—Ya ha utilizado antes la palabra «apaciguamiento». ¿Qué quiere usted decir con eso?
—Vaya, es nuestro deber. Todos los repetidores tenemos que impedir que los antareanos se aburran. O si no son capaces de apagarlo todo y entonces el mundo se acabará. Tenemos que apaciguarlos, entretenerlos para que sigan mirando.
—¿Y cómo lo ha hecho usted? ¿Cómo los ha apaciguado?
—Empiezo siempre con la niña de Tacoma. Me la cargo a cuchilladas. Ésa es fácil porque nunca me cogen. Después mato a dos putas de Portland, o de Vancouver…, procuro que no sean muchas cerca de casa, pero viajo mucho. A veces al extranjero, pero en general, las mato aquí, en Estados Unidos, gente de Texas que hace autoestop, chicos de la calle de Los Ángeles y San Francisco. No se piensen que voy a volver a venir a Wisconsin, esta vez me cogieron bastante pronto. Pero me soltarán dentro de cuatro o cinco años. Siempre dicen que estoy loco y acabo encerrado en uno de estos centros, pero yo sé muy bien cómo engañar a los médicos y las comisiones de libertad bajo palabra. Al final siempre logro salir y entonces puedo volver a dedicarme al apaciguamiento. Pamela se apoyó contra la puerta del coche y se echó a llorar mientras avanzaban a través de los remolinos de nieve.
—¡Yo tengo la culpa! —sollozaba, y las lágrimas le bajaban incontroladas por las mejillas—. Dijo que fue Starsea lo que…, lo que le había dado un sentido de la determinación. ¡Con todo lo que yo esperaba lograr a través de esa película, al final acabó siendo una incitación al asesinato en masa!
Jeff aferraba con fuerza el volante del Plymouth alquilado, tratando de no patinar en el camino helado.
—La película no fue lo único. Había empezado a matar mucho antes de verla, desde la primera repetición. Para empezar, estaba loco, no sé si fue por el accidente que tuvo o por el choque que le produjo lo de la repetición, o si fue una combinación de las dos cosas. Quizá se debiera a muchos factores diferentes; no hay manera de saberlo. Pero por el amor de Dios, no te culpes de lo que ha hecho ese hombre.
—¡Mató a una niña! ¡Y sigue matándola, acuchillándola cada vez que vuelve!
—Ya lo sé. Pero tú no tienes la culpa, ¿entendido?
—No me importa de quién es la culpa. Tenemos que impedírselo.
—¿Cómo? —le preguntó Jeff, entrecerrando los ojos para ver mejor el camino a través de las densas cortinas de nieve.
—Asegurándonos de que esta vez no salga. Poniéndonos en contacto con él la próxima vez antes de que empiece a matar.
—Si deciden que está «curado», van a soltarlo a pesar de lo que digamos nosotros.
¿Por qué iban los médicos y los tribunales a hacernos caso? ¿Les decimos que somos repetidores como McCowan pero que nosotros estamos cuerdos y él no? Ya sabes que no llegaríamos muy lejos.
—Entonces, la próxima vez…
—Vamos a la policía de Seattle o Tacoma y les decimos que este ciudadano de sólida posición económica, que tiene una casa carísima en un barrio lujoso y un yate, se dispone a recorrer el país matando a gente al azar. No daría resultado. Pamela, lo sabes bien.
—¡Pero tenemos que hacer algo! —suplicó.
—¿Qué deberíamos hacer? ¿Matarlo? Yo sería incapaz, y tú también. Lloró en silencio con los ojos cerrados para no ver la mortal blancura de la tormenta de nieve.
—No podemos quedarnos sentados y dejar que esto siga ocurriendo —susurró finalmente. Jeff giró a la izquierda con cuidado y enfiló hacia la autopista en dirección a Madison.
—Me temo que no nos queda más remedio. Tenemos que aceptarlo.
