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Authors: Ian Fleming

Tags: #Aventuras, Intriga, Policíaco

Vive y deja morir (2 page)

BOOK: Vive y deja morir
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Bond estrechó la mano de Halloran. Dexter le tocó un codo con impaciencia.

—Ahora entraremos y, sin detenernos, cruzaremos el vestíbulo hasta los ascensores. Están a medio camino, a la derecha. Y, por favor, no se quite el sombrero, señor Bond.

Mientras seguía a Dexter por los escalones de entrada al hotel, Bond pensó que ya era casi demasiado tarde para tomar semejantes precauciones. Si apenas había un lugar en el mundo donde pudiera verse una mujer negra conduciendo un automóvil, una mujer negra que trabajara como chófer constituía un hecho aún más extraordinario. Apenas resultaba concebible, incluso en Harlem, aunque estaba seguro de que ése era el barrio de procedencia del sedán.

¿Y la gigantesca figura del asiento trasero? ¿Aquel semblante negro grisáceo? ¿El señor Big?

—Hum… —murmuró Bond para sí mientras seguía la delgada espalda del capitán Dexter y entraba en el ascensor.

Cuando llegaban a la planta veintiuno, el ascensor aminoró la velocidad y se detuvo.

—Le hemos preparado una pequeña sorpresa, señor Bond —anunció el capitán Dexter, sin mucho entusiasmo, pensó el británico.

Avanzaron por el corredor hasta la habitación que había en el recodo.

El viento susurraba tras las ventanas del pasillo, y Bond captó una visión fugaz de la cumbre de otros rascacielos y, más allá, las desnudas ramas de los árboles de Central Park. Se sentía tan alejado del suelo que, por un momento, una extraña sensación de soledad y espacio vacío le atenazó el corazón.

Dexter sacó la llave de la habitación 2100 y abrió la puerta, cerrándola cuando ambos la hubieron traspuesto. Se encontraban en un pequeño vestíbulo cuyas luces estaban encendidas. Dejaron los sombreros y los abrigos sobre una silla, y Dexter abrió la puerta que había frente a ellos e indicó a Bond que pasara delante.

Éste entró en una atractiva sala de estar decorada según el estilo Imperio de la Tercera Avenida: sillones cómodos y un amplio sofá tapizados en seda amarillo claro, una copia bastante buena de una alfombra Aubusson
[2]
, paredes y techo pintados de gris claro, un aparador francés con la parte frontal curvada con botellas, vasos y una cubitera niquelada; una ventana grande dejaba entrar el sol invernal desde un cielo tan despejado como el de Suiza. La calefacción central era apenas soportable.

La puerta de comunicación con el dormitorio se abrió.

—Estaba colocando las flores junto a tu cama. Forma parte del famoso «servicio con una sonrisa» de la CIA —explicó el joven alto y delgado que avanzó con una ancha sonrisa y la mano derecha tendida hacia donde Bond permanecía clavado en el suelo a causa del asombro.

—¡Félix Leiter! ¿Qué diablos haces aquí? —Bond aferró la dura mano del otro y la estrechó con efusión.— ¿Y qué demonios estás haciendo en mi habitación? Dios, cuánto me alegro de verte. ¿Por qué no has seguido en París? No me digas que te han asignado este trabajo.

Leiter lo miró con expresión afectuosa.

—Tú lo has dicho. Eso es exactamente lo que han hecho. ¡Menudas vacaciones! Al menos para mí. La CIA piensa que en la misión del casino trabajamos muy bien juntos
[3]
, así que me arrebataron de la compañía de los muchachos de Operaciones Conjuntas de París, me informaron del asunto en Washington, y aquí estoy. Soy una especie de enlace entre la CIA y nuestros amigos del FBI. —Hizo un gesto hacia el capitán Dexter, que contemplaba sin entusiasmo aquella muestra de viva emoción nada profesional.— El caso es de ellos, por supuesto, al menos en lo referente al territorio de Estados Unidos; pero, como ya sabes, hay importantes ramificaciones en el extranjero que son competencia de la CIA, así que estamos colaborando. Tú has venido para hacerte cargo de lo tocante a Jamaica en nombre de Gran Bretaña
[4]
, y el equipo ya está completo. ¿Qué te parece? Siéntate y tomemos una copa. En cuanto supe que te encontrabas abajo, encargué el almuerzo, así que ya estará de camino.

