Lo primero que vio Pamela por la ventana de la cocina fue el grajo que volaba de aquí para allá mientras construía su nido en el olmo del patio trasero. Contempló la vistosa danza aérea del pájaro, inspiró hondo varias veces para calmarse antes de mirar a su alrededor o moverse.
Se disponía a preparar una taza de café y estaba a punto de meter el filtro en la máquina. La cocina era acogedora y le resultaba conocida. Diferente a como había sido la última vez, pero la recordaba muy bien de su primera vida, antes de que comenzaran las repeticiones. En su último replay no había pasado demasiado tiempo allí metida: su trabajo de pintora y escultora la había tenido muy ocupada, y en la estancia se notaba más la impronta de la criada que habían contratado que la suya propia. Esa cocina, la de ahora, llevaba el sello de su personalidad, o al menos de la personalidad que había tenido la primera vez.
Una novela de Barbara Cartland estaba abierta sobre la mesa y junto a ella un ejemplar de Better Homes and Gardens. En la nevera había varios recortes y notas para ella misma fijados con imancitos en forma de mazorca de maíz o tallos de apio. Pegado con celo en uno de los armarios se veía un dibujo que había hecho de los niños, bien ejecutado, pero sin aquel dominio de la luz y la composición que había adquirido a lo largo de años de práctica en sus otras vidas. En la pared, sobre la mesa, colgaba un enorme calendario de cocina. Indicaba marzo de 1984 y las fechas estaban prolijamente tachadas casi hasta finales del mes. Pamela tenía treinta y cuatro años. Kimberly no tardaría en cumplir ocho y Christopher tendría once.
Dejó el filtro del café y se dispuso a salir de la cocina, pero se detuvo y sonrió al recordar una cosa. Abrió uno de los últimos cajones que había debajo de la encimera, buscó detrás de los botes de harina y arroz y… claro que sí, ahí estaba, justo donde la había escondido siempre, una bolsa de plástico con cierre hermético en la que había unos cuantos gramos de hierba y un paquete de papel de liar E.Z Wider. Su vicio solitario de aquellos tiempos, su única huida verdadera del tedio de las tareas hogareñas y de su trabajo como madre. Pamela volvió a guardar la marihuana donde la había encontrado y se dirigió a la sala. Allí colgaban los retratos de familia junto con dos de sus pinturas de la universidad. La promesa que contenían nunca había llegado a desarrollarse en esta vida. ¿Cómo había podido permitir que su talento se malgastara de aquella manera?
Del piso de arriba le llegaron unos acordes musicales amortiguados: la voz saltarina, como de historieta, de Cyndi Lauper cantaba Girls Just Want to Have Fun. Kimberly debía de haber vuelto de la escuela; Christopher estaría en su dormitorio, jugando con el ordenador Apple II que le habían comprado esas Navidades.
Se sentó en el sillón del vestíbulo, tomó papel y lápiz de la mesita del teléfono y marcó el número de información de Nueva York. Ni en Manhattan ni en Queens aparecía registrado Jeff o Jeffrey Winston. Tampoco encontraron a Linda o L. Winston. De todas maneras, había sido una posibilidad remota; no había motivos para pensar que hubiera vuelto a Nueva York. Pamela volvió a llamar a información, pero esta vez de la ciudad de Orlando. Sus padres aparecían en el listín. Llamó y se puso la madre de Jeff.
—Hola, soy Pamela Phillips y…
—¡Santo cielo! Jeff nos comentó que trataría de ponerse en contacto con él, pero de eso hace siglos. Como tres años, me parece, puede que cuatro.
La voz de la mujer sonó más lejana al apartarse del teléfono para gritar:
—¡Cariño! Es esa chica de apellido Phillips que Jeff nos dijo que a lo mejor llamaba,
¿te acuerdas? ¿Podrías pasarme el sobre que nos mandó? —Volvió al teléfono y añadió—: ¿Pamela? Espere un momento, querida, tengo aquí un mensaje de Jeff para usted. Mi marido me lo traerá ahora mismo.
—Gracias. ¿Podría decirme dónde está Jeff, dónde vive ahora?
—En California, en un pueblecito de las afueras, según nos contó él; se llama Montgomery Creek, está cerca de Oregón.