—¡Cómo puedes aceptar algo así! —le espetó—. ¡Que unos inocentes mueran asesinados por este loco, mientras nosotros sabemos lo que va a hacer!
—Lo hemos aceptado desde el mismo principio. Manson, Berkowitz, Gacey, Buono y Bianchi…, se trata de un salvajismo sin propósito que forma parte de este período histórico. Nos hemos acostumbrado. Ni siquiera recuerdo la mitad de los nombres de los asesinos en serie que aparecen en los siguientes veinte años. ¿Y tú?
Pamela se quedó callada, con los ojos rojos de tanto llorar y los dientes muy apretados.
—No hemos tratado de intervenir en esos otros asesinatos, ¿verdad? —le preguntó Jeff—. Ni siquiera se nos ocurrió hacerlo, salvo la primera vez en que intenté impedir el asesinato de Kennedy, y fue un caso completamente diferente. Nosotros, no me refiero sólo a ti y a mí, sino a cuantos vivimos en esta sociedad, vivimos con la brutalidad, con la muerte violenta. No le hacemos ni caso, salvo cuando nos amenaza directamente. Lo que es peor, hay gente que lo considera como algo entretenido, una especie de sustituto de las emociones fuertes. Por lo menos el ochenta por ciento del negocio de la prensa se basa en eso, en suministrar a Estados Unidos su dosis diaria de tragedia, de sangre y dolor ajenos.
Nosotros somos los antareanos de las locas fantasías de Stuart McCowan. Él y los demás carniceros inhumanos que están ahí fuera son los verdaderos actores en escena, y el público sediento de sangre está aquí mismo, no viene del espacio exterior. Ni tú ni yo podemos hacer nada para cambiar todo esto, ni para restañar siquiera una gota de toda esa sangre. Hacemos lo que hemos hecho siempre y lo que seguiremos haciendo, aceptarlo, quitárnoslo de la cabeza lo mejor que podamos y seguir viviendo nuestras vidas. Acostúmbrate a ello como nos acostumbramos a los demás dolores ineludibles y sin esperanza. Continuaron recibiendo respuestas al anuncio, si bien ninguna de ellas dio fruto. En 1970 redujeron el número de publicaciones en las que aparecía; a mediados de la década, se publicaba únicamente una vez al mes en menos de una decena de periódicos y revistas de gran circulación. El apartamento que Jeff y Pamela tenían en la calle Bank, en el Village, quedó dominado por filas y más filas de archivadores. Guardaban incluso las respuestas al anuncio menos prometedoras, junto con los recortes de voluminosas pilas de periódicos que leían diariamente en busca de potenciales anacronismos que fueran el indicio de la obra de otro repetidor en alguna parte del mundo. Les costaba mucho estar seguros de si un acontecimiento u obra de arte sin importancia había existido o no en las repeticiones anteriores; nunca antes se habían concentrado tanto en semejantes detalles. Con frecuencia se ponían en contacto con inventores o empresarios cuyas creaciones, anunciadas de forma indiferente, les resultaban desconocidas; todas las pistas resultaban ser falsas, sin excepción.
En marzo de 1979, Jeff y Pamela descubrieron esta nota en el Chicago Tribune:
LOS MÉDICOS DAN DE ALTA AL ASESINO DE WISCONSIN
Crossfield, Wisc. (AP) El asesino en serie Stuart McCowan, que en 1966 fue declarado no culpable por demencia de los asesinatos de cuatro jóvenes estudiantes pertenecientes a un club universitario femenino de Madison, fue dado de alta ayer en la clínica psiquiátrica privada donde permaneció internado los últimos doce años. El doctor Joel Pfeiffer, director del Centro Crossfield, manifestó que McCowan «está plenamente recuperado de sus delirios y no representa ninguna amenaza para la sociedad». McCowan fue acusado de la mutilación de cuatro estudiantes de una universidad mixta después de que un testigo identificara su coche como el que había sido visto al abandonar el aparcamiento del club universitario en la madrugada del 6 de febrero de 1966, el día en que se descubrieron los cadáveres. La policía del estado de Wisconsin detuvo a McCowan ese mismo día en las afueras de la ciudad de Chippewa Falls. Los agentes encontraron en el maletero de su coche un punzón para el hielo manchado de sangre, una sierra para metales y otros instrumentos de tortura.
