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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (5 page)

BOOK: Vive y deja morir
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Y entonces, de repente, la alarma se disparó con un campanilleo grave, melodioso y urgente.

Tangtangtangtangtangtang…

Los músculos de Bond se relajaron. El cigarrillo estaba haciendo un agujero a la moqueta. Lo recogió y se lo puso entre los labios. Las bombas que llevan despertador estallan cuando el martillete da sobre la campana, golpea la espiga de un detonador, éste enciende el explosivo y BUUUM…

Bond asomó la cabeza por encima del respaldo del sillón y observó el paquete.

Tangtangtangtangtang…

El amortiguado campanilleo continuó durante aproximadamente medio minuto y luego comenzó a enlentecer.

Tang… tang…. tang… tang… tang… CRRRAC…

El estallido no fue más fuerte que el de un cartucho de doce milímetros, pero en aquel espacio cerrado la explosión resultó impresionante.

El paquete, hecho pedazos, cayó al suelo. Los vasos y botellas que había sobre el aparador estaban hechos añicos, y había una mancha de humo negra en la pared gris que quedaba detrás. Algunos trozos de vidrio cayeron al suelo con un tintineo. En la habitación se percibía un fuerte olor a pólvora.

Bond se puso de pie con lentitud. Anduvo hasta la ventana y la abrió. A continuación fue al teléfono y marcó el número de Dexter.

—Una piña… —dijo con voz serena—. No, una pequeña, sólo algunas cosas de vidrio… De acuerdo, gracias… Por supuesto que no, hasta luego.

Rodeó los restos de la explosión, cruzó el pequeño vestíbulo hasta la puerta que daba al pasillo, la abrió, colgó por la parte de fuera el letrero de
no molestar
, la cerró con pestillo y regresó sobre sus pasos para entrar en el dormitorio.

Cuando ya había acabado de vestirse, oyó un golpe de llamada en la puerta.

—¿Sí? —preguntó en voz alta.

—No se preocupe. Soy Dexter.

El hombre entró con pasos apresurados, y tras él lo hizo un joven cetrino que llevaba una caja negra debajo de un brazo.

—Éste es Trippe, de la división de Sabotaje —lo presentó Dexter.

Se estrecharon la mano y, de inmediato, el joven se puso de rodillas junto a los chamuscados restos del paquete.

Abrió la caja y sacó un par de guantes de goma y un puñado de pinzas de dentista. Valiéndose de esas herramientas, extrajo con suma cautela pequeños trozos de metal y vidrio de dentro del paquete chamuscado, y los colocó sobre un papel secante que cogió del escritorio.

Mientras trabajaba, preguntó a Bond qué había sucedido.

—¿Una alarma de alrededor de medio minuto? Ya veo. Vaya, ¿qué tenemos aquí?

Extrajo con delicadeza un pequeño recipiente de aluminio del tipo que se usa para los carretes fotográficos ya expuestos. Lo dejó a un lado. Pasados unos minutos, se incorporó quedando acuclillado.

—Una cápsula de ácido de medio minuto —anunció—. La rompió el primer golpe del martíllete de la alarma. El ácido corroe un fino alambre de cobre, que se rompe treinta segundos más tarde y deja caer un percutor sobre el casquillo de esto. —Alzó la parte inferior de un cartucho.— Un proyectil del calibre cuatro para elefantes. Pólvora negra. No hay estrías. No ha sido disparado. Menos mal que no era una granada. En el paquete había espacio más que suficiente para colocarla. Usted habría resultado herido. Ahora echemos una mirada a esto.

Cogió el cilindro de aluminio, desenroscó la tapa y extrajo un pequeño rollo de papel que desplegó con las pinzas.

Lo extendió con cuidado sobre la alfombra y sujetó los extremos con cuatro herramientas que sacó de la caja negra. En el papel había escritas a máquina tres frases. Bond y Dexter se inclinaron.

«El corazón de este reloj ha dejado de latir
—leyeron—,
Los latidos de su propio corazón están numerados. Conozco ese número y he comenzado a contar.»

La firma del mensaje era:
«1234567…?»

Ambos se irguieron.

—Hum —murmuró Bond—. Esto es cosa del
Coco
.

—¿Cómo demonios se ha enterado de que estaba usted aquí? —preguntó Dexter.

Bond le habló del sedán negro de la calle Cincuenta y cinco.

—Pero lo que importa saber es ¿cómo se ha enterado de que tengo una misión aquí? Demuestra que posee un control bastante grande de cuanto sucede en Washington. Debe de haber una filtración del tamaño del Gran Cañón en alguna parte.

—¿Por qué habría de ser en Washington? —quiso saber Dexter, con voz tensa—. En fin… —Se controló con una risa forzada.— ¡Infiernos y condenación! Tendré que entregar un informe en la oficina central acerca de este asunto. Hasta la vista, señor Bond. Me alegro de que no haya resultado herido.

—Gracias —respondió Bond—. No ha sido más que la tarjeta de visita. Tengo que devolver la amabilidad.

