Vive y deja morir (15 page)

Read Vive y deja morir Online

Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

BOOK: Vive y deja morir
11.82Mb size Format: txt, pdf, ePub

Bond sonrió a Solitaire y se encogió de hombros.

—Llámame cuando hayas acabado —dijo, tras lo cual traspuso la puerta y la cerró tras de sí.

La puerta que daba al corredor tenía echado el cerrojo. El compartimiento era idéntico al que ellos ocupaban. Bond lo registró con mucho cuidado en busca de puntos vulnerables. Sólo encontró el conducto de aire acondicionado en el techo y, aunque estaba dispuesto a considerar cualquier posibilidad, descartó el uso de gas a través del sistema. Eso mataría a todos los demás ocupantes del coche cama. Sólo quedaban las tuberías de desagüe del lavabo, y si bien éstas podían ser usadas sin duda para inyectar algún agente químico mortal desde la parte inferior del tren, quien lo hiciese tendría que ser un acróbata osado y muy hábil. No había ninguna rejilla de ventilación que diera al pasillo.

Se encogió de hombros. Si entraba alguien, lo haría a través de las puertas. Tendría que permanecer despierto.

Solitaire lo llamó. La habitación olía a «Vent Vert» de Balmani. La joven estaba apoyada sobre un codo y lo miraba desde la litera superior.

Tenía la ropa de cama subida hasta los hombros. Bond supuso que estaba desnuda. El cabello le caía como una cascada negra. Al estar encendida sólo la lámpara de lectura situada detrás de ella, su rostro quedaba en sombras. Tendió un brazo hacia él y de pronto la ropa de cama se deslizó de sus hombros.

—Maldita seas —murmuró Bond—. Eres una…

Ella le tapó la boca con la mano.

—Allumeuse
[22]
es una palabra delicada para decirlo —precisó la joven—. Me resulta divertido tener la facultad de provocar a un hombre tan silencioso y fuerte como tú. Ardes con una llama tan tremenda… Es el único juego que ahora me es posible practicar contigo, y no podré hacerlo durante mucho tiempo. ¿Cuántos días tardará en curar esa mano?

Bond mordió con fuerza la suave mano que le cubría la boca. Ella profirió un gritito.

—No muchos —respondió él—. Y un día, cuando estés jugando a este jueguecito, de repente te encontrarás clavada como una mariposa.

Ella lo rodeó con los brazos y le dio un largo y apasionado beso. Luego se dejó caer sobre la almohada.

—Date prisa en ponerte bien —dijo—·. Ya estoy cansada de mi propio juego.

Bond bajó al suelo y echó las cortinas que cubrían la litera superior.

—Ahora intenta dormir un poco —aconsejó él—. Mañana será un día muy largo.

Solitaire murmuró algo y él oyó como se volvía de espaldas y apagaba la luz.

Entonces verificó que las cuñas estuvieran bien encajadas debajo de las puertas, se quitó la americana y la corbata y se echó en la litera de abajo. Apagó su luz de lectura y se quedó tendido pensando en la muchacha y escuchando el galope regular debajo de su cabeza, y los tranquilizadores sonidos diminutos de la habitación: esos suaves traqueteos y crujidos de la estructura de un coche cama que por las noches provocan sueño con tanta rapidez dentro de los trenes.

Eran las once y el tren recorría el largo trecho que iba de Columbia a Savannah, en Georgia. Quedaban unas seis horas hasta Jacksonville, seis horas durante las cuales, con casi total seguridad, Big había ordenado a su agente que hiciera algún movimiento, mientras todo el tren dormía y un hombre podía deambular por los pasillos sin interferencias.

El enorme tren serpenteaba en la noche, devorando kilómetros a través de las llanuras desiertas y los míseros poblados de Georgia, el «estado del melocotón», sobre cuya extensa sabana hacía resonar el colérico gemido de su silbato neumático de cuatro tonos, mientras el largo haz de su potente foco solitario hendía el negro velo de la noche.

