—No te preocupes, amor. Yo pasaré a recogerla y nos vemos para cenar.
—¿A qué hora la recoges?
—Ya ves cómo son las fiestas infantiles. Se prolongan. Y María de Lourdes tiene un verdadero arsenal de juegos, piñatas, que los encantados, que doña Blanca, las escondidillas, tú la traes, ponches, pasteles, pitos y flautas…
Rió y terminó: —¿Ya no te acuerdas de que fuiste niño?
El jorobado abrió la puerta y me observó de cerca, con desfachatez. Sentí su aliento de yogurt. Me reconoció y se inclinó servilmente.
—Pase,
maître
Navarro. Mi amo lo espera.
Entré y busqué inútilmente al conde en la estancia.
—¿Dónde?
—Suba usted a la recámara.
Ascendí la escalera semicircular, sin pasamanos. El criado permaneció al pie de los escalones, no sé si haciendo gala de cortesía o de servilismo; no sé si vigilándome con sospecha. Llegué a la planta alta. Todas las puertas de lo que supuse eran habitaciones estaban cerradas, salvo una. A ella me dirigí y entré a un dormitorio de cama ancha. Como eran ya las nueve de la noche, se me ocurrió notar que la cama seguía cubierta de satín negro, sin preparativo alguno para la noche del amo.
No había espejos. Sólo un tocador con toda suerte de cosméticos y una fila de soportes de pelucas. El señor conde, al peinarse y maquillarse debía, al mismo tiempo, adivinarse…
La puerta del baño estaba abierta y un ligero vapor salía por ella. Dudé un instante, como si violara la intimidad de mi cliente. Pero su voz se dejó oír. «Entre, señor Navarro, pase, con confianza».
Pasé al salón de baño, donde se concentraba el vapor de la ducha. Detrás de una puerta de laca goteante, el conde Vlad se bañaba. Miré alrededor. Un baño sin espejos. Un baño —la curiosidad me ganó— sin los utensilios comunes, brochas, peines, rastrillos para afeitar, cepillos de dientes, pastas… En cambio, como en el resto de la casa, coladeras en cada rincón…
Vlad emergió de la ducha, abrió la puerta y se mostró desnudo ante mi mirada azorada.
Había abandonado peluca y bigotes.
Su cuerpo era blanco como el yeso.
No tenía un solo pelo en ninguna parte, ni en la cabeza, ni en el mentón, ni en el pecho, ni en las axilas, ni en el pubis, ni en las piernas.
Era completamente liso, como un huevo.
O un esqueleto.
Parecía un desollado.
Pero su rostro guardaba una rugosidad de pálido limón y su mirada continuaba velada por esas gafas negras, casi una máscara, pegadas a las cuencas aceitunadas y encajadas en las orejas demasiado pequeñas, cosidas de cicatrices.
—Ah, señor Navarro —exclamó con una sonrisa roja y ancha—. Por fin nos vemos tal como somos…
Quise tomar las cosas a la ligera.
—Perdone, señor conde. Yo estoy vestido.
—¿Está seguro? ¿La moda no nos esclaviza y desnuda a todos, eh?
En los extremos de la sonrisa afable, ya sin el disfraz de los bigotes, aparecieron dos colmillos agudos, amarillos como ese limón que, vista de cerca, la palidez de su rostro sugería.
—Excuse mi imprudencia. Por favor, páseme mi bata. Está colgada allí —señaló a lo lejos y dijo con premura—. Bajemos a cenar.
—Excúseme. Tengo cita con mi familia.
—¿Su mujer?
—Sí. Así es.
—¿Su hija?
Asentí. El rió con una voz caricaturesca.
—Son las nueve de la noche. ¿Sabe dónde están sus hijos?
Pensé en Didier muerto, en Magdalena que había ido a la fiesta de cumpleaños de Chepina y debía estar de regreso en casa mientras yo permanecía como un idiota en la recámara de un hombre desnudo, depilado, grotesco, que me preguntaba ¿dónde están sus hijos?
Hice caso omiso de su presencia.
—¿Puedo hablar a mi casa? —dije confusamente.