Capítulo 4
La gran centralita

Cuando Dexter y su colega se marcharon con los restos de la bomba, Bond cogió una toalla húmeda y limpió la mancha de humo de la pared. Luego llamó por teléfono al camarero y, sin darle explicaciones, le pidió que cargara los vasos rotos a su cuenta y que retirara el servicio de desayuno. A continuación cogió el sombrero y el abrigo y salió a la calle.

Pasó la mañana en la Quinta Avenida y en Broadway, vagando sin rumbo, mirando los escaparates de las tiendas y observando a la multitud de gente que pasaba a su lado. Poco a poco asimiló el modo de andar y los modales de un visitante forastero, y cuando se puso a prueba entrando en unas cuantas tiendas y preguntando por una u otra calle a varias personas, descubrió que nadie lo miraba dos veces.

Tomó un típico almuerzo estadounidense en un restaurante llamado Gloryfied Ham-N-Eggs («Los huevos que serviremos mañana aún están dentro de las gallinas»), situado en la avenida Lexington, y luego cogió un taxi hacia el centro para acudir a la comisaría central de policía, donde había quedado con Leiter y Dexter a las dos y media de la tarde.

Un tal teniente Binswanger, de Homicidios, un oficial suspicaz y de modales ásperos que se aproximaba a los cincuenta años, les anunció que el comisario Monahan había dicho que contaran con la plena cooperación del departamento de Policía. ¿Qué podía hacer por ellos? Examinaron el expediente policial del señor Big, que más o menos era una repetición de los informes aportados por Dexter, y les mostraron los expedientes y fotografías de la mayoría de sus ayudantes conocidos.

Repasaron los informes de la guardia costera de Estados Unidos acerca de las idas y venidas del yate
Secatur
, así como los del servicio de aduanas estadounidense, que había mantenido a la embarcación estrechamente vigilada cada vez que atracaba en la cala de St. Petersburg.

Éstos confirmaban que el yate había atracado a intervalos regulares en dicho puerto, amarrando en todas las ocasiones en el muelle de la compañía Ourobouros Worm and Bait Shippers Inc., una empresa de apariencia inocente cuyo principal negocio consistía en vender cebo vivo a los clubes de pesca de Florida, el golfo de México y más allá. La empresa también contaba con una productiva actividad complementaria de venta de conchas marinas y corales para decoración de interiores, y con otra rama de comercio en peces tropicales de acuario, en particular especies venenosas poco frecuentes destinadas a los departamentos de investigación de fundaciones médicas y químicas.

Según el propietario, un pescador de esponjas griego que vivía en la cercana ciudad de Tarpon Springs, el
Secatur
hacía buenos negocios con su empresa llevándole cargamentos de conchas de
Strombus gigas
y de otros moluscos de Jamaica, además de variedades muy apreciadas de peces tropicales. La compañía Ourobouros compraba todo eso, lo guardaba en sus almacenes y lo vendía a granel a comerciantes mayoristas y minoristas de toda la costa. El griego se llamaba Papagos. No tenía antecedentes penales.

El FBI, con la ayuda de Inteligencia Naval, había intentado escuchar la radio del
Secatur
, pero la embarcación se mantenía en silencio excepto para enviar mensajes cortos antes de salir de Cuba o de Jamaica, y en esos casos transmitía sin codificador, pero en un lenguaje desconocido que resultaba por completo incomprensible. Las últimas anotaciones del expediente decían que el operador de radio hablaba en
lengua
, el lenguaje secreto vudú que sólo usaban los iniciados. Le dijeron que harían todo lo posible para contratar a un experto de Haití antes del siguiente viaje de la embarcación.

—Últimamente ha estado apareciendo más oro —comentó el teniente Binswanger cuando regresaron a su despacho, tras abandonar el departamento de identificación, que se encontraba al otro lado de la calle—. Han lanzado cien monedas en una semana sólo en Harlem y Nueva York. ¿Quieren que hagamos algo al respecto? Si se encuentran en lo cierto, y se trata de fondos comunistas, deben de estar entrándolos en el país con bastante rapidez mientras nosotros nos quedamos con el culo pegado a la silla sin hacer nada.

—El jefe dice que de momento tenemos que dejar que sigan con ello —respondió Dexter—. Espero que entremos en acción dentro de poco.

—Bueno, el caso está por completo en sus manos —reconoció Binswanger, de mala gana—. Pero les aseguro que al comisario no le gusta en absoluto tener a ese bastardo cagándole en el escalón de la puerta mientras el señor Hoover se queda sentado en Washington, a sotavento del olor. ¿Por qué no lo acusamos de evasión de impuestos, violación de los servicios de correos, o aparcamiento indebido delante de una boca de incendios o de una alcantarilla? Lo metemos en el calabozo y le damos una buena. Si los federales no quieren ensuciarse las manos, a nosotros nos encantará hacerles ese favor.