—Sí, ya sé dónde está.
—Nos comentó que lo sabría. Se imagina, ni siquiera teléfono tiene ahí. No sabe lo preocupada que me tiene el pensar qué hará si tiene alguna urgencia, pero nos dice que para eso tiene una radio de onda corta. No sé qué bicho le ha picado, imagínese, un hombre adulto como él, dejar el trabajo, abandonar a su mujer y… Oh, perdone. Espero no haber metido la pata y dicho algo…
—No se preocupe, señora Winston, de veras.
—En fin, que fue algo de lo más raro. Una podría esperarse ese tipo de tonterías de un joven universitario, pero de un hombre de su edad… pronto cumplirá cuarenta, ¿sabe? Ah, gracias, querido. ¿Pamela? Tengo ese sobre que nos envió para cuando nos llamara. Me dijo que lo abriéramos y que le leyéramos la nota. ¿Quiere ir a buscar un lápiz para apuntar?
—Ya lo tengo.
—Bien, déjeme ver… Mmm. Caramba, después de tanto tiempo y de tanto misterio, me esperaba mucho más que esto.
—¿Qué dice la nota?
—Es sólo una línea. Dice: «Si vas a venir, asegúrate de traer a los niños. Te quiero. Jeff». No pone nada más. ¿Lo ha apuntado? ¿Quiere que se la vuelva a leer?
—No —dijo Pamela, mientras se iba sonrojando y en sus labios se dibujaba una amplia sonrisa—. Muchísimas gracias, pero la he entendido perfectamente. Colgó y miró hacia la escalera. Christopher y Kimberly ya eran mayorcitos. Al principio no les haría gracia el tener que marcharse de casa, pero sabía que no tardarían en quedar encantados con Montgomery Creek y con Jeff.
Además, pensó Pamela mordiéndose el labio, no sería por mucho tiempo. Volverían a New Rochelle, con su padre, antes de empezar el bachillerato.
Tres años y medio. Su último replay; los últimos meses y días de su vida descomunalmente extensa. Pensaba disfrutarlos todos al máximo.
Era una de esas lluvias que no se decide a parar pero tampoco a caer a mares, sino que continúa bajando de los cielos con una insistencia intermitente y aburrida. Llevaban dos días encerrados en la cabaña; empezaba a oler a encierro; en el aire flotaba el olor húmedo del moho de un chaleco de cuero que Christopher había dejado toda la noche colgado en la barandilla del porche y que a la mañana siguiente había entrado para secar junto a la estufa.
—¡Kimberly! —gritó Pamela con exasperada consternación—. ¡Haz el favor de dejar de golpear ese plato!
—No te oye —le dijo Christopher, y se inclinó sobre la mesa para quitarle el audífono en miniatura que tenía su hermana en la oreja izquierda—. Dice mamá que la cortes —le gritó por encima de los sonidos metálicos de Like a virgin de Madonna.
—Por cierto, apaga ese trasto —le ordenó Pamela—. Es de mala educación escuchar música cuando estamos comiendo. La niña demostró su agravio con una mueca y un puchero, pero se quitó los audífonos y guardó el Walkman tal como le habían mandado.
—Quiero otro vaso de leche —pidió con tono petulante.
—Se nos ha acabado —le recordó Jeff—. Mañana por la mañana iré al pueblo y traeré más. Si quieres puedes acompañarme; tal vez deje de llover y podremos pasear junto a las cascadas.
—Ya las he visto —protestó Kimberly—. Quiero ver el canal MTV. Jeff lanzó una sonrisa tolerante y le dijo:
—En eso sí que no te podré complacer, chica. Pero podríamos escuchar la radio de onda corta, a ver qué dicen en China o en África.
—¡Me importan un pimiento la China y el África! ¡Estoy aburrida!
—¿Por qué no conversamos? —sugirió Pamela—. Es lo que la gente hacía antes.
—Sí, claro —masculló Christopher—. ¿Se puede saber de qué podían hablar tanto?
—A veces se contaban cuentos —intervino Jeff.
—Buena idea —dijo Pamela, animándose—. ¿Queréis que os cuente un cuento?