Fue hacia el aparador y comenzó a preparar el martini seco.

—Que me cuelguen —exclamó Bond—. Ese viejo demonio de M no me había dicho una sola palabra de esto. Tiene la costumbre de hablar sólo de los hechos. Nunca cuenta las buenas noticias. Supongo que pensaría que quizá influyeran en nuestra decisión de aceptar o no un caso determinado. De todas formas, es fantástico.

Bond percibió de pronto el silencio del capitán Dexter, y se volvió a hacia él.

—Estaré encantado de hallarme a sus órdenes aquí, capitán —dijo con diplomacia—. Según lo veo yo, el caso se divide en dos partes muy claras. La primera reside por completo en territorio estadounidense, que es su jurisdicción, por supuesto. Luego, según las apariencias, tendremos que reseguirlo hacia el interior del Caribe, hasta Jamaica. Y tengo entendido que debo hacerme cargo del asunto cuando salga de las aguas territoriales de Estados Unidos. Félix unirá ambas mitades en lo concerniente a su gobierno. Yo debo informar a Londres a través de la CIA mientras permanezca aquí, y directamente a Londres, aunque manteniendo a la Central de Inteligencia al tanto de cuanto suceda, cuando me desplace al Caribe. ¿Es usted de la misma opinión?

Dexter le dedicó una leve sonrisa.

—Yo diría que sí, señor Bond. El señor Hoover
[5]
me ha pedido que le transmita su satisfacción de tenerlo con nosotros. Como invitado —añadió—. Naturalmente, no nos conciernen en absoluto las ramificaciones del caso que afectan a Gran Bretaña, y nos parece muy bien que la CIA colabore con usted y su gente de Londres. Supongo que todo irá bien. Brindo por nuestra suerte —concluyó, alzando la copa que Leiter le había servido.

Sorbieron el frío cóctel fuerte con placer; en el rostro de halcón de Leiter había una expresión algo burlona.

Se oyó un golpe de llamada en la puerta. Leiter la abrió para dar paso al botones que traía las maletas de Bond. Lo seguían dos camareros empujando sendos carritos cargados de platos, cubiertos, mantel y servilletas blancos como la nieve, que procedieron a colocar sobre una mesa plegable.

—Cangrejos de concha blanda con salsa tártara, hamburguesas de buey al punto hechas a la brasa, patatas fritas, brécol, ensalada mixta con salsa
thousand-island
[6]
, helado con dulce de mantequilla y caramelo, y el mejor Liebfraumilch que puede conseguirse en Estados Unidos. ¿Qué tal?

—Parece un buen almuerzo —respondió Bond, que se guardó para sí sus reservas acerca del dulce de mantequilla y caramelo.

Se sentaron y comieron sin pausa cada uno de aquellos deliciosos platos estadounidenses de extraordinaria calidad.

Hablaron poco, y no fue hasta que hubo llegado el café y la mesa estuvo despejada que el capitán Dexter se quitó de la boca el cigarro de cincuenta centavos y se aclaró la garganta con determinación.

—Señor Bond —comenzó—, tal vez ahora le parezca bien contarnos lo que sabe acerca de este caso.

Bond abrió un paquete de cigarrillos largos marca Chesterfíeld con la uña del dedo pulgar, se retrepó en la cómoda silla de aquella cálida y lujosa habitación, y su mente se remontó a dos semanas antes, hasta el gélido día de principios de enero en que salió de su apartamento de Chelsea a la triste media luz de la niebla de Londres.

