Vive y deja morir (18 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

BOOK: Vive y deja morir
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Un hombre, sentado en una silla de cocina, tenía el respaldo inclinado hacia atrás de modo que la puerta soportaba su peso. Estaba limpiando un rifle, un Remington 30, le pareció a Bond. Tenía un palillo de dientes en la boca y una deslucida gorra de béisbol echada hacia la nuca. Llevaba una manchada camiseta blanca sin mangas que dejaba ver matas de vello bajo sus axilas, unos pantalones de lona arrugados y zapatillas de deporte con suela de goma. Representaba unos cuarenta años y su rostro tenía tantos bultos y marcas como los postes de amarre del muelle. Era delgado, de facciones enjutas, y con los labios finos y descoloridos. Su complexión era del color del polvo de tabaco, una especie de marrón amarillento. Parecía cruel y frío, como el malo de una película de jugadores de poker y buscadores de oro.

Bond y Leiter pasaron caminando ante él y continuaron hasta el muelle. No alzó la cabeza para mirarlos, pero Bond sintió que sus ojos los seguían.

—Si ése no es el
Robber
—comentó Bond a Leiter—, se trata de un pariente de sangre.

Un pelícano, gris con la cabeza amarillo claro, estaba posado sobre uno de los amarres del muelle. Los dejó acercarse mucho y luego, de mala gana, batió las alas unas cuantas veces con fuerza y descendió planeando hacia el mar. Los dos hombres se detuvieron y lo observaron como volaba con lentitud justo por encima de la superficie del agua. De pronto se precipitó desmañadamente, con el largo pico serpenteando ante él. Salió a la superficie con un pequeño pez que se tragó con aire malhumorado. Luego el pesado pájaro se elevó de nuevo y continuó con su pesca, volando sobre todo hacia el sol de modo que su gran sombra no alertara a los peces. Cuando Bond y Leiter dieron media vuelta para desandar sus pasos por el muelle, el pájaro abandonó la pesca y volvió planeando al sitio donde estaba antes. Se posó con un batir de alas y reanudó su meditabunda consideración del atardecer.

El hombre continuaba inclinado sobre el arma, limpiando el mecanismo con un trapo aceitado.

—Buenas tardes —lo saludó Leiter—. ¿Es usted el responsable de este embarcadero?

—Sí —respondió el otro sin mirarlo.

—Me preguntaba si había alguna posibilidad de atracar aquí mi barca. La dársena está abarrotada.

—No.

Leiter sacó su billetera.

—¿Veinte le harían cambiar de idea?

—No.

El hombre carraspeó de modo estertóreo y escupió justo entre Bond y Leiter.

—Eh —exclamó Leiter—. ¿Quiere hacer el favor de ser más educado?

El hombre se detuvo a considerarlo. Alzó la mirada hacia Leiter. Tenía unos ojos pequeños y bastante juntos, crueles como los de un dentista que está convencido de no causar dolor.

—¿Cómo se llama su barca?

—Sybil
—respondió Leiter.

—En la dársena no hay ninguna barca con ese nombre —respondió el hombre.

Deslizó el cierre del rifle con un chasquido. Lo tenía colocado sobre el regazo, apuntando al sendero del almacén, en sentido contrario al mar.

—Usted está ciego —declaró Leiter—. Hace una semana que se encuentra allí. Dieciocho metros, motor diesel, doble hélice. Blanca con una toldilla verde. Con aparejos de pesca.

El rifle comenzó a desplazarse perezosamente en un arco bajo. La mano izquierda del hombre sobre el gatillo, y la derecha justo delante de la guarda del mismo, haciendo girar el arma.

Ambos agentes permanecieron inmóviles.

El hombre estaba sentado perezosamente, con los ojos bajos sobre la culata del arma y la silla aún reclinada contra la puerta pequeña que tenía la cerradura Yale dorada.

El rifle pasó con lentitud por la línea del estómago de Leiter y Bond. Los dos amigos permanecieron tiesos como estatuas, sin arriesgarse a mover un sólo dedo. El arma dejó de girar. Apuntaba hacia el muelle. El
Robber
alzó la mirada por un instante, entrecerró los ojos y apretó del gatillo. El pelícano profirió un débil graznido y oyeron que su pesado cuerpo se estrellaba contra el agua. El eco del disparo resonó por todo el puerto.

—¿Por qué diablos ha hecho eso? —preguntó Bond, furioso.

—Para practicar —respondió el hombre al tiempo que hacía entrar otra bala en la recámara.

—Supongo que en esta ciudad habrá una oficina de la ASPCA
[26]
—dijo Leiter—. Vayamos a denunciar a este tipo.

—¿Quieren que los procesen por intrusión? —preguntó el
Robber
mientras se levantaba con lentitud y se metía el arma debajo del brazo—. Esto es una propiedad privada. Y ahora —añadió, escupiendo las palabras— lárguense de aquí, y de prisita. —Dio media vuelta, de un tirón apartó la silla de la puerta que luego abrió con una llave y se volvió a mirarlos con un pie en el umbral.— Los dos llevan armas. Puedo olerías. Si entran aquí otra vez, los mando al otro barrio y alego defensa propia. Últimamente me he hartado de tener montones de polizontes piojosos como vosotros pegados a la espalda. ¡Una mierda, el
Sybil
!

