Vive y deja morir (21 page)

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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

BOOK: Vive y deja morir
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Por último, Bond decidió renunciar. Le quedaba una artimaña a la que recurrir, y cualquier cambio en la batalla sería mejor que agotarse corriendo por el extremo peligroso de aquella galería de tiro.

Al pasar ante una hilera de acuarios de los cuales el que tenía más cerca se había roto, lo empujó para derribarlo. Aún estaba lleno hasta la mitad de raros peces luchadores de Siam, y se sintió complacido por el estrepitoso ruido que hicieron los restos del mismo al estallar en pedazos contra el suelo. Sobre la mesa de caballetes quedó libre un amplio espacio y, tras realizar dos carreras cortas para recoger sus zapatos, Bond regresó a toda velocidad y saltó encima de ella.

Al quedarse el
Robber
sin un blanco contra el cual disparar, se produjo un momento de silencio que sólo rompía el sonido de las bombas, el del agua que caía de los acuarios rotos y los coletazos de los peces agonizantes. Bond se puso los zapatos y se ató los cordones muy fuerte.

—Oye, inglés —gritó el
Robber
con tono de paciencia—. Sal adonde te vea o empezaré a lanzar granadas. Estaba esperándote y tengo munición más que de sobras.

—Creo que tendré que rendirme —respondió Bond haciendo bocina con las manos—. Pero sólo porque me has destrozado uno de los tobillos.

—No te dispararé —le gritó el
Robber
—. Tira el arma al suelo y baja por el pasillo central con las manos en alto. Mantendremos una tranquila charla.

—Supongo que no me queda otra opción —respondió Bond, dándole a su voz un tono de desesperanza.

Dejó caer la Beretta al suelo, donde repiqueteó sonoramente. Sacó la moneda de oro del bolsillo y la agarró con la mano izquierda vendada.

Gimió al posar los pies en el suelo. Caminó arrastrando la pierna izquierda, mientras cojeaba pesadamente por el pasillo central, con las manos alzadas a la altura de los hombros. Se detuvo a la mitad.

El
Robber
avanzó hacia Bond con las piernas semiflexionadas y el rifle apuntándole al estómago. Bond se alegró al ver que tenía la camisa empapada de sudor y un corte encima del ojo izquierdo.

El
Robber
caminaba muy arrimado al lado izquierdo del pasillo. Cuando se encontraba a unos diez metros de Bond, se detuvo con un pie posado como por casualidad sobre una pequeña protuberancia que sobresalía del suelo de cemento.

Hizo un gesto con el rifle.

—Levanta más las manos —ordenó.

Bond gimió y las alzó algunos centímetros más, casi cruzándolas ante el rostro, como en un gesto defensivo.

Por entre los dedos vio que el pie del
Robber
daba un golpe seco lateral a algo, y oyó un suave sonido metálico como si se hubiera descorrido un cerrojo. Los ojos de Bond destellaron detrás de las manos y apretó las mandíbulas. En ese momento supo qué le había sucedido a Leiter.

El
Robber
avanzó, interponiendo su cuerpo duro y delgado entre Bond y el punto donde se había detenido.

—Cristo —se quejó Bond—. Tengo que sentarme. Las piernas no me aguantan.

El
Robber
se detuvo a pocos pasos de distancia.

—Continúa de pie mientras te hago algunas preguntas, inglés. —Le enseñó los dientes manchados de tabaco en un amago de sonrisa.— Pronto estarás tumbado, y para siempre.

El
Robber
se detuvo y lo miró de arriba abajo. Bond dejó caer los hombros. Detrás de la expresión de derrota de su rostro, su cerebro iba midiendo cada centímetro.

—Hijo de puta entrometido… —dijo el
Robber
.

En ese momento, Bond dejó caer la moneda de oro que tenía en la mano izquierda. Esta repiqueteó contra el cemento y comenzó a rodar.

Los ojos del
Robber
bajaron hacia el suelo durante una fracción de segundo, y en ese instante el pie derecho de Bond, con su zapato de puntera de acero, salió disparado con la pierna estirada al máximo. La patada casi arrancó el rifle de la mano al
Robber
. En el mismísimo instante en que éste apretaba el gatillo y la bala atravesaba, inofensiva, el techo de cristal, Bond se lanzó contra el estómago del hombre, golpeando con ambos puños.

Sus manos hicieron impacto en algo blando y provocaron un gruñido de agonía. Un fuerte dolor hizo presa en la mano izquierda de Bond, y éste dio un respingo cuando el rifle cayó con fuerza sobre su espalda. Pero, ciego al dolor, continuó golpeando al hombre con ambas manos, la cabeza agachada entre los hombros encogidos, obligándole a retroceder y haciéndole perder el equilibrio. Al sentir que el otro cedía, se enderezó ligeramente y lanzó una segunda patada con el zapato de puntera de acero, que hizo impacto en la rótula del
Robber
. Se oyó un alarido agónico y el rifle se estrelló contra el suelo mientras el
Robber
intentaba protegerse. Estaba a medio camino del suelo cuando Bond le asestó un directo en la mandíbula que lo hizo volar unos cuantos pasos más por el aire.