Bond encendió la luz de su cama y leyó durante un rato, pero sus pensamientos resultaban demasiado insistentes y al cabo de poco renunció al libro y apagó la luz. Entonces se puso a pensar en Solitaire y en el futuro, en la perspectiva más inmediata de la llegada a Jacksonville y St. Petersburg, y en el reencuentro con Leiter.

Mucho más tarde, a eso de la una de la madrugada, cuando medio dormitaba y se aproximaba a la frontera del sueño, un sonido metálico bastante cerca de su cabeza hizo que se despertara de golpe y por completo, con la mano en la pistola.

Alguien, en la puerta del pasillo, urgaba sigilosamente en la cerradura.

Al instante estuvo de pie y avanzó hacia ella con los pies descalzos. Quitó con suma cautela la cuña de debajo de la puerta que comunicaba con el compartimiento de al lado y, con la misma suavidad, descorrió el cerrojo y abrió. Cruzó el otro compartimiento y comenzó a abrir silenciosamente la puerta que daba al pasillo.

Se oyó un chasquido ensordecedor cuando el pestillo retrocedió. Abrió la puerta de un tirón y se lanzó al pasillo, donde sólo alcanzó a ver una figura que se escabullía hacia el extremo delantero del coche.

Si hubiese tenido las dos manos en condiciones, habría disparado un tiro certero al hombre que huía, pero había tenido que meterse la pistola en la cintura del pantalón para abrir la puerta. Bond sabía que la persecución resultaría inútil: demasiados compartimientos desocupados en que el intruso podía esconderse y cerrar la puerta sin hacer ruido. Bond ya había calculado todo eso por anticipado. Sabía que su única posibilidad residía en la sorpresa y, o bien en un disparo rápido, o en la rendición del hombre.

Avanzó los pocos pasos que lo separaban de la puerta del compartimiento H. Una diminuta punta de papel sobresalía por debajo.

Regresó al interior del compartimiento que ocupaba junto con la muchacha, cerrando las puertas con pestillo tras de sí. En silencio encendió su luz de lectura. Solitaire continuaba durmiendo. El resto del papel, una sola hoja, yacía en el suelo bajo la puerta que daba al pasillo. La recogió y se sentó en la cama.

Era una hoja arrancada de un cuaderno pautado barato. Estaba cubierta por irregulares líneas de toscas letras mayúsculas, trazadas con tinta roja. Bond la sujetó con delicadeza, aunque no abrigaba la esperanza de que hubiera huellas dactilares. Aquella gente no era tan descuidada.

Oh, Bruja
—leyó—
, no me mates perdóname la vida. Suyo es el cuerpo.

El tamborilero divino declara que

Cuando él se levante con el alba

Tocará sus tambores para TI por la mañana.

Muy temprano, muy temprano, muy temprano, muy temprano.

Oh, Bruja que asesinas a los hijos de los hombres antes

De que hayan madurado del todo.

Oh, Bruja que asesinas a los hijos de los hombres antes

De que hayan madurado del todo.

El tamborilero divino declara que

Cuando él se levante con el alba

Tocará sus tambores para TI por la mañana.

Muy temprano, muy temprano, muy temprano, muy temprano.

Estamos hablándote a TI Y TU comprenderás.

Bond se tendió en la cama y se puso a pensar. Luego dobló la hoja de papel y la guardó en su billetera. Permaneció tumbado sin mirar nada en particular, aguardando a que amaneciera.

Capítulo 12
Las Cabañas Everglades

Eran alrededor de las cinco de la madrugada cuando se escabulleron del tren en Jacksonville.

