—¡Ah! Pero lo cierto es que ella conoció esta casa antes que yo, señor Navarro, ella caminó por estos pasillos, ella se detuvo en esta sala…
—Así es, así es…
—Dígale que olvidó su perfume.
—¿Perdone?
—Sí, dígale a… ¿Asunción, se llama? ¿Asunción, me dijo mi amigo Zurinaga?… Dígale a Asunción que su perfume aún permanece aquí, suspendido en la atmósfera de esta casa…
—Cómo no, una galantería de su parte…
—Dígale a su esposa que respiro su perfume…
—Sí, lo haré. Muy galante, le digo. Ahora, por favor excúseme. Buenas noches. Y buena estancia.
—Tengo una hija de diez años. Usted también, ¿verdad?
—Así es, señor conde.
—Ojalá puedan verse y congenien. Tráigala a jugar con Minea.
—¿Minea?
—Mi hija, señor Navarro. Avísele a Borgo.
—¿Borgo?
—Mi sirviente.
Vlad tronó los dedos con ruido de sonaja y castañuela. Brillaron las uñas de vidrio y apareció un pequeño hombre contrahecho, un jorobadito pequeño pero con las más bellas facciones que yo haya visto en un macho. Pensé que era una visión escultórica, uno de esos perfiles ideales de la Grecia antigua, la cabeza del Perseo de Cellini. Un rostro de simetrías perfectas encajado brutalmente en un cuerpo deforme, unidos ambos por una larga melena de bucles casi femeninos, color miel. La mirada de Borgo era triste, irónica, soez.
—A sus órdenes, señor —dijo el criado, en francés, con acento lejano.
Apresuré groseramente, sin quererlo, arrepentido enseguida de ofender a mi cliente, mis despedidas.
—Creo que todo está en orden. Supongo que no nos volveremos a ver. Feliz estancia. Muchas gracias… quiero decir, buenas noches.
No pude juzgar, detrás de tantas capas de disfraz, su gesto de ironía, desdén, diversión. Al conde Vlad yo le podía sobreimponer los gestos que se me antojara. Estaba disfrazado. Borgo el criado, en cambio, no tenía nada que ocultar y su transparencia, lo confieso, me dio más miedo que las truculencias del conde, quien se despidió como si yo no hubiese dicho palabra.
—No lo olvide. Dígale a su esposa… a Asunción, ¿no es cierto?… que la niña será bienvenida.
Borgo acercó una vela al rostro de su amo y añadió:
—Podemos jugar juntos, los tres… Lanzó una risotada y cerró la puerta en mis narices.
Una noche tormentosa. Los sueños y la vida se mezclan sin fronteras. Asunción duerme a mi lado después de una noche de intenso encuentro sexual urgido, casi impuesto, por mí, con la conciencia de que quería compensar el fúnebre tono de mi visita al conde.
No quisiera, en otras palabras, repetir lo que ya dije sobre mi relación amorosa con Asunción y la discreción que ciñe mis evocaciones. Pero esta noche, como si mi voluntad, y mucho menos mis palabras, no me perteneciesen, me entrego a un placer erótico tan grande que acabo por preguntarme si es completo. —¿Te gustó, mi amor? —Esta pregunta tradicional del hombre a la mujer se agota pronto. Ella siempre dirá que sí, primero con palabras, luego asintiendo con un gesto, pero un día, si insistimos, con fastidio. La pregunta ahora me la hago a mí mismo. ¿La satisfice? ¿Le di todo el placer que ella merece? Sé que yo obtuve el mío, pero considerar sólo esto es rebajarse y rebajar a la mujer. Dicen que una mujer puede fingir un orgasmo pero el hombre no. Yo siempre he creído que el hombre sólo obtiene placer en la medida en que se lo da a la mujer. Asunción, ¿ese placer que me colma a mí, te llena a ti? Como no lo puedo preguntar una sola vez más, debo adivinarlo, medir la temperatura de su piel, el diapasón de sus gemidos, la fuerza de sus orgasmos y, contemplándola, deleitarme en la temeridad redescubierta de su pubis, la hondura del manantial ocluso de su ombligo, la juguetería de sus pezones erectos en medio de la serenidad cómoda, acojinada y maternal de sus senos, su largo cuello de modelo de Modigliani, su rostro oculto por la postura del brazo, la indecencia deliciosa de sus piernas abiertas, la blancura de los muslos, la fealdad de los pies, el temblor casi alimenticio de las nalgas… Veo y siento todo esto, Asunción adorada, y como ya no puedo preguntar como antes, ¿te gustó, mi amor?, me quedo con la certeza de mi propio placer pero con la incertidumbre profunda, inexplicable, ¿ella también gozó?, ¿gozaste tanto como yo, mi vida?, ¿hay algo que quieras y no me pides?, ¿hay un resquicio final de tu pudor que te impide pedirme un acto extremo, una indecencia física, una palabra violenta y vulgar?
Cruza por mi mente la sensación palpitante del cuerpo de Asunción, el contraste entre la cabellera negra, larga, lustrosa y lacia, y la mueca de su pubis, la maraña salvaje de su pelambre corta, agazapada como una pantera, indomable como un murciélago, que me obliga a huir hacia adentro, penetrarla para salvarme de ella, perderme en ella para ocultar con mi propio vello la selva salvaje que crece entre las piernas de Asunción, ascendiendo por el monte de Venus y luego como una hiedra por el vientre, anhelando arañar el ombligo, el surtidor mismo de la vida…
Me levanto de la cama, esa noche precisa, pensando, ¿me faltó decir o hacer algo? ¿Cómo lo voy a saber si Asunción no me lo dice? ¿Y cómo me lo va a decir, si su mirada después del coito se cierra, no me deja entrever siquiera si de verdad está satisfecha o si quiere más o si en aras de nuestra vida en común se guarda un deseo porque conoce demasiado bien mis carencias?