Capítulo 2
Una entrevista con M

Hacía pocos minutos que le habían llevado el Bentley descapotable gris —el modelo de 1933 de cuatro litros y medio con sobrealimentador Amherst-Villiers— del garaje donde lo guardaba, y el motor se había puesto en marcha de inmediato al pulsar el botón de arranque automático. Encendió los faros antiniebla gemelos y condujo con sumo cuidado por King's Road para luego subir por Sloane Street hasta el Hyde Park.

El jefe de Estado Mayor de M lo había telefoneado a medianoche para decirle que M quería verlo a las nueve de la mañana siguiente.

—Ya sé que es un poco temprano —se disculpó—, pero parece que quiere que alguien entre en acción. Hace varias semanas que lo está rumiando, y supongo que por fin ha tomado una decisión.

—¿Alguna pista que puedas darme por teléfono?

—A de Antillas y C de Caracas —respondió el jefe de Estado Mayor, y colgó.

Eso significaba que el caso se hallaba relacionado con las secciones A y C del Servicio Secreto que estaban a cargo de Estados Unidos y del Caribe. Bond había trabajado durante algún tiempo en la sección A durante la guerra, pero sabía muy poco de la C o de sus problemas.

Mientras avanzaba con lentitud junto al bordillo a través de Hyde Park, acompañado por el lento tamborileo del tubo de escape de cinco centímetros de largo, se sentía emocionado ante la perspectiva de su entrevista con M, el hombre notable que entonces era, y aún es, jefe del Servicio Secreto. No había visto aquellos fríos y astutos ojos desde finales del verano. En aquella ocasión, M se mostró complacido.

«Tómese unas vacaciones —le dijo—. Unas vacaciones largas. Y luego vaya a que le hagan un injerto de piel en el dorso de esa mano. Q. le dirá cuál es el mejor cirujano y le concertará una visita con él. No puedo permitir que ande por ahí con esa maldita marca de fabricación rusa encima. Veré si puedo conseguirle un buen objetivo para cuando esté otra vez en condiciones. Buena suerte.»

La reconstrucción de la piel de la mano había sido indolora, pero lenta. Le borraron las finas cicatrices de la letra rusa que representa el sonido SCH, la primera letra de
Spion
(espía); al pensar en el hombre que se la había grabado con un estilete, Bond apretó el volante con ambas manos.

¿Qué estaba sucediendo con la brillante organización de la cual era agente el hombre del estilete, el organismo soviético de venganza llamado SMERSH, abreviatura de
Smyert Spionam
(Muerte a los Espías)? ¿Era aún tan poderosa, tan eficiente como antes? ¿Quién la controlaba ahora que Beria
[7]
había desaparecido? Después del espectacular caso de juego en el que se había visto implicado en Royale-les-Eaux, Bond había jurado devolverles el golpe. Así se lo había dicho a M durante aquella última entrevista. ¿Acaso esta cita con M iba a ponerlo en la senda de la venganza?

Los ojos de Bond se entrecerraron fijos en la lobreguez de Regent's Park, y su rostro asumió una expresión dura y cruel iluminado por la débil luz del salpicadero del coche.

Entró en la callejuela que había en la parte trasera del alto edificio descolorido, entregó el coche a uno de los conductores de paisano pertenecientes al cuerpo y rodeó la construcción para entrar por la puerta principal. Cogió el ascensor hasta la última planta, y allí recorrió el pasillo de gruesa moqueta que tan bien conocía, hasta llegar a la puerta inmediata a la de M. El jefe de Estado Mayor lo esperaba y de inmediato anunció su llegada a M a través del intercomunicador.

—007 ya ha llegado, señor.

—Hágalo pasar.

La deseable señorita Moneypenny, la todopoderosa secretaria personal de M, le dedicó una sonrisa alentadora cuando atravesaba la doble puerta. De inmediato se encendió la luz verde en lo alto de la pared de la sala que acababa de abandonar. M no debía ser molestado mientras permaneciera encendida.

Una lámpara de lectura con pantalla de cristal verde proyectaba su luz sobre la superficie de cuero rojo del amplio escritorio. El resto de la habitación permanecía en sombras a causa de la niebla que cubría el exterior de las ventanas.