Se volvió despreciativamente, traspuso la puerta y la cerró con tal portazo que el marco se estremeció.

Los agentes se miraron el uno al otro. En los labios de Leiter apareció una sonrisa de pesar, y se encogió de hombros.

—El primer asalto a favor del
Robber
—sentenció.

Se marcharon por la polvorienta calle lateral. El sol estaba poniéndose y el mar, detrás de ellos, era un charco de sangre. Cuando llegaron a la calle principal, Bond volvió la cabeza. Sobre la puerta se había encendido una gran luz de arco, y en el sendero de acceso al almacén no había la más leve sombra.

—No servirá de nada intentarlo por la parte delantera —comentó Bond—. Pero jamás ha existido un almacén que tenga una sola puerta.

—Lo mismo estaba pensando yo —asintió Leiter—. Dejaremos eso para la próxima visita.

Subieron al coche y se dirigieron sin prisas hacia las cabañas, cruzando Central Avenue.

Durante el recorrido, Leiter le formuló un montón de preguntas acerca de Solitaire.

—Por cierto —dijo al fin con tono despreocupado—, espero haber distribuido las habitaciones como tú querías.

—No podrías haberlo hecho mejor —respondió Bond, alegremente.

—Mejor así —aprobó Leiter—. Es que acaba de ocurrírseme que vosotros dos podríais estar liados.

—Has leído demasiado a Winchell
[27]
—le aseguró Bond.

—Era sólo una manera delicada de expresarlo —dijo Leiter—. No olvides que las paredes de esos chalés son muy finas. Yo uso las orejas para oír… no para recoger carmín.

Bond buscó precipitadamente el pañuelo.

—Eres un piojoso, condenado fisgón —exclamó con fingida furia.

Por el rabillo del ojo, Leiter observó cómo se frotaba la oreja.

—¿Qué haces? —preguntó con tono inocente—. En ningún momento he sugerido que el color de tus orejas tuviera algo diferente del suyo natural. No obstante…

Cargó esas últimas dos palabras con toneladas de significado. Bond se echó a reír.

—Si esta noche te encuentras muerto en la cama —dijo—, sabrás quién lo ha hecho.

Aún estaban bromeando el uno con el otro cuando llegaron a las cabañas, y todavía reían cuando la ceñuda señora Stuyvesant los recibió en el césped.

—Discúlpeme, señor Leiter —dijo—, pero la música está prohibida en este establecimiento. No puedo permitir que se moleste a los demás huéspedes a todas horas.

La miraron, atónitos.

—Lo lamento, señora Stuyvesant —respondió Leiter—, pero no acabo de entenderle.

—Me refiero a esa enorme radio con gramófono que han hecho traer —respondió ella—. Los hombres apenas pudieron pasar el cajón de embalaje por la puerta.

Capítulo 14
«Tuvo un desacuerdo con algo que lo reconcomió»

La muchacha no había opuesto mucha resistencia.

Leiter y Bond dejaron a la directora boquiabierta en el césped y echaron a correr hacia el último chalé. La cama de Solitaire estaba casi intacta y la ropa de cama sólo un poco arrugada.

La cerradura del dormitorio había sido forzada con un solo golpe seco de palanqueta, y luego los dos hombres se limitarían a aparecer en la puerta con armas en la mano.

«Póngase en marcha, señora. Vístase. Si intenta algún truco, le abrimos un agujero.»

Luego debieron de amordazarla o dejarla inconsciente de un golpe, para meterla doblada por la cintura dentro del cajón y clavar la tapa. En la parte trasera del chalé había marcas de neumáticos donde había aparcado el camión. Casi bloqueando la entrada del vestíbulo, encontraron una anticuada radio con gramófono. Era usada y debía haberles costado menos de cincuenta dólares.

Bond vio la expresión de terror ciego en el rostro de Solitaire, como si la tuviese delante. Se maldijo con amargura por dejarla sola. No imaginaba cómo los habían encontrado con tanta rapidez. Era un ejemplo más de qué manera funcionaba la maquinaria de Big.

Leiter estaba hablando con la central del FBI en Tampa.

—Aeropuertos, terminales de ferrocarril y carreteras —estaba diciendo—. Recibiréis carta blanca de Washington en cuanto pueda hablar con ellos. Te garantizo que le darán a esto la máxima prioridad. Muchas gracias. Te lo agradezco. Estaré por aquí. Vale.

Colgó el auricular.

—Gracias a Dios, están dispuestos a cooperar —dijo a Bond, que se encontraba de pie mirando al mar con duros ojos remotos—. Van a enviar de inmediato a dos de sus hombres y pondrán en funcionamiento una red tan amplia como puedan. Mientras acabo de ligar las cosas con Washington y Nueva York, saca todo lo que puedas a esa vieja bruja. Hora exacta, descripciones y demás. Será mejor hacerle creer que se trata de un allanamiento de morada y que Solitaire se ha largado con los ladrones. Eso lo entenderá sin problemas. Hará que el asunto quede dentro de lo que son delitos habituales de hotel. Comunícale que la policía está de camino y que nosotros no hacemos responsable al establecimiento. Querrá evitar el escándalo. Dile que nosotros también deseamos evitarlo.

