la asquerosa bebida que le dio. Recordaba como la niñera le mantuvo la boca abierta hasta que se tragó todo el líquido, y como permaneció despierta y gritando todas las noches de la semana que siguió. Y la preocupación que su niñera demostró hasta que, de repente, volvió a dormir bien. Pero, semanas más tarde, al desplazar la cabeza sobre la almohada sintió algo duro y lo sacó de dentro de la funda: era un sucio paquetito de estiércol. En un arrebato, lo arrojó por la ventana, pero a la mañana siguiente no pudo encontrarlo. Continuó durmiendo bien, y sabía que la niñera debía haber encontrado el amuleto, escondiéndolo luego en algún lugar secreto del dormitorio, debajo de las tablas del suelo.

Años después había averiguado de qué estaba hecha aquella bebida vudú: una mezcla de ron, pólvora, tierra de tumba y sangre humana. Estuvo a punto de vomitar cuando el recuerdo del sabor le volvió a la boca.

¿Qué podía saber ese hombre de todas esas cosas ni del hecho de que ella las creyera a medias?

Alzó la mirada y se encontró con los ojos de Bond, que la miraban fijamente, con expresión de divertida perplejidad.

—Usted cree que yo no lo entendería —dijo—, y tiene razón hasta un cierto punto. Pero sé lo que el miedo puede hacer con la gente, y sé que es posible provocar el miedo por muchos medios. He leído la mayor parte de los libros que se han publicado sobre vudú, y creo que funciona, aunque no que funcione conmigo porque dejé de tener miedo a la oscuridad cuando era niño, y no soy muy sensible a la sugestión ni a la hipnosis. Pero conozco la jerga del vudú y no debe pensar que voy a reírme del asunto. Los científicos y médicos que escribieron los libros no se reían.

Solitaire le sonrió.

—De acuerdo —asintió—. En ese caso, lo único que hace falta decirle es que ellos creen que el señor Big es el zombi del barón Samedi. Los zombis ya son algo bastante malo por sí mismos. Se trata de cadáveres animados que han sido obligados a levantarse de entre los muertos y a obedecer las órdenes de la persona que los controla. El barón Samedi es el espíritu más aterrador de todo el vudú. Es el espíritu de las tinieblas y la muerte. Así pues, la idea de que el barón Samedi tenga el control de su propio cuerpo de zombi resulta por completo pavorosa. Ya sabe el aspecto físico del señor Big. Es enorme, grisáceo y tiene grandes poderes psíquicos. Y no le resulta difícil conseguir que un negro crea que es un zombi, y uno muy malo. Hacer que vean en él al barón Samedi le ha resultado sencillo. El señor Big fomenta esa idea teniendo el fetiche del barón junto a sí. Usted ya lo vio en la habitación.

La joven hizo una pausa. Pero continuó con mucha rapidez, casi sin respirar.

—Puedo asegurarle que da buen resultado y que apenas hay un negro que, habiéndole visto a él y oyendo la historia, no la crea y no lo contemple con un terror total y absoluto. Y tienen razón al hacerlo —añadió—. Usted también pensaría así si supiera lo que hace con aquellos que no lo han obedecido al pie de la letra, cómo son torturados y asesinados.

—¿Dónde entra Moscú en todo esto? —preguntó Bond—. ¿Es verdad que es agente de SMERSH?

—Ignoro qué es SMERSH —respondió la muchacha—, pero sé que trabaja para Rusia. De hecho, lo he oído hablar en ruso con algunas personas que van a verlo de vez en cuando. En ocasiones me ha pedido que entrara en esa habitación y luego me ha preguntado qué pensaba de sus visitantes. En general, me daba la impresión de que decían la verdad, aunque yo no entendía sus palabras. Pero no olvide que hace sólo un año que lo conozco, y que es de lo más reservado. Si Moscú lo utiliza, tienen en sus manos a uno de los hombres más poderosos de Estados Unidos. Puede averiguar casi cualquier cosa que desee, y si no consigue lo que quiere, alguien acaba muerto.

—¿Y no hay quien lo mate? —quiso saber Bond.

—No se lo puede matar —explicó ella—. Ya está muerto. Es un zombi.

—Sí, ya entiendo —asintió Bond con lentitud—. Es un montaje bastante impresionante. ¿Usted lo intentaría?

La joven desvió los ojos hacia la ventana y luego los volvió hacia él.

—Como último recurso —admitió de mala gana—. Pero no olvide que procedo de Haití. Mi cerebro dice que podría matarlo, pero… —titubeó, haciendo un gesto de impotencia con las manos— mi instinto afirma que no.

