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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (12 page)

BOOK: Vive y deja morir
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—¿Con quién? —preguntó M.

—Con Felicia. —Bond deletreó el nombre.— Mi nueva secretaria de Washington.

—Ah, sí.

—He pensado en probar con aquella fábrica de St. Petersburg que me recomendó usted.

—Buena idea.

—Pero es posible que Federado tenga otras ideas, y esperaba que usted me apoyara.

—Ya entiendo —respondió M—. ¿Qué tal va el negocio?

—Las cosas parecen bastante prometedoras, señor. Pero de momento se presentan un poco duras. Felicia pasará hoy a máquina mi informe completo.

—Muy bien —aprobó M—. ¿Algo más?

—No, eso es todo, señor. Gracias por su apoyo.

—No tiene importancia. Manténgase en forma. Adiós.

—Adiós, señor.

Bond colgó el receptor y sonrió. Imaginó a M llamando al jefe de Estado Mayor. «007 ya ha tenido una enganchada con el FBI. El condenado estúpido fue a Harlem anoche y se cargó a tres de los hombres del señor Big. Al parecer, también 007 salió herido, pero no mucho. Tiene que marcharse de la ciudad con Leiter, el agente de la CIA. Se trasladarán a St. Petersburg. Será mejor advertir a los puestos A y C. Supongo que tendremos a Washington encima antes de que acabe el día. Diga a los del puesto A que respondan que me solidarizo plenamente con Estados Unidos, pero que 007 cuenta con mi absoluta confianza y que estoy seguro de que actuó en defensa propia. Que no volverá a suceder y todo eso. ¿Entendido?» Bond sonrió otra vez al pensar en la exasperación de Damon por verse obligado a endulzar abundantemente a Washington cuando era probable que tuviera marañas angloamericanas más que de sobras por desenredar.

El teléfono sonó otra vez. Era Leiter.

—Escúchame —dijo—. Todo el mundo está calmándose un poco. Parece que los tipos que te cargaste formaban un trío bastante peligroso: Tee-Hee Johnson, Sam Miami y un hombre llamado McThing. Todos buscados por la policía por varios delitos. El FBI está cubriendo tu rastro. De mala gana, por supuesto, y los de la policía dando largas como locos. El alto mando del FBI ha pedido a mi jefe que te mande de vuelta a Londres. Lo sacaron de la cama, ¿qué te parece? Supongo que se debe principalmente a los celos…, pero todo eso lo hemos parado. De todas formas, ambos tenemos que salir de inmediato de la ciudad. También eso está arreglado. No podemos viajar juntos, así que tú cogerás el tren y yo iré en avión. Toma nota.

Bond sujetó el teléfono entre la cabeza y el hombro y cogió papel y lápiz.

—Dime.

—Estación de Pennsylvania. Vía 14. Diez y media de esta mañana. El tren se llama
The Silver Phantom
. Es directo a St. Petersburg vía Washington, Jacksonville y Tampa. Te he pedido billete de coche cama. Muy lujoso. Coche 245, compartimiento H. El billete estará en el tren. Lo tendrá el revisor. A nombre de Bryce. Sólo tienes que llegar a la escalera 14 y bajar hasta el tren. Luego métete en el compartimiento y enciérrate en él hasta que el tren arranque. Yo saldré dentro de una hora en un avión de la Eastern; a partir de ahora te quedas solo. Si tienes algún problema llama a Dexter, pero no te sorprendas si te arranca la cabeza de un bocado. El tren llegará a su destino en torno al mediodía de mañana. Coge un taxi y vete a las Cabañas Everglades, en el Golf Boulevard West, de Sunset Beach. Se halla en un lugar llamado Treasure Island, donde se encuentran todos los hoteles de playa. Conecta con St. Petersburg a través de un viaducto. El taxista lo sabrá.