Me llevé la mano a la cabeza. Zurinaga me lo advirtió. Tuve la precaución de traer mi celular. Lo saqué de la bolsa trasera del pantalón y marqué el número de mi casa. No hubo contestación. Mi propia voz me contestó. «Deje un mensaje». Algo me impidió hablar, una sensación de inutilidad creciente, de ausencia de libertad, de involuntario arrastre a una barranca como la que se precipitaba a espaldas de esta casa, el dominio del puro azar, el reino sin albedrío…
—Debe estar en casa de los Alcayaga —murmuré para mi propia tranquilidad.
—¿El amable ingeniero que se encargó de construir el túnel de esta morada?
—Sí, el mismo —dije atolondrado.
Marqué apresuradamente el número.
—Bueno, María de Lourdes…
—Sí…
—Soy Yves, Yves Navarro… el padre de Magdalena…
—Ah sí, qué tal Yves…
—Mi hija… Nadie contesta en mi casa.
—No te preocupes. La niña está aquí. Se quedó a pasar la noche con Chepina.
—¿Puedo hablarle?
—Yves. No seas cruel. Están rendidas. Duermen desde hace una hora…
—Pero Asunción, mi mujer…
—No apareció. Nunca llegó por Magdalena. Pero me llamó para avisar que se le hizo tarde en la oficina y que iría directamente por ti a casa de tu cliente, ¿cómo se llama?
—El conde Vlad…
—Eso es. El conde fulano. ¡Cómo me cuestan los nombres extranjeros! Espérala allí…
—Pero ¿cómo sabe…?
María de Lourdes colgó. Vlad me miraba con sorna. Fingió un escalofrío.
—Yves… ¿Puedo llamarlo por su nombre?
Asentí sin pensar.
—Y recuerde que soy Vlad, para los amigos. Yves, mi bata por favor. ¿Quiere usted que me dé pulmonía? Allí, en el armario de la izquierda.
Caminé como sonámbulo hasta el
clóset
. Lo abrí y encontré una sola prenda, un pesado batón de brocados, antiguo, un poco raído, con cuello de piel de lobo. Un batón largo hasta los tobillos, digno del zar de una ópera rusa, bordado de oros viejos.
Tomé la prenda y la arrojé sobre los hombros del conde Vlad.
—No se olvide de cerrar la puerta del armario, Yves.
Volví la mirada al
clóset
(palabra por lo visto desconocida por Vlad Radu) y sólo entonces vi, pegada con tachuelas a la puerta interior de la puerta, la fotografía de mi mujer, Asunción, con nuestra hija, Magdalena, sobre sus rodillas.
—Vlad. Llámeme Vlad. Vlad, para los amigos.
Aún no entiendo por qué me quedé a cenar con Vlad esa noche. Racionalizo. No tenía de qué preocuparme. Magdalena, mi hija, estaba bien, durmiendo en casa de los Alcayaga. A mi mujer Asunción simplemente se le hizo tarde y vendría a recogerme aquí mismo. De todos modos llamé al celular de mi esposa, no respondió y dejé el consabido mensaje.
Me rehusé a comentar el descubrimiento de la foto. Era darle una ventaja a este sujeto. Yo no tenía ante él más defensa que la serenidad, no pedir explicación de nada, jamás mostrarme sorprendido. ¿Haría otra cosa un buen abogado? Claro, Zurinaga le había dado fotos mías, de mi familia, al exiliado noble balcánico, para que viera con quién iba a tratar en este lejano y exótico país, México…
La explicación me serenó.
El conde y yo nos sentamos a las cabeceras de una mesa de metal opaco, sin reflejos, una extraña mesa de plomo, diríase, poco propicia para abrir el apetito, sobre todo si el menú —como en este caso— consistía únicamente de vísceras. Hígados, riñones, criadillas, tripas, desganados pellejos… todo ahogado en salsas de cebolla y hierbas que reconocí gracias a las viejas recetas francesas que disfrutaba mi madre: perejil, estragón, claro, pero otras que mi paladar no reconocía y condimentos que faltaban, sobre todo el ajo.
—¿No hay ajo? —pregunté sin esperar la mirada fulminante del conde Vlad y su brusco silencio, seguido de un rápido cambio de tema.