McCowan confesó libremente haber asesinado a las jóvenes y dijo haberlo hecho obedeciendo a las instrucciones recibidas de unos seres extraterrestres. Dijo, además, que creía haberse reencarnado unas cuantas veces y que en sus «vidas anteriores» también había cometido otros asesinatos. Se lo consideró sospechoso de haber cometido otros asesinatos múltiples similares en Minnesota e Idaho en 1964 y 1965, pero no se pudo probar su relación con esos crímenes. El 11 de mayo de 1966, McCowan fue declarado incapaz de comparecer ante un tribunal y se lo condenó a ser recluido en el hospital del estado de Wisconsin para enfermos mentales. En marzo de 1967 fue trasladado al Centro Crossfield de cuyos gastos se hizo cargo él mismo.
Pamela apretó más el tubo de goma que Jeff llevaba atado al brazo, le indicó qué vena pinchar y cómo introducir la hipodérmica, paralela y lateralmente con respecto a la vena y con el lado biselado hacia arriba.
—¿Qué me dices de la adicción psicológica? —le preguntó Jeff—. Sé que nuestros cuerpos estarán limpios cuando volvamos, pero ¿no seguiremos deseando ardientemente la sensación? —Ella negó con la cabeza mientras miraba cómo se ponía la inyección de prueba; la inocua solución salina fue entrando despacio en la vena azul y formó un bultito en el hueco de su antebrazo.
—No si la utilizamos sólo un par de veces —le dijo—. Espera hasta la mañana del dieciocho, y ponte la suficiente como para mantenerte sedado. Después duplica la dosis hasta la cantidad que te indiqué e inyéctatela unos minutos antes de la una. Estarás inconsciente cuando…, cuando se produzca el paro cardíaco. Jeff vació la jeringa en la vena y esperó a la siguiente palpitación para retirar la aguja. Lanzó la hipodérmica a la papelera, se limpió la zona del pinchazo con un algodón embebido en alcohol. Sobre la mesita de café había dos cajitas de cuero a juego; cada una de ellas contenía unas agujas y jeringas estériles, un trozo de tubo de goma, una botellita de alcohol, un paquete de discos de algodón y cuatro ampollas de heroína de gran pureza. No les había resultado difícil conseguir la droga y los elementos con los cuales utilizarla; el agente de bolsa de Jeff le había recomendado un traficante de cocaína de confianza y éste estaba bien provisto de material para suministrar heroína a su creciente clientela de clase alta y media. Jeff se quedó observando las cajas que tanto dinero le habían costado y luego miró a Pamela a la cara. Una delicada maraña de arrugas le surcaba la frente. La última vez que la había visto a esa misma edad, las arrugas se le habían concentrado en las comisuras de la boca y de los ojos, pero tenía la frente suave como cuando era una muchacha. La diferencia entre una vida feliz y otra llena de ansiedades y preocupaciones se le quedó grabada en la piel.
—Esta vez no nos hemos lucido demasiado, ¿verdad? —comentó él, taciturno. Ella intentó sonreír, no pudo y dejó de esforzarse.
—No, supongo que no.
—La próxima vez —comenzó a decir él, y se le quebró la voz. Pamela tendió el brazo y se estrecharon la mano.
—La próxima vez —dijo ella—, prestaremos más atención a nuestras necesidades diarias.
—En esta ocasión hemos perdido el control, permitimos que se nos escapara de las manos.
—Me empeciné en buscar a otros repetidores. Fuiste muy amable al dejar que me saliera con la mía, pero…
—Quería encontrarlos tanto como tú —la interrumpió, llevándose su mano a los labios—. Era algo que teníamos que hacer, nadie tiene la culpa de que saliera como salió.