—¿Acaso desea crear un alboroto racial? —objetó Dexter con amargura—. No tenemos nada contra él, y usted lo sabe igual que nosotros. Si ese picapleitos negro que tiene no ha conseguido que lo pongan en libertad al cabo de media hora, esos tambores vudú comenzarán a sonar desde aquí hasta la frontera sur. Cuando las cosas llegan a ese punto, todos sabemos lo que ocurre. ¿Recuerda los años treinta y cinco y cuarenta y tres? Ustedes tuvieron que pedir la ayuda de la milicia. Nosotros no solicitamos este caso. El presidente nos lo ha dado y tenemos que continuar con él.

Ya de regreso en el deslucido despacho de Binswanger, recogieron los abrigos y los sombreros.

—De todas formas, gracias por su ayuda, teniente —se despidió Dexter con una cordialidad forzada, cuando se marchaban—; ha sido muy valiosa.

—No hay de qué —respondió Binswanger con tono glacial—. El ascensor está a la derecha. —Cerró con un portazo detrás de ellos.

A espaldas de Dexter, Leiter hizo un guiño a Bond. En silencio, bajaron y se dirigieron hacia la puerta principal, que daba a Center Street.

Ya en la acera, Dexter se volvió a mirarlos.

—Esta mañana he recibido instrucciones de Washington —comentó sin evidenciar emoción alguna—. Parece que debo hacerme cargo de lo que concierne a Harlem, y que ustedes dos tienen que ir mañana a St. Petersburg. Leiter ha de averiguar lo que pueda allí y luego marcharse de inmediato a Jamaica con usted, señor Bond. Es decir —añadió—, si no le importa que lo acompañe. Es su territorio.

—Por supuesto —respondió Bond—. De todas formas iba a preguntarle si vendría conmigo.

—Bien —concluyó Dexter—. En ese caso diré a los de Washington que todo está arreglado. ¿Hay algo más que pueda hacer por usted? Cualquier comunicación con el FBI deberá establecerse con Washington, por supuesto. Leiter tiene los nombres de todos los hombres de Florida, conoce los códigos y demás.

—Si a Leiter le interesa, y a usted no le importa —comentó Bond—, me gustaría mucho ir hasta Harlem esta noche y echar un vistazo por allí. Quizá resultara de utilidad hacerse una idea de qué aspecto tiene el «patio» de Big.

Dexter se quedó pensativo.

—De acuerdo —respondió al fin—. Probablemente eso no hará ningún daño. Pero no se dejen ver demasiado. Y procuren no exponerse a ningún peligro, porque no habrá nadie que pueda ayudarlos. Y no vayan por ahí alborotándonos las cosas. Este caso no está maduro todavía. Y mientras siga así, nuestra política con el señor Big es la de «vive y deja vivir».

Bond miró a Dexter con aire burlón.

—En mi profesión —dijo—, cuando me tropiezo con un hombre como ése, tengo otra divisa: «vive y deja morir».

Dexter se encogió de hombros.

—Tal vez —respondió—, pero ahora está bajo mis órdenes, señor Bond, y me sentiré complacido si las acata.

—Por supuesto —le aseguró Bond—, y gracias por toda la ayuda que me ha prestado. Espero que tenga suerte con su parte del caso.

Dexter alzó un brazo para detener un taxi. Se estrecharon la mano.

—Hasta pronto, muchachos —fue la breve despedida de Dexter—. Conserven la vida.

El taxi se incorporó al tráfico que ascendía hacia la parte alta de la ciudad. Bond y Leiter se sonrieron el uno al otro.

—Un tipo capaz, diría yo —comentó Bond.

—En su profesión todos lo son —admitió Leiter—. Con tendencia a mostrarse algo pomposos y estirados. Un poco quisquillosos cuando se trata de sus derechos. Siempre están riñendo con nosotros o con la policía. Pero supongo que en Inglaterra tenéis más o menos el mismo problema.

—Desde luego —asintió Bond—. Siempre vamos a contrapelo del MI5, y ellos siempre le pisan los callos a la brigada especial. La de Scotland Yard —aclaró—. Bueno, ¿qué me dices acerca de darnos una vuelta por Harlem esta noche?

—Me parece bien —respondió Leiter—. Te dejaré en el St. Regis y pasaré a recogerte a eso de las seis y media. Te esperaré en el bar King Colé de la planta baja. Supongo que quieres echar un vistazo a ese señor Big —dijo con una sonrisa—. La verdad es que yo también, pero no habría sido conveniente decírselo a Dexter.

Hizo señas para detener un taxi.

—Al St. Regis —ordenó al taxista—. En la esquina de la Quinta Avenida y la Cincuenta y cinco.

Entraron en el automóvil, una caja de hojalata recalentada que olía a humo de cigarro de la semana anterior.

Leiter bajó la ventanilla.

—Pero ¿qué quiere hacer? —preguntó el taxista por encima del hombro—. ¿Matarme de una neumonía?

—Exacto —respondió Leiter—, si con eso evitamos morir en esta cámara de gas.

—Es un tío listo, ¿eh? —dijo el taxista, haciendo chirriar el cambio de marcha. Se quitó una colilla de cigarro masticada de detrás de la oreja—. Tres por veinticinco centavos —declaró con tono ofendido.

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