Aún estaba oscuro y los desiertos andenes de la gran estación de enlace de Florida tenían una iluminación escasa. La entrada del paso subterráneo se encontraba a unos pocos metros del coche 245, y en el tren dormido no se apreciaba el más mínimo rastro de vida cuando se precipitaron por los escalones. Bond había pedido al camarero que mantuviera la puerta de su compartimiento cerrada con llave y las cortinillas corridas cuando ellos bajaran, pensando que así tenían una buena posibilidad de que no los echaran en falta hasta que el tren llegara a St. Petersburg.

Salieron del paso subterráneo al vestíbulo donde estaban las taquillas. Cuando Bond verificó que el siguiente tren hacia St. Petersburg sería el
Silver Meteor
, hermano del
Phantom
, y que pasaría a eso de las nueve de la mañana, reservó dos billetes en primera clase para el mismo. A continuación cogió a Solitaire por un brazo y salieron juntos a la tibia calle oscura.

Tenían para escoger entre dos o tres restaurantes que permanecían abiertos toda la noche, y traspusieron la puerta del que anunciaba «Buena comida» con los tubos de neón más brillantes. Era la habitual fábrica de comida de baja calidad: dos camareras cansadas detrás de un mostrador de zinc cargado de paquetes de cigarrillos, dulces, libros en rústica y tebeos. Había una gran cafetera de filtro y una hilera de bombonas de gas butano. Una puerta con el letrero de «Servicios» ocultaba sus horrorosos secretos junto a otra donde se leía «Privado», y que probablemente daba a la puerta trasera. Un grupo de hombres con monos de trabajo, que ocupaban una de la docena de mesas manchadas sobre las que descansaban angarillas, alzaron un instante la mirada cuando entró la pareja y luego reanudaron su conversación en voz baja. Operarios de reemplazo para las locomotoras, supuso Bond.

A la derecha de la entrada había cuatro cubículos estrechos; Solitaire y él se deslizaron en uno de ellos. Miraron la carta manchada con ojos desganados.

Al cabo de un rato, una de las camareras se acercó con paso lento y se recostó contra el tabique, recorriendo con la mirada la ropa de Solitaire.

—Zumo de naranja, café y huevos revueltos para dos —pidió Bond.

—Vale —respondió la chica.

Sus zapatos se arrastraron con paso letárgico por el suelo mientras se alejaba con la misma lentitud.

—Los huevos revueltos estarán cocidos con leche —explicó Bond—, pero no se pueden pedir huevos pasados por agua en Estados Unidos. Tienen un aspecto demasiado asqueroso sin la cáscara, revueltos dentro de una taza como los ponen aquí. Sabe Dios de dónde han sacado ese método. De Alemania, supongo. Y el café malo estadounidense es el peor del mundo, peor que el de Inglaterra. Calculo que es posible hacer muchas animaladas con el zumo de naranja. Al fin y al cabo, ya estamos en Florida.

De pronto se sintió deprimido ante la idea de esperar durante cuatro horas en aquel ambiente sucio y deslucido.

—En la actualidad, todo el mundo está ganando dinero fácil en Estados Unidos —comentó Solitaire—. Eso siempre es malo para el cliente. Lo único que quieren es sacarte un dólar con rapidez y echarte fuera. Y espera a que lleguemos a la costa. En esta época del año, Florida es el cazabobos más grande de la tierra. En la Costa Este despluman a los millonarios. En el lugar al que vamos se limitan a pelar a las personas corrientes. Les está bien empleado, por supuesto. Van allí a morir, y no pueden llevarse el dinero encima.

—Por el amor de Dios —dijo Bond—. ¿A qué clase de lugar vamos?