»Yo te estaré esperando. ¿Lo has anotado todo? Y, por el amor de Dios, ten cuidado. Y lo digo en serio. Big te matará si tiene la más mínima posibilidad de hacerlo, y una escolta policial que te acompañe al tren no haría más que llamar la atención sobre ti. Coge un taxi y manténte fuera de la vista. Te envío otro sombrero y un impermeable marrón. Ya se ha pagado la cuenta del St. Regis. Eso es todo. ¿Alguna pregunta?

—Me parece bien —respondió Bond—. He hablado con M, y él arreglará las cosas con Washington si surge algún problema. También tú cuídate —añadió—. Estarás justo después de mí en la lista. Hasta mañana. Buen viaje.

—Me andaré con ojo —le aseguró Leiter—. Adiós.

Eran las seis y media, y Bond descorrió las cortinas de la sala de estar y contempló cómo el alba iba iluminando la ciudad. En el fondo de las cavernas que había abajo aún reinaba la oscuridad, pero las puntas de las grandes estalagmitas de cemento estaban teñidas de una tonalidad rosácea, y el sol iba iluminando las ventanas planta a planta, como si un ejército de conserjes fuese encendiéndolas mientras trabajaba en el interior de los edificios.

Llegó el médico de la policía, permaneció en la habitación durante un doloroso cuarto de hora, y se marchó.

—Es una fractura limpia —anunció—. Tardará unos días en soldar. ¿Cómo se la hizo?

—Me lo pillé con una puerta —respondió Bond.

—Hay que mantenerse alejado de las puertas —comentó el médico—. Son peligrosas. Deberían aprobar una ley que las prohibiera. Ha tenido suerte de no pillarse el cuello en lugar del dedo.

Cuando el médico se hubo marchado, Bond acabó de hacer la maleta. Estaba preguntándose a qué hora se pediría el desayuno cuando sonó el teléfono.

Bond esperaba una voz poco amistosa de la policía o el FBI. En cambio, la voz de una muchacha, baja y apremiante, preguntó por él.

—¿Quién lo llama? —inquirió Bond para ganar tiempo. Ya conocía la respuesta.

—Sé que es usted —replicó la voz, y él oyó que estaba pegada al micrófono—. Soy Solitaire. —El nombre fue apenas susurrado a través del teléfono.

Bond aguardó, con todos los sentidos alerta, pensando en cuál sería la escena que había al otro lado de la línea. ¿Se encontraba sola? ¿Estaba hablando como una necia a través de uno de los teléfonos de la casa, que tenían extensiones que quizá otros se dedicaban a escuchar en ese preciso momento con frialdad y atención? ¿O se hallaba en una habitación, con la mirada de Big clavada en ella, con un lápiz y una libreta junto a él para así escribir con más rapidez la pregunta siguiente?

—Escuche —dijo la voz—. No puedo entretenerme. Debe confiar en mí. Estoy en un
drugstore
, pero tengo que regresar de inmediato a mi habitación. Por favor, créame.

Bond había sacado el pañuelo. Lo colocó sobre el micrófono del teléfono y habló a través de él.

—Si puedo ponerme en contacto con el señor Bond, ¿qué debo decirle?

—¡Oh, maldito sea! —exclamó la muchacha con lo que parecía un toque de histeria auténtica—. Se lo juro por mi madre, por el hijo que no he tenido. Necesito marcharme de aquí. Y usted también. Tiene que llevarme consigo. Yo lo ayudaré. Conozco muchísimos de los secretos de él. Pero dése prisa. En este momento estoy jugándome la vida por hablar con usted. —Profirió un sollozo de exasperación y pánico.— ¡Por el amor de Dios, confíe en mí! Tiene que hacerlo. ¡Tiene que hacerlo!

Bond continuó callado, mientras su mente trabajaba a un ritmo frenético.

—Escuche —volvió a decir ella, pero esa vez su tono fue inexpresivo, casi desesperanzado—. Si no me lleva con usted, me suicidaré. ¿Lo hará ahora? ¿Quiere cargar con la responsabilidad de mi muerte?