Le sonrió con docilidad.

—Debe de pensar que soy una estúpida sin remedio —concluyó.

Bond estaba pensativo.

—Después de haber leído esos libros, no —admitió él. Tendió un brazo por encima de la mesa y cubrió una mano de la muchacha con la suya—. Cuando llegue el momento —le aseguró con una sonrisa—, tallaré una cruz en la bala que le esté destinada. En la antigüedad solía funcionar.

Ella asumió un aire pensativo.

—Creo que si alguien lo consigue, ése es usted —le aseguró—. Anoche le asestó un duro golpe a cambio de cuanto él le hizo. —Rodeó la mano de él con la suya y la apretó con fuerza.— Ahora dígame qué he de hacer yo.

—Irse a la cama —respondió Bond. Miró su reloj. Eran las diez de la noche—. Será mejor que durmamos todo lo posible. Abandonaremos el tren en Jacksonville y nos arriesgaremos a que nos vean. Buscaremos una ruta alternativa para descender por la costa.

Se levantaron y se quedaron el uno frente al otro en el tren que se balanceaba.

De pronto, él tendió su brazo derecho y rodeó el cuerpo de la joven. Los brazos de ella ciñeron el cuello de Bond y se besaron con pasión. El la hizo retroceder contra la pared que se mecía y la retuvo allí. Ella le tomó el rostro con ambas manos y lo apartó de sí, jadeando. En sus ojos brillantes había una mirada ardorosa. Luego acercó los labios de él a los suyos y se entregó a un beso largo y lascivo, como si ella fuese el hombre y él la mujer.

Bond maldijo a su mano herida que le impedía explorar el cuerpo de la joven, cogerla en sus brazos. Liberó la mano derecha y la introdujo entre los cuerpos, sintiendo los duros senos de ella, cada uno con su estigma agudizado de deseo. La deslizó hacia abajo, por la espalda de Solitaire, hasta llegar a la hendidura que comenzaba en la base de la columna, y la dejó descansar allí, presionando el centro del cuerpo de ella con fuerza contra el suyo hasta que el beso tocó a su fin.

La joven retiró los brazos del cuello de Bond y lo empujó con suavidad.

—Tenía la esperanza de besar algún día así a un hombre —dijo—. Y cuando te vi por primera vez, supe que serías tú.

Los brazos pendían a los lados y el cuerpo estaba allí, abierto a él, preparado para él.

—Eres muy hermosa —aseguró Bond—. De todas las muchachas que he conocido, eres la que besa más maravillosamente. —Bajó los ojos hacia las vendas que le envolvían la mano izquierda.— Maldito sea este brazo —imprecó—. No puedo abrazarte bien ni hacerte el amor. Me duele demasiado. Ésa es otra cosa por la que Big tiene que pagar.

La muchacha se echó a reír.

Sacó un pañuelo de su bolso y limpió el carmín de los labios de Bond. Luego le retiró el cabello de la frente y volvió a besarlo, con un beso leve y tierno.

—Es mejor así —aseguró ella—. Tenemos demasiadas cosas en la cabeza.

Un balanceo del tren volvió a acercarlo a su cuerpo.

Bond posó la mano derecha sobre el seno izquierdo de la muchacha y le dio un beso én el blanco cuello. Luego la besó en la boca.

Sintió que el fuerte palpitar de su propia sangre iba disminuyendo. La cogió de la mano y la llevó hasta el centro de la pequeña habitación que se mecía.

Sonrió.

—Tal vez tengas razón —dijo—. Cuando llegue el momento, quiero estar a solas contigo y disponer de todo el tiempo del mundo. Aquí hay al menos un hombre que con toda probabilidad nos estropearía la noche. Y de todas formas tendremos que estar en pie a las cuatro de la madrugada. Así pues, ahora no hay tiempo para comenzar siquiera a hacerte el amor. Prepárate para meterte en la cama; luego subiré a darte un beso de buenas noches.

Se besaron una vez más, con lentitud, y se separaron.

—Veamos si tenemos compañía en el compartimiento de al lado —comentó él.

Retiró con sigilo la cuña de debajo de la puerta de comunicación y giró el pomo con suavidad. Sacó la Beretta de la pistolera, le quitó el seguro e indicó con gestos a la joven que tirase de la puerta hacia sí de modo que quedara resguardada detrás de la misma. Le hizo la señal convenida y ella tiró con rapidez. El compartimiento vacío pareció dedicarles un bostezo sarcástico.

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