Vuelvo a besarla, como si esperase que de nuestros labios unidos surgiese la verdad de lo que somos y queremos.
Largo rato, esa madrugada, la miré dormir.
Luego, alargando la mano debajo de la cama, busqué en vano mis zapatillas de noche.
Desacostumbradamente, no estaban allí.
Alargué la mano debajo de la cama y la retiré horrorizado.
Había tocado otra mano posada debajo del lecho.
Una mano fría, de uñas largas, lisas, vidriosas.
Respiré hondo, cerré los ojos.
Me senté en la cama y pisé la alfombra.
Me disponía a iniciar la rutina del día.
Entonces sentí que esa mano helada me tomaba con fuerza del tobillo, enterrándome las uñas de vidrio en las plantas del pie y murmurando con una voz gruesa:
—Duerme. Duerme. Es muy temprano. No hay prisa. Duerme, duerme.
Sentí que alguien abandonaba el cuarto.
Soñé que estaba en mi recámara y que alguien la abandonaba. Entonces la recámara ya no era la mía. Se volvía una habitación desconocida porque alguien la había abandonado.
Abrí los ojos con el sobresalto de la pesadilla. Miré con alarma el reloj despertador. Eran las doce del día. Me toqué las sienes. Me restregué los ojos. Me invadió el sentimiento de culpa. No había llegado a la oficina. Había faltado a mi deber. Ni siquiera había avisado, dando alguna excusa.
Sin pensarlo dos veces, tomé el teléfono y llamé a Asunción a su oficina.
Ella tomó con ligereza y una risa cantarína mis explicaciones.
—Cariño, entiendo que estés cansado —rió.
—¿Tú no? —traté de imitar su liviandad.
—Hmmm. Creo que a ti te tocó anoche el trabajo pesado. ¿Qué diablo se te metió en el cuerpo? Descansa. Tienes derecho, amor. Y gracias por darme tanto.
—¿Sabes una cosa?
—¿Qué?
—Sentí que anoche mientras hacíamos el amor, alguien nos miraba.
—Ojalá. Gozamos tanto. Que les dé envidia.
Pregunté por la niña. Asunción me dijo que éste era día feriado en la escuela católica —una fiesta no reconocida por los calendarios cívicos, la Asunción de la Virgen María, su ascenso tal como era en vida al Paraíso— y como coincidía con el cumpleaños de Chepina, Josefina Alcayaga, ¿sabes?, la hija del ingeniero Alcayaga y su esposa María de Lourdes, pues hay fiesta de niños y llevé a Magdalena temprano, aprovechando para presentarle recibos al ingeniero por el túnel que se encargó de hacer en casa de tu cliente, el conde…
Guardé un silencio culpable.
—Asunción. Es tu santo.
—Bueno, el calendario religioso no nos importa mucho a ti y a…
—Asunción. Es tu santo.
—Claro que sí. Basta.
—Perdóname, mi amor.
—¿De qué, Yves?
—No te felicité a tiempo.
—¿Qué dices? ¿Y el festejo de anoche? Oye, estaba segura de que esa era tu manera de celebrarme. Y lo fue. Gracias.
Rió quedamente.
—Bueno, mi amor. Todo está en orden —concluyó Asunción—. Recogeré a la niña esta tarde y nos vemos para cenar juntos. Y si quieres, volvemos a celebrar la Asunción de la Santísima Virgen María.
Volvió a reír con coquetería, sin abandonar, de todos modos, esa voz de profesionista que adopta en la oficina de manera automática.
—Descanse usted, señor. Se lo merece. Chau.
No acababa de colgar cuando sonó el teléfono. Era Zurinaga.
—Habló usted largo, Navarro —dijo con una voz impaciente, poco acorde con su habitual cortesía—. Llevo horas tratando de comunicarme.
—Diez minutos, señor licenciado —le contesté con firmeza y sin mayores explicaciones.
—Perdone, Yves —regresó a su tono normal—. Es que quiero pedirle un favor.
—Con gusto, don Eloy.
—Es urgente. Visite esta noche al conde Vlad.
—¿Por qué no me llama él mismo? —dije, dando a entender que ser «mandadero» no se llevaba bien ni con la personalidad de don Eloy Zurinaga ni con la mía.
—Aún no le instalan el teléfono…
—¿Y cómo se comunicó con usted? —pregunté ya un poco fastidiado, sintiéndome sucio, pegajoso de amor, con púas en las mejillas, un incómodo sudor en las axilas y cosquillas en la cabeza rizada.
—Envió a su sirviente.
—¿Borgo?
—Sí. ¿Ya lo vio usted?
No dijo «conoció». Dijo «vio». Y yo me dije reservadamente que había jurado no regresar a la casa del conde Vlad. El asunto estaba concluido. El famoso conde no tenía, ni por asomo, la gracia del gitano. Además, yo debía pasar por la oficina, así fuese
pro forma
. Bastante equívoca era la ausencia del primer jefe, Zurinaga; peligrosa la del segundo de abordo, yo… No contesté a la pregunta de Zurinaga.
—Me daré una vuelta por la oficina, don Eloy, y más tarde paso a ver al cliente —le dije con firmeza.
Zurinaga colgó sin decir palabra.
Me asaltó, manejando el BMW rumbo a la oficina en medio del paso de tortuga del Periférico, la preocupación por Magdalena, de visita en casa de los Alcayaga. Me tranquilizó el recuerdo de Asunción.