Bond asintió.

«¿Que se ha largado con los hombres?» También era una posibilidad, pero, de alguna manera, Bond no lo creía. Regresó a la habitación de Solitaire y la registró con minuciosidad. Aún olía a ella, al perfume «Vent Vert» que le recordaba el viaje que habían hecho juntos. El sombrero y el velo de la joven estaban dentro del armario, y sus pocos artículos de aseo descansaban en el estante del cuarto de baño. Cuando encontró su bolso supo que tenía razón al confiar en ella. Estaba debajo de la cama, y el agente británico se la figuró enviándolo con el pie allí debajo al levantarse con las armas encañonándola. Lo vació sobre la cama y palpó el forro. A continuación cogió un cuchillo pequeño y cortó con cuidado algunos hilos de la trama. Sacó los cinco mil dólares y se los guardó en la billetera. Con él estarían seguros. Si Big la había matado, los gastaría en vengarla. Disimuló el forro rasgado lo mejor que pudo, metió de nuevo el contenido del bolso y lo empujó con el pie debajo de la cama.

Luego se encaminó a la oficina de recepción.

Eran ya las ocho de la noche cuando concluyeron el trabajo de rutina. Bebieron un whisky juntos y luego se encaminaron al comedor del establecimiento donde un puñado de huéspedes estaba acabando de cenar. Todos los miraron con curiosidad y cierto temor. ¿Qué hacían aquellos dos hombres jóvenes de aspecto más bien peligroso en aquel sitio? ¿Dónde estaba la mujer que había llegado con ellos? ¿La esposa de cuál de los dos era? ¿Qué habían significado todas aquellas idas y venidas de la tarde? La pobre señora Stuyvesant corría de un lado a otro con aire bastante distraído. ¿Acaso no sabían que la cena era a las siete? El personal de la cocina estaría a punto de marcharse a casa. Lo tendrían bien merecido si les servían la comida fría. La gente debe ser considerada con los demás. La señora Stuyvesant había dicho que creía que eran hombres del gobierno, de Washington. Bueno, ¿y eso qué quería decir?

La opinión de consenso decía que la presencia de aquella gente era un mal asunto y que no favorecía en absoluto la buena reputación de la clientela de las Cabañas Everglades, cuidadosamente restringida.

A Bond y Leiter los condujeron a una mesa mal situada, junto a la puerta de servicio. El menú —una sarta de palabras pomposas inglesas y francesas en versión estadounidense— se reducía a zumo de tomate, pescado hervido con salsa bechamel, un filete de pavo congelado apenas pintado con salsa de arándanos, y una porción de cuajada de limón con un espiral de sucedáneo de nata montada, encima. Lo masticaron todo con aire taciturno mientras el comedor se iba vaciando de las parejas de «vejetes», y las luces de las mesas se apagaban una a una. Dos cuencos lavamanos, en los que flotaban pétalos de hibisco, constituyeron el elegante final de la cena.

Bond comió en silencio y, cuando acabaron, Leiter hizo un decidido esfuerzo por mostrarse alegre.

—Ven a emborracharte conmigo —dijo—. Éste es el mal final de un día todavía peor. ¿O prefieres jugar al bingo con los «vejetes»? Se anuncia un torneo de bingo en la «sala de juego» para esta noche.

Bond se encogió de hombros y regresaron a la sala de estar de su chalé, donde permanecieron sentados con aire taciturno durante un rato, bebiendo y mirando más allá de la arena, blanca como el marfil a la luz de la luna, hacia el interminable mar lóbrego.

Cuando Bond hubo bebido lo bastante para ahogar sus pensamientos, dio las buenas noches a Leiter y se marchó al dormitorio de Solitaire, que ahora ocupaba él. Se metió entre las sábanas donde el cálido cuerpo de ella había reposado y, antes de dormirse, tomó una decisión: iría tras el
Robber
en cuanto despuntara el día y le arrancaría la verdad. Su preocupación había sido demasiado grande para discutir el tema con Leiter, pero estaba seguro de que el
Robber
tenía una gran responsabilidad en el secuestro de Solitaire. Vio de nuevo los ojillos crueles y los pálidos labios finos del hombre. Luego pensó en el cuello flaco que salía de la camiseta sucia. Debajo de las sábanas, los músculos de sus brazos se tensaron. Ya tomada la decisión, relajó el cuerpo y se durmió.

Despertó a las ocho. Cuando vio la hora en su reloj, profirió una imprecación. Se dio una ducha rápida, manteniendo abiertos los ojos debajo de las agujas de agua hasta que se despejaron. Luego se rodeó la cintura con una toalla y fue a la habitación de Leiter, que estaba vacía. Las persianas aún se encontraban bajas, pero entraba la luz suficiente para ver que nadie había dormido en ninguna de las dos camas.

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