—Polvo de cerdo,
maítre
Navarro. Una vieja receta usada por San Eutiquio para expulsar al demonio que una monja se tragó por descuido.
Mi expresión de incredulidad pareció divertir a Vlad.
—Es decir, la monja inadvertente, según la leyenda de mi tierra, se sentó sobre el Diablo y éste dijo, «¿Qué iba a hacer? Se sentó sobre una planta y era yo…».
Disimulé muy bien mi asco.
—Entradas y salidas, señor Navarro. A eso se reduce la vida. O dicho en lengua de bárbaros,
exits and entrances
. Por delante, por detrás. Todo lo que entra, debe salir. Todo lo que sale, debe entrar. Las costumbres del hambre son muy variadas. Lo que es asqueroso para un pueblo, es delicia de otro. Imagínese lo que los franceses piensan de los mexicanos comiendo hormigas y saltamontes y gusanos. Pero ellos mismos, los franceses, ¿no consumen alegremente ranas y caracoles? Muéstreme un inglés que pueda saborear el mole poblano: su estómago siente náuseas de tan sólo imaginar esa mezcla de chile, pollo y chocolate… ¿Y no se deleitan ustedes con el
huitlacoche
, el hongo del maíz, que en el resto del mundo produce asco y le es aventado a los cerdos? Y hablando de cerdos, ¿cómo pueden soportar los ingleses platos cocinados —más bien dicho arruinados— por el
lard
, la manteca de puerco? ¡Y no hablo de los norteamericanos, que carecen de paladar y pueden comer papel periódico relamiéndose de gusto!
Rió con esa peculiar manera suya, bajando forzadamente el labio superior como si quisiera disimular sus intenciones.
—Hay que ser como el lobo, señor Navarro. ¡Qué sabiduría la del viejo lupus latino, que se convierte en mi
wulfuz
teutón, qué sabiduría natural y eterna la del lobo que es inofensivo en verano y otoño, cuando está satisfecho, y sólo sale a atacar cuando tiene hambre, en el invierno y en la primavera! Cuando tiene hambre…
Hizo un gesto de mando con la pálida mano de uñas vidriosas.
Borgo, el jorobado, hacía las veces de mayordomo y una criada de movimientos demasiado lentos servía los platos, inútilmente urgida por los chasquidos de Borgo, vestido para la ocasión con una chaquetilla de rayas rojas y negras y corbata de moño, que sólo se veían en antiguas películas francesas. Creía compensar con este uniforme pasado de moda, coquetamente, su deformidad física. Al menos, eso me decía su mirada satisfecha y a veces pícara.
—Le agradezco profundamente que haya aceptado mi invitación,
maítre
Navarro. Generalmente como solo y ello engendra tristes pensamientos,
croyez-moi
.
El criado se acercó a servirme el vino tinto. Se abstuvo de ofrecérselo a su amo. Interrogué a Vlad con la mirada, alzando mi copa para brindar…
—Ya le dije… —el conde me miró con amable sorna.
—Sí, no bebe vino —quise ser ligero y cordial—. ¿Bebe solo?
Con esa costumbre suya de no escuchar al interlocutor e irse por su propio tema, Vlad simplemente comentó:
—Decir la verdad es insoportable para los mortales.
Insistí con cierta grosería.
—Mi pregunta era muy simple. ¿Bebe a solas?
—Decir la verdad es insoportable para los mortales.
—No sé. Yo soy mortal y soy abogado. Parece un silogismo de esos que nos enseñan en la escuela. Los hombres son mortales. Sócrates es hombre. Por lo tanto, Sócrates es mortal.
—Los niños no mienten —prosiguió sin hacerme caso—. Y pueden ser inmortales.
—¿Perdón?
Unas manos de mujer enguantadas de negro me ofrecieron el platón de vísceras. Sentí repugnancia pero la cortesía me obligó a escoger un hígado aquí, una tripa allá…
—Gracias.
La mujer que me servía se movió con un ligero crujido de faldas. Yo no había levantado la mirada, ocupado en escoger entre las asquerosas viandas. Me sonreí solo. ¿Quién mira a un camarero a la cara cuando nos sirve? La vi alejarse, de espaldas, con el platón en la mano.