—¡Jo, mamá! —protestó Christopher—. ¿Qué te has creído que estamos en el parvulario o qué?
—No sé —comentó Kimberly, poniéndose pensativa—. A lo mejor sería divertido oír un cuento. Hace tiempo que no nos cuentas uno.
—¿Estás dispuesto a intentarlo al menos? —preguntó Pamela a su hijo. El chico se encogió de hombros y no le contestó.
—Bueno —comenzó Pamela—. hace miles de años había un delfín hembra que se llamaba Cetácea. De repente un día se dio cuenta de que en la cabeza tenía una nueva percepción, como si le hubiera caído de más allá del cielo que había sobre su océano. Esto ocurrió en los tiempos en que los delfines y las personas hablaban de vez en cuando, pero…
Y con la suave música de fondo de la lluvia estival, les contó la historia de Starsea, del vínculo común de amor y esperanza que unía a las criaturas inteligentes de la tierra, el mar y las estrellas… y de la pérdida catastrófica que impulsó a la humanidad al triste momento en que se produjo su primer contacto pleno con sus congéneres del océano. Al principio los niños se mostraron impacientes, pero a medida que el cuento avanzaba, fueron escuchando con fascinación creciente mientras su madre recreaba oralmente la película que en otra vida la había hecho acreedora de fama mundial y que le había permitido conocer a Jeff. Cuando hubo terminado, Kimberly lloraba sin tapujos, pero había en sus ojos de niña un brillo de embeleso ultramundano; Christopher había vuelto la cara hacia la ventana y se pasó un buen rato sin pronunciar palabra. Poco antes del anochecer, un haz de sol se abrió paso en el cielo encapotado, y Jeff y Pamela salieron al porche para ver cómo iba desapareciendo lentamente. Los niños prefirieron quedarse dentro; Kimberly tomó prestadas las acuarelas de Pamela y se puso a pintar estrellas y delfines, mientras que Christopher se enfrascó en uno de los libros de John Lilly.
La luz cambiante jugaba vivazmente por la pradera empapada de lluvia, una infinidad de gotitas como cuentas de collar depositadas en la hierba recién cortada brillaban como joyas sobrenaturales en un campo de fuego verde. Jeff permaneció callado, detrás de Pamela, rodeándole la cintura con los brazos mientras el pelo de ella le rozaba la mejilla. Justo antes de que la luz se apagara, le susurró algo al oído, un verso de Blake:
—Ver un mundo en un grano de arena y un paraíso en una flor silvestre. Ella le aferró las manos y completó la cita con voz queda…
—Tener el infinito en la palma de la mano y la eternidad en una hora. El avión remolcador rodó por la pista hasta llegar a su sitio y cuando se detuvo por completo, con los motores aún en marcha, el auxiliar de pista salió corriendo para enganchar la cuerda de nailon de sesenta metros del planeador al gancho que había en la cola del Cessna.
—Christopher, ¿quieres comprobar los controles por mí? —le preguntó Jeff al chico, que ocupaba el asiento del aprendiz, delante de él.
—Sí, claro —contestó el hijo de Pamela.
Su tono serio denotaba el orgullo que le producía el tomar parte en los preparativos y no limitarse simplemente a que lo llevaran a dar un paseo. El chico movió la palanca de mando del planeador hacia la derecha y la izquierda y los alerones de la punta de cada ala respondieron; luego echó la palanca de mando hacia adelante y hacia atrás y Jeff se volvió para comprobar si el elevador de la cola de la embarcación subía y bajaba, como debía hacerlo, seguido de la oscilación del timón cuando Christopher pisó los pedales. Todos los controles parecían encontrarse en buen estado y Jeff sonrió para indicarle su aprobación.