—Imagino que no, pero ahora que miro atrás, todos esos años me parecen tan pasivos, tan vacíos. Casi no salimos de Nueva York por temor a perder el contacto que esperábamos. Jeff la atrajo hacia sí y la abrazó.
—La próxima vez volveremos a coger las riendas —le prometió—. Nos encargaremos de ser nosotros quienes hagamos que las cosas ocurran.
Se mecieron juntos en el sofá sin expresar lo que llevaban metido en lo más hondo del alma: que no había manera de saber cuánto tardaría Pamela en reunirse con él después de esa nueva muerte…, ni siquiera si en el siguiente replay iban a volver a estar juntos.
El sueño de la heroína se vio interrumpido con una brusquedad asombrosa. Jeff se encontró rodeado por infinidad de llamas ardientes que le caían en cascada desde el cielo, un Niágara cilindrico de fuego blanquecino de cuyo centro pendía él inexplicablemente. Al mismo tiempo, sus oídos recibieron los embates de las trompetas y las armonías exageradas de una orquesta de mariachis que interpretaban Feliz Navidad a un volumen increíblemente alto. Esta vez Jeff no guardaba ningún recuerdo de su muerte, ni del dolor que siempre había sentido cada vez que se le paraba el corazón. La droga había cumplido con su finalidad anestesiante, pero no por eso le había facilitado el pasaje del sueño entontecido a aquel medio sorprendente y desconocido. El cuerpo nuevo y joven en el que volvía a habitar no tenía ni un solo rastro del narcótico y se vio obligado a despertar del todo sin poder desperezarse siquiera.
Las llamas que lo rodeaban y la música acosaban sus obnubilados sentidos manteniéndolo en un limbo de desorientación aterradora. En aquel lugar no había más luz que la ígnea catarata que lo rodeaba, pero a través de su brillante fosforescencia alcanzó entonces a percibir las siluetas de otras personas sentadas, de pie o bailando. Él mismo estaba sentado a una mesita y en la mano temblorosa tenía una copa helada. Bebió un sorbo y notó el sabor salado de un margarita.
—¡Joder! —le gritó alguien al oído por encima del clamor de la música—. ¡Qué espectáculo, tío! Me gustaría saber cómo se ve desde fuera. Jeff dejó la copa y se volvió para comprobar quién le había hablado. Bajo el blanco fulgor de las llamas que descendían desde lo alto alcanzó a distinguir las facciones huesudas de Martin Bailey, su compañero de cuarto de Emory. Volvió a mirar a su alrededor; sus ojos se fueron acostumbrando a la iluminación extrañamente incandescente que salía por los cuatro costados del local. Estaba en un bar o un club nocturno; había parejas risueñas sentadas ante decenas de mesitas; la orquesta de mariachis situada junto a la pista de baile vestía unos trajes extravagantes y del techo pendían piñatas de brillantes colores con formas de burros y toros.
Ciudad de México. Vacaciones de Navidad, 1964; aquel año, siguiendo un impulso, había viajado hasta allí en compañía de Martin. Carreteras desiertas llenas de vacas sarnosas que se metían en la autopista de dos carriles, puertos de montaña con curvas cerradísimas, camiones cisterna de gasolina Pemex adelantando al Chevy en medio de la niebla algodonosa. Un prostíbulo de la Zona Rosa, el largo ascenso a la Pirámide del Sol por la escalera de piedra.
Cayó en la cuenta de que el brillo que veía descender del cielo a través de las ventanas era un espectáculo de fuegos artificiales; ríos de pirotecnia líquida que manaban del tejado del hotel en lo alto del cual se encontraba el club nocturno. Martin tenía razón; desde las calles debía de ser un verdadero espectáculo. El hotel parecería una aguja ígnea, treinta o cuarenta pisos envueltos en llamas alzándose en el cielo nocturno de la ciudad.