El
Robber
cayó en el centro del pasillo, justo frente a lo que Bond vio que era un cerrojo descorrido en el suelo.

Cuando el cuerpo impactó contra el suelo, un cuadrado del cemento giró con gran rapidez sobre un pivote central, y el cuerpo casi desapareció a través de la negra abertura de una ancha trampilla.

Al sentir que aquello cedía bajo su peso, el
Robber
profirió un penetrante alarido de terror al tiempo que manoteaba en busca de un asidero. Se cogió al borde de la abertura y se aferró a él mientras su cuerpo pendía en el vacío y el panel de cemento armado, de un metro ochenta, giraba con lentitud hasta quedar vertical sobre el pivote, con un rectángulo negro que bostezaba a cada lado de él.

Bond estaba jadeando. Se llevó las manos a las caderas y recobró un poco el aliento. A continuación avanzó hasta el agujero que quedaba a su derecha y miró hacia abajo.

El ateiTorizado rostro del
Robber
, con los labios estirados hasta dejar desnudos los dientes y con las pupilas dilatadas de pánico, se alzaba hacia él, farfullando palabras ininteligibles.

Cuando miró con más detenimiento el fondo, Bond no vio nada en concreto, pero oyó el chapoteo del agua contra los cimientos del edificio y percibió una débil luminiscencia que procedía del lado del mar. Dedujo que en esa dirección se encontraba el acceso al océano a través de una alambrada o de estrechos barrotes.

A medida que la voz del
Robber
mermaba hasta transformarse en un gimoteo, oyó algo que se movía abajo, alertado por la luz que penetraba desde lo alto. «Un pez martillo —pensó—, o un tiburón tigre, que son los que reaccionan con mayor celeridad.»

—Sáqueme de aquí, amigo. Sáqueme. No podré resistir mucho más. Haré lo que usted quiera. Le diré lo que sea.

La voz del
Robber
era un áspero susurro de súplica.

—¿Que le ha sucedido a Solitaire? —inquirió Bond, mirando fijamente a los frenéticos ojos.

—Fue idea del señor Big. Me ordenó que dispusiera el secuestro con dos hombres de Tampa. Pidió a Butch y al Lifer, de la sala de billar que está detrás del Oasis. La chica no ha sufrido ningún daño. Déjeme salir, amigo.

—¿Y al estadounidense, a Leiter?

El rostro de agónica expresión adoptó un aire suplicante.

—Eso fue culpa de él. Me hizo salir a primera hora de esta mañana. Dijo que se había declarado un incendio. Que lo había visto al pasar con su coche. Me atrapó y me trajo aquí. Quería registrar esto. Se cayó por la trampilla. Fue un accidente. Juro que él tuvo la culpa. Lo sacamos antes de que muriera. Sobrevivirá.

Bond clavó una mirada fría en los blancos dedos que se aferraban con desesperación al borde de cemento. Sabía que el
Robber
tenía que haber descorrido el cerrojo y logrado, de alguna forma, que Leiter pasara por encima de la trampilla. Casi podía oír la risa de triunfo del hombre cuando el suelo se abrió y ver la sonrisa cruel mientras escribía la nota y la metía entre las vendas después de pescar el cuerpo medio devorado de su amigo.

Por un momento una ira ciega se apoderó de él.

Pateó con fuerza, dos veces.

El breve alarido ascendió desde las profundidades. Se oyó algo que chocaba contra el agua, y luego se produjo una tremenda conmoción de chapoteos.

Se desplazó a un lado de la trampilla y empujó la losa de cemento vertical. Esta giró suavemente sobre su pivote central.

Justo antes de que cubriera del todo las tinieblas del hueco, oyó un terrible gorgoteo gruñente, como si un cerdo gigantesco se llenara la boca de comida. Lo reconoció como el gruñido que hace un tiburón cuando su monstruoso morro aplanado sale fuera del agua y su boca en forma de hoz se cierra sobre una carcasa que flota en la superficie. Se estremeció y dio una patada al cerrojo para que regresara a su sitio.

Recogió la moneda de oro del suelo y recuperó la Beretta. Avanzó hasta la salida principal y volvió la cabeza durante un momento para contemplar los destrozos causados por la batalla.

Se le ocurrió que no se veía nada que denunciara la presencia del tesoro que había descubierto. La parte superior del acuario del pez escorpión había sido volada de un disparo, y cuando los hombres llegaran por la mañana no se sorprenderían de encontrar al bicho muerto dentro. Sacarían los restos del
Robber
del estanque de los tiburones e informarían a Big que el hombre había resultado muerto en un tiroteo y que se habían producido daños por valor de x millares de dólares que tendrían que ser reparados antes de que el
Secatur
pudiera llevar allí el siguiente cargamento. Encontrarían algunas de las balas de Bond y no tardarían en deducir que había sido obra suya.