Si era una actuación, era una actriz demasiado buena. Continuaba siendo un riesgo imperdonable, pero Bond tomó una decisión. Habló directamente por el micrófono, sin el pañuelo, y en voz baja.

—Si esto es una mala faena, Solitaire, le aseguro que lo descubriré y la mataré aunque sea lo último que haga. ¿Tiene lápiz y papel?

—Espere —pidió la muchacha, emocionada—. En seguida.

Si hubiese sido una estratagema, reflexionó Bond, habría tenido todo eso preparado.

—Quiero que esté en la estación de Pennsylvania a las diez y veinte en punto. En
The Silver Phantom
a… —titubeó—, a Washington. Coche 245, compartimiento H. Diga que es la señora Bryce. Por si yo no he llegado aún, el revisor tiene el billete. Vaya directamente al compartimiento y espéreme. ¿Lo tiene todo?

—Sí —respondió ella—, y gracias, gracias.

—No deje que le vean el rostro —le aconsejó Bond—, Póngase un velo o algo por el estilo.

—Por supuesto —respondió ella—. Se lo prometo. Se lo prometo de verdad. Tengo que marcharme. —Cortó la comunicación.

Bond contempló el silencioso receptor y luego lo dejó en su sitio.

—Bueno —comentó en voz alta—. Ya la hemos liado.

Se levantó y se desperezó. Fue hasta la ventana y miró al exterior, sin ver nada. Sus pensamientos corrían a toda velocidad. A continuación se encogió de hombros y regresó junto al teléfono. Miró su reloj. Las siete y media.

—Servicio de habitaciones, buenos días —lo saludó la enérgica voz.

—Envíenme el desayuno, por favor —dijo Bond—. Un zumo de piña doble, Cornflakes con nata líquida, huevos escalfados en crema de leche y tocino, dos cafés, y tostadas con mermelada.

—Sí, señor —respondió la muchacha, y luego repitió la lista—. En seguida se lo suben.

—Gracias.

—A su servicio.

Bond sonrió para sí.

«El condenado a muerte tomó un abundante desayuno», pensó. Se sentó junto a la ventana y alzó la mirada al cielo, hacia su futuro.

En Harlem, ante la voluminosa centralita,
Susurro
volvía a hablar con la ciudad para transmitir nuevamente la descripción de Bond a todos los Ojos. «Todas las estaciones de ferrocarril, todos los aeropuertos. Las puertas del St. Regis que dan a la esquina de la Quinta Avenida con la calle Cincuenta y cinco. El señor Big dice que tendremos que correr el riesgo de que escape por una autopista. Pasa el mensaje. Todas las estaciones de ferrocarril, todos los aeropuertos…»

Capítulo 10
The Silver Phantom

Bond se les escapó cuando, con el cuello del nuevo abrigo subido hasta las orejas, salió por la puerta del
drugstore
del St. Regis, conectado con el vestíbulo del hotel.

Esperó en la puerta y saltó para detener a un taxi que pasaba, cuya portezuela mantuvo abierta con el pulgar de la mano herida mientras arrojaba la maleta dentro antes de subir. El taxi apenas se detuvo. El negro que tenía en la mano la hucha para la colecta de los veteranos de color de la guerra de Corea y su colega, que trasteaba bajo el capó de su coche atascado, continuaron con su trabajo hasta que, mucho más tarde, un hombre que pasó en automóvil les indicó que se retiraran mediante dos toques de claxon cortos y uno largo.

Pero Bond fue identificado de inmediato cuando bajó del taxi en el apeadero de la estación de Pennsylvania. Un negro que haraganeaba por allí con una cesta de mimbre entró rápidamente en una cabina telefónica. Eran las diez y cuarto.

Aunque sólo disponían de quince minutos, justo antes de que el tren saliera, uno de los camareros del coche restaurante se puso enfermo y fue reemplazado a toda prisa por un hombre que había sido plena y cuidadosamente informado por teléfono. El
chef
insistió en que había gato encerrado en todo aquello, pero cuando el recién llegado le dijo un par de palabras, el
chef
abrió mucho los ojos y guardó silencio, mientras tocaba con disimulo el frijol de la suerte que llevaba colgado al cuello con un cordón.