El avión remolcador situado delante de ellos empezó a avanzar despacio hasta que la cuerda se tensó. El timón del piloto se movió preguntando «¿Listos?» y Jeff le contestó moviendo su propio timón de derecha a izquierda. El Cessna avanzó por la pista arrastrando tras de sí al planeador. El encargado de las alas corría a la par manteniendo equilibrada la embarcación y de cara al viento. Jeff no apartaba la vista del avión remolcador, calculando el nivel de sus alas por la línea del horizonte. Fueron ganando velocidad, el auxiliar de pista lo soltó, Jeff se reclinó en el asiento y movió suavemente la palanca de mandos; estaban en el aire. Por el rabillo del ojo Jeff vio pasar trocitos de nubes blancas y algodonosas junto al pie de la montaña que tenía delante. Buena señal; eso significaba que el aire era húmedo e inestable y que se estaban desarrollando corrientes térmicas. Pero no tenía tiempo de buscarlas; miró fijamente al avión remolcador que mantenía tirante la cuerda de nailon y giró suavemente al girar el Cessna.
Tomaron altura, novecientos metros por encima de las laderas más bajas de la montaña. Jeff tiró del botón de desconexión, esperó un momento para ver la cuerda de remolque desprenderse como una banda de goma y luego empezó el ascenso hacia la derecha mientras el avión remolcador viraba hacia la izquierda e iniciaba el descenso. El ruido del motor del Cessna se perdió en la lejanía cuando se dirigió al aeropuerto del que acababan de salir; pronto no se oyó más que el sonido del viento al friccionar contra la cabina de plexiglás. Volaban tranquilamente, sin motor.
—¡Caray, Jeff! ¡Esto es genial!
Jeff sonrió y asintió mientras Christopher se giraba en su asiento con los ojos brillantes y muy abiertos para contemplar lo que había a sus espaldas. Jeff hizo que el planeador describiera un largo rizo y, aprovechando la energía que les quedaba de la velocidad de remolque, procuró ganar la mayor altura posible. La cúspide blanca e irreal del monte Shasta se deslizó a su izquierda para reaparecer delante de ellos como un faro brillante de sol que los instaba a seguir subiendo.
Jeff miró hacia el suroeste, donde el pueblo que llevaba el mismo nombre que la montaña, aparecía acunado en el bosque de pinos. Se les acercó un segundo Cessna monomotor tirando de otro planeador blanquiazul. Jeff describió un círculo perezoso mientras la velocidad bajaba a la normal de crucero de sesenta a setenta kilómetros la hora y esperó que el otro planeador se les uniera.
Cuando se encontraba a un kilómetro de distancia, el segundo planeador se soltó de su cordón umbilical y se elevó alejándose del remolcador describiendo una maniobra idéntica a la que Jeff acababa de hacer. Christopher apretó la cara contra la cabina transparente y contempló al recién llegado que se les acercaba raudo para colocarse a su lado en formación.
Pamela les sonrió y los saludó con el pulgar en alto desde el asiento trasero de mando; en el asiento delantero, Kimberly sonreía extasiada, al tiempo que saludaba con la mano a Jeff y a Christopher.
Jeff le dio un toque suave al pedal del timón izquierdo y con la palanca de mandos inclinó las alas hacia la izquierda; salió así del rizo que estaban haciendo y se dirigió hacia la masa simétrica de la montaña. Pamela lo siguió de cerca y por la derecha. Cuando se acercaron a la ladera y la inclinación de ésta se hizo más pronunciada, fue como si las copas nevadas de los árboles que allí crecían los estuvieran rozando. Un ciervo solitario levantó la cabeza y dio un respingo, luego se quedó traspuesto mirando a los dos enormes pájaros mudos que volaban en lo alto. Un poco más lejos, en la misma ladera, Christopher descubrió entusiasmado un enorme oso negro que ni siquiera se había percatado de las extrañas criaturas metálicas que surcaban su cielo. En la parte posterior de la montaña, pasaron por entre dos laderas donde se encontraron con una corriente ascendente. Jeff y Pamela planearon durante varios minutos por el pasillo formado entre ambas laderas observando la nieve silenciosa e intacta que parecía tan cerca que daba la impresión de que con sólo tender la mano se podría coger un puñado. Hacia el este de la montaña, Jeff descubrió entonces las finas volutas de una nube formada contra el cielo azul. Rompió la formación y se dirigió hacia la condensación recién formada. Al llegar a ella, su ala derecha se levantó ligeramente y de inmediato viró en esa dirección. Al hacerlo, el planeador comenzó a elevarse y para frenarlo giró despacio. El planeador subió espectacularmente sin parar.