—Buenos días, 007. Echemos una mirada a esa mano. No está mal. ¿De dónde sacaron la piel para el injerto?

—De la parte superior del antebrazo, señor.

—Hum. Le crecerá el vello un poco más grueso de lo normal, y rizado. En fin, eso es inevitable. De momento tiene buen aspecto. Siéntese.

Bond rodeó la única silla encarada con M al otro lado del escritorio. Los ojos grises lo miraron directamente, lo atravesaron.

—¿Ha disfrutado de un buen descanso?

—Sí, gracias, señor.

—¿Ha visto alguna vez una de éstas? —Con gesto abrupto, M sacó algo del bolsillo de su chaleco que arrojó al centro del escritorio, en dirección a Bond, donde cayó con un débil golpecito sobre la superficie de cuero y quedó allí, brillando suntuosamente; se trataba de una moneda de oro batido de dos centímetros y medio de diámetro.

Bond la recogió, la volvió en la mano y la sopesó.

—No, señor. Debe de valer unas cinco libras, tal vez.

—Quince para un coleccionista. Es una
Rose Noble
[8]
de Eduardo IV.

M volvió a meter los dedos en el bolsillo del chaleco y sacó otras magníficas monedas de oro que fue arrojando una a una sobre el escritorio ante Bond. Antes les echaba una mirada y las identificaba.

—Una excelente mayor
[9]
española acuñada por Fernando e Isabel, de 1510; un
Ecu du Soleil
francés, acuñado por Carlos IX en 1574;
ecu d'or
doble francés de Enrique IV, 1600; un ducado doble español de Felipe II, 1560; un
ryder
holandés, de Carlos d'Egmond, 1538; un
cuádruple
genovés de 1617; un Luis,
á la meche courte
francés, de Luis XIV, 1644… Valdrían muchísimo dinero si fueran fundidas. Y valen todavía más como están, para los coleccionistas, entre diez y veinte libras esterlinas cada una. ¿Advierte algo en común entre todas ellas?

Bond reflexionó.

—No, señor.

—Todas fueron acuñadas antes de 1650. Morgan
el Sanguinario
, el pirata, fue gobernador y comandante en jefe de Jamaica entre 1674 y 1683. La moneda inglesa es la excepción del conjunto. Quizá porque formaba parte de un envío destinado a pagar a la guarnición de Jamaica. Pero de no ser por ella y por las fechas, estas monedas podrían proceder de cualquier otro tesoro hallado recientemente, de los que escondían los grandes piratas como L'Ollonais, Pierre
el Grande
, Sharp, Sawkins,
Barbanegra
. Según están las cosas, y tanto Spinks como el Museo Británico se muestran de acuerdo en este punto, las monedas pertenecen con casi total seguridad al tesoro de Morgan
el Sanguinario
.

M hizo una pausa para llenar la pipa y encenderla. No invitó a Bond a que fumara un cigarrillo, y éste no habría soñado siquiera con hacerlo sin ser autorizado.

—Y debe de tratarse de un tesoro condenadamente grande. Hasta el momento, unas mil monedas como éstas o similares han aparecido en Estados Unidos durante los últimos meses. Y si la sección especial de Hacienda y el FBI han descubierto un millar, ¿cuántas no habrán sido fundidas o habrán desaparecido para formar parte de colecciones privadas? Y no dejan de entrar en el país, aparecen en bancos, en manos de comerciantes de oro y plata, en tiendas de curiosidades; pero, sobre todo, en las casas de empeño, por supuesto. El FBI se encuentra en un verdadero aprieto. Si lo incluyen en los informes policiales como propiedad robada, saben que la fuente de procedencia se cerrará. Las fundirán en lingotes de oro que canalizarán directamente a través del mercado negro. Tendrán que sacrificar el valor como antigüedad de las monedas, pero el oro pasará de inmediato a circular clandestinamente. Al parecer, alguien está utilizando a los negros (mozos de estación, revisores de coches-cama, camioneros) para esparcir las monedas por todos los estados. Se trata de personas del todo inocentes. Aquí tiene un caso típico.

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