Bond había cruzado con rapidez el enorme vestíbulo cubierto de cristales y la puerta 14, para bajar hasta el tren.

Este aguardaba, con sus cuatrocientos metros de coches plateados, inmóvil en la penumbra de la estación subterránea. En la parte delantera, los generadores auxiliares de las unidades eléctricas gemelas diesel, de 4.000 caballos de fuerza, latían con diligencia. Bajo las bombillas eléctricas desnudas, las bandas horizontales dorado y púrpura —los colores de la Seaboard Railroad— brillaban regiamente en las locomotoras aerodinámicas. El maquinista y el fogonero que conducirían el tren a lo largo de su primera etapa de trescientos veinte kilómetros hacia el sur estaban recostados dentro de la inmaculada cabina de aluminio, situada a tres metros y medio por encima de las vías, observando el amperímetro y el indicador de la presión de aire, listos para la partida.

La quietud reinaba en la gran caverna de cemento abierta en las entrañas de la ciudad, y cualquier sonido provocaba un eco.

No había muchos pasajeros. Subirían más en Newark, Filadelfia, Baltimore y Washington. Bond recorrió cien metros, sus pasos resonando en el andén vacío, antes de encontrar el coche 245, situado hacia la parte trasera del tren. Un revisor de los coches cama se hallaba de pie ante la puerta. Llevaba gafas. Su negro rostro tenía una expresión aburrida, pero cordial. Debajo de las ventanillas del coche, escrito en anchas letras marrones y doradas, podía leerse: «Richmond, Fredericksburg y Potomac», y debajo:
Bellesylvania
, el nombre del coche cama. Un fino jirón de vapor manaba de la conexión de la calefacción central, cerca de la puerta.

—Compartimiento H —dijo Bond.

—¿El señor Bryce, señor? Sí, señor. La señora Bryce acaba de subir a bordo. Vaya hacia el fondo del coche.

Bond subió al tren y avanzó hacia el fondo del corredor verde amarillento. La moqueta era gruesa. Se percibía el habitual olor a tren estadounidense, de humo de cigarro viejo. Un cartel decía: «¿Necesita otra almohada? Si desea cualquier objeto adicional, llame al camarero de su coche cama. Su nombre es:» Y luego había una tarjeta impresa metida en la ranura: «Samuel D. Baldwin».

El compartimiento H se encontraba pasada la mitad del coche. En el E había una pareja estadounidense de aspecto respetable, pero los demás estaban desocupados. La puerta del H estaba cerrada. Probó el pomo, pero habían echado el cerrojo.

—¿Quién es? —preguntó una voz de muchacha con tono ansioso.

—Soy yo —respondió él.

La puerta se abrió. Bond entró, dejó la maleta en el suelo y echó el cerrojo.

Ella iba vestida con un traje sastre negro hecho a medida. Un velo de rejilla de trama abierta bajaba desde el ala de un pequeño sombrero de paja negro. Se había llevado una mano enguantada a la garganta, y Bond pudo ver a través del velo que su semblante estaba pálido y sus ojos desencajados de miedo. Tenía un aspecto muy francés y hermoso.

—¡Gracias a Dios! —exclamó ella.

Bond dio un rápido vistazo por el compartimiento. Abrió la puerta del lavabo y miró dentro. No había nadie.

Una voz, desde el andén, anunció:

—¡Viajeros al tren!

Se oyó un entrechocar metálico cuando el revisor subió los escalones plegables de hierro y cerró la puerta. A continuación el tren comenzó a rodar silencioso por la vía. La campanilla sonaba monótona al pasar por las señales automáticas. Se oyó algún ruido mecánico cuando pasaron algunas agujas, y luego el tren comenzó a acelerar. Para bien o para mal, estaban en camino.

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