Bond apartó de su mente el horror que habitaba bajo el suelo del almacén. Apagó las luces y salió por la puerta principal.

Ya se había cobrado un pequeño adelanto a cuenta de la deuda por Solitaire y Leiter.

Capítulo 16
La versión jamaicana

Eran las dos de la madrugada. Bond apartó el coche del malecón y se alejó cruzando la ciudad por la calle Catorce, hacia la autovía de Tampa.

Avanzó con lentitud por la autovía de cuatro carriles a través de las interminables hileras dobles de moteles, aparcamientos para caravanas y centros comerciales que vendían muebles de playa, conchas marinas y duendes de cemento.

Se detuvo en el Gulf Winds Bar and Snacks y pidió un Oíd Grandad doble con hielo. Mientras el camarero de la barra lo preparaba, Bond entró en el lavabo y se aseó. Tenía las vendas de la mano izquierda cubiertas de suciedad y la mano le latía de dolor. El entablillado se había partido al estrellarse contra el estómago del
Robber
. Nada podía hacer para remediarlo. Tenía los ojos enrojecidos por la tensión y la falta de sueño. Regresó al bar, bebió el bourbon y pidió otro. El camarero de la barra parecía un universitario que pasaba las vacaciones trabajando. Tenía ganas de conversación, pero a Bond no le quedaban ánimos para ello. Se sentó, clavó la mirada en el interior del vaso y se puso a pensar en Leiter y el
Robber
, y volvió a oír el repulsivo gruñido del tiburón al comer.

Pagó, salió a la autovía y prosiguió su camino por el Puente Candy, sintiendo el fresco aire de la bahía en el rostro. Al final del puente giró a la izquierda en dirección al aeropuerto, para detenerse ante el primer motel donde parecía haber alguien despierto.

Los propietarios, una pareja de mediana edad, estaban escuchando un tardío programa de rumba emitido desde Cuba, acompañados por una botella de whisky de centeno colocada entre ambos. Bond les contó una historia de pinchazo en la carretera que va de Sarasota a Silver Springs. No demostraron interés, pero estaban contentos de aceptar los diez dólares que les pagó. Condujo el coche hasta la puerta de la habitación número cinco. El hombre le abrió y encendió la luz. Había una cama de matrimonio, una ducha, una cómoda y dos sillas. La decoración era blanca y azul. Parecía limpia. Con alivio, Bond dejó la maleta en el suelo y dio las buenas noches al propietario. Se desnudó y arrojó las ropas sobre una silla. Luego se dio una ducha rápida, se cepilló los dientes e hizo gárgaras con un colutorio fuerte, y a continuación se metió en la cama.

De inmediato se sumió en un sueño sereno y relajado. Era la primera noche, desde que había llegado a Estados Unidos, en que no amenazaba una nueva batalla con su suerte al día siguiente.

Despertó a mediodía y cruzó la carretera hasta una cafetería, donde el cocinero de comida rápida le preparó un delicioso emparedado de tres pisos con tortilla de pimiento, cebolla y jamón; luego se tomó un café. Cuando hubo acabado regresó a su habitación y escribió un informe detallado para el FBI de Tampa. Omitió toda referencia al oro que había en los acuarios de los peces venenosos, por temor a que el
Big Man
interrumpiera sus operaciones en Jamaica. Aún quedaba por descubrir la naturaleza de las mismas. Sabía que el daño que había causado a la maquinaria que aquel hombre tenía en Estados Unidos carecía de toda importancia para la esencia de su misión: descubrir la fuente del oro, confiscarlo y, a ser posible, destruir al propio Big.

Condujo hasta el aeropuerto y llegó unos minutos antes de la salida del cuatrimotor plateado. Dejó el coche de Leiter en el aparcamiento, según había especificado en el informe al FBI. Cuando vio a un hombre con un innecesario impermeable que daba vueltas por la tienda de venta de recuerdos sin comprar nada, supuso que no era necesaria dicha mención en el informe. Estaba seguro de que deseaban comprobar que cogía aquel avión. Se alegrarían de verlo partir. Adondequiera que hubiese ido dentro de Estados Unidos, había dejado cadáveres. Antes de abordar el aparato llamó al hospital de St. Petersburg. Al oír la respuesta, deseó no haberlo hecho: Leiter continuaba inconsciente y no había noticias. Sí, le enviarían un cable cuando supieran algo definitivo.

Eran las cinco de la tarde cuando describieron un círculo sobre la bahía de Tampa y se dirigieron hacia el este. El sol estaba bajo en el horizonte. Un gran avión a reacción procedente de Pensacola pasó de largo, a buena distancia a babor, dejando cuatro estelas de vapor que permanecieron flotando, casi inmóviles, en el aire quieto. Dentro de poco completaría el recorrido y se adentraría en tierra, de regreso a la costa del golfo con su cargamento de «vejetes» ataviados con camisas Traman. Bond se alegraba de ir camino de las verdes laderas de Jamaica y dejar atrás el enorme continente duro de Eldorado.

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