—Todo el mundo está casi muerto en St. Petersburg —explicó Solitaire—. Es el Gran Cementerio de Estados Unidos. Cuando un empleado de banco, un trabajador de correos o un revisor de tren llega a los sesenta años, recoge su pensión mensual o anual y se marcha a St. Petersburg para tomar el sol durante los pocos años que le quedan de vida. La llaman «la ciudad del sol». El clima es tan bueno que te regalan el periódico vespertino,
The Independent
, los días en que no ha brillado el sol en ningún momento hasta la hora de la edición. Eso sucede sólo tres o cuatro veces al año y resulta ser una buena publicidad. Todo el mundo se va a la cama a eso de las nueve de la noche, y durante el día muchos de los viejos juegan al tejo o al bridge. Hay un par de equipos de béisbol, los «Kids» y los «Kubs», ¡y todos los jugadores tienen más de setenta y cinco años! También juegan a bochas, pero pasan la mayor parte del tiempo sentados todos juntos en unas cosas llamadas «Sidewalk Devenports», unas hileras de bancos que flanquean por ambos lados las calles principales. Simplemente se sientan al sol a chismorrear y a echar alguna cabezada. Resulta un espectáculo aterrador ver a todos esos viejos con sus gafas, audífonos y chasqueantes dentaduras postizas.

—Parece bastante desagradable —asintió Bond—. ¿Por qué demonios escogió Big aquel sitio como base de operaciones?

—Es perfecto para él —respondió Solitaire con total seriedad—. Casi no se cometen delitos, como no sean las trampas que se hacen en el bridge y la canasta. Así que hay un cuerpo policial muy reducido. Tienen un cuartel de guardia costera muy grande, pero se ocupa sobre todo del contrabando entre Tampa y Cuba, y de la pesca de esponjas fuera de temporada de la zona de Tarpon Springs. En realidad ignoro qué hace allí, excepto que tiene un agente llamado
Robber
. Está relacionado de algún modo con Cuba, supongo —añadió, pensativa—. Probablemente ande mezclado con los comunistas. Creo que Cuba está dentro de la jurisdicción de Harlem, y que tiene agentes rojos en todo el Caribe. En cualquier caso —prosiguió—, probablemente St. Petersburg es la población más inocente de Estados Unidos. Allí todo resulta muy «familiar» y «afable». Es cierto que hay un lugar llamado «The Restorium», un hospital para alcohólicos, pero supongo que los pacientes son muy viejos —explicó con una risa— y calculo que ya no están en edad de hacer daño a nadie. Te encantará —añadió mientras sonreía a Bond con aire malicioso—. Es probable que quieras establecerte en aquel lugar para siempre y ser también tú un «vejete». Es la palabra de moda allí… «vejete».

—¡Dios no lo quiera! —exclamó Bond con fervor—. Se parece mucho a Bournemouth o Torquay, sólo que un millón de veces peor. Espero que no nos liemos en una competición de tiro con ese
Robber
y sus amigos. Probablemente aceleraríamos el viaje hacia la tumba de unos centenares de vejetes, provocándoles un infarto. Pero ¿no hay nadie joven en aquel lugar?

Solitaire se echó a reír.

—Por supuesto que sí. Un montón. Todos los habitantes del lugar que les sacan el dinero a los vejetes, por ejemplo. Los propietarios de los moteles y los aparcamientos para caravanas. Podrías ganar muchísimo dinero con los torneos de bingo. Yo sería tu «reclamo», la muchacha que está en la puerta para hacer entrar a los mamones. Querido señor Bond —tendió el brazo y le cogió una mano—, ¿se establecería conmigo y envejecería decorosamente en St. Petersburg?

Bond se recostó en el asiento y la observó con mirada crítica.

—Primero quiero pasar un largo tiempo de vida indecorosa contigo —respondió con una sonrisa—. Seguramente soy mejor para eso. Pero me parece bien que en aquel sitio se acuesten a las nueve de la noche.

Other books

Here Be Dragons by Stefan Ekman
Only You by Kaleigh James
Avoiding Intimacy by K. A. Linde
Daughter of the King by Lansky, Sandra
Brazen by Armstrong, Kelley
The Apothecary's Curse by Barbara Barnett
Girl on a Slay Ride by Louis Trimble
Chris by Randy Salem