Volver a empezar (36 page)

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Authors: Ken Grimwood

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Volver a empezar
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El agua estaba tranquila y azul, y mientras caminaban por las dunas veían la corcova de la isla de Poplar, cerca de la costa oriental. Un grupo de barcas pescaba entre las boyas indicadoras, recorrían la bahía de Chesapeake, donde abundaban las ostras. Jeff y Pamela trataron de consolarse con la engañosa tranquilidad de aquella escena conocida e hicieron lo posible por no reparar en las dos parejas de hombres con traje oscuro que los vigilaban a escasos metros de distancia.

—¿Por qué no le mentimos? —le preguntó Pamela—. Dile que habrá una guerra si continúa la presencia militar en Irán. Dios santo, por lo que sabemos podría haberla. Jeff se detuvo y recogió un palito de madera dejado por el mar.

—Se darían cuenta, sobre todo si nos ponen pentotal.

—Pero podríamos intentarlo.

—Cualquiera sabe el efecto que podría tener una mentira así. Reagan sería capaz de lanzar un ataque preventivo. Podríamos acabar provocando una guerra que aún se puede evitar.

Pamela se estremeció.

—Stuart McCowan estará contento —dijo amargamente—, esté donde esté.

—Hicimos lo que considerábamos conveniente. Nadie pudo haber previsto este resultado. No todo ha sido negativo, también hemos salvado muchas vidas.

—¡No puedes poner la vida humana en una hoja de balance!

—No, pero…

—Ni siquiera hacen nada por evitar las tormentas y los accidentes de aviación —dijo, disgustada, pateando un montón de arena—. Quieren que todo el mundo, especialmente los soviéticos, crean que hemos desaparecido, por eso dejan morir inútilmente a toda esa gente.

—Como se han muerto siempre.

Pamela se volvió hacia él, con el rostro cargado de una ira que jamás le había visto.

—¡Eso no lo justifica, Jeff! Se suponía que esta vez íbamos a hacer del mundo un sitio mejor, más seguro…, pero lo único que nos importaba en realidad éramos nosotros mismos, averiguar cuánto más iban a durar nuestras preciosas vidas, y ni siquiera hemos logrado saberlo.

—Todavía es posible que los científicos encuentren una…

—¡Me importa una mierda! Cuando veo las noticias y me doy cuenta de las muertes que hemos provocado con lo que le hemos contado a Hedges, los atentados terroristas, las acciones militares, puede que incluso una guerra a gran escala… ¡Cuando veo todo eso. me digo a mí misma que ojalá no hubiera hecho nunca esa mierda de película y ojalá no hubieras ido nunca a Los Ángeles y ojalá no me hubieras encontrado!

Jeff tiró el palito y la miró con una expresión incrédula y dolida.

—No lo dices en serio.

—¡Claro que sí! ¡Lamento haberte conocido!

—Pamela, por favor… —Le temblaban las manos y tenía el rostro enrojecido por la rabia.

—No pienso hablar más con Hedges. Y contigo tampoco. Me instalaré en uno de los cuartos de la tercera planta. Ya les puedes contar lo que te salga de las narices.

¡Adelante, métenos en una guerra, y que reviente el mundo entero!

Se dio media vuelta y echó a correr, resbaló torpemente en la arena, recuperó el equilibrio y salió disparada hacia la casa en la que estaban prisioneros. Una de las parejas de guardias corrió tras ella y la otra se acercó a Jeff por ambos lados. Él la vio partir, vio cómo los hombres la escoltaban hasta el interior de la casa; Hedges estaba en la puerta y Jeff oyó a Pamela que le gritaba, pero una ráfaga de viento estival sopló de la bahía y se tragó sus palabras ahogando el sentido de sus gritos.

Despertó en una corriente de aire frío con olor a sintético. Unos rayos finos y punzantes de sol se colaban por las tablillas entrecerradas de las persianas venecianas de la ventana iluminando el dormitorio parcamente amueblado. Un estéreo portátil descansaba en silencio en el suelo, delante de la cama, sobre la cómoda, encima de un montón de ropa, se veía un viejo magnetofón de cassettes con micrófono y el logotipo de WIOD. Por encima del murmullo del aire acondicionado, Jeff oyó un repiqueteo lejano, era el timbre de una puerta; fuera quien fuese, se iría si no le hacía caso. Echó un vistazo al libro que tenía en la mano, Incidente en el motel de Argelia, de John Hersey. Lo lanzó a un costado, sacó los pies de la cama y se acercó a la ventana. Levantó una de las tablillas blancas de la persiana, espió y vio una extensión de altas palmeras reales, detrás de las cuales no había más que marismas hasta donde alcanzaba el horizonte. El timbre de la puerta volvió a sonar y oyó después el silbido de un avión que se aproximaba, lo vio sobrevolar a unos cuantos cientos de metros detrás de las palmeras. Jeff se dio cuenta de que iba a aterrizar en el aeropuerto internacional de Fort-Lauderdale-Hollywood. Se encontraba en su apartamento de Dania, a kilómetro y medio de la playa, demasiado cerca del aeropuerto, pero había sido la primera vivienda que había tenido, el primer lugar enteramente privado en el que se había instalado como adulto. Había conseguido su primer empleo como periodista a tiempo pleno en Miami, al comienzo de su carrera. Inspiró hondo una bocanada del aire frío, con olor a encierro, y se sentó en la cama revuelta. Había muerto en horario, a la una y seis minutos del dieciocho de octubre de 1988; no había estallado una guerra, aunque el mundo había estado…

Volvió a sonar el timbre de la puerta, esta vez un timbrazo prolongado, insistente. Maldición, ¿por qué no se iban? Se hizo un silencio y luego volvió a sonar por cuarta vez. Del montón de ropa que había sobre la cómoda, Jeff se puso una camiseta y un par de téjanos cortados como bermudas y salió con rabia del dormitorio para sacarse de encima a quien fuera que estuviese llamando a la puerta. Al entrar en el salón topó de lleno con una pared inmóvil de aire húmedo y sofocante; el aire acondicionado de ese cuarto debía de estar estropeado, por eso estaba en su dormitorio en pleno día. Hasta el helecho de hoja ancha que había en un rincón estaba lacio, vencido por la fuerza del calor claustrofóbico. Jeff abrió la puerta justo cuando el timbre volvía a repiquetear con urgencia. Se encontró con Linda que le sonreía, los mechones dorados de su cabellera castaña destacaban bajo el sol que la iluminaba por la espalda. Su mujer, la que había sido su mujer, con la que aún no se había casado; Linda que le sonreía con la extravagancia indisimulada de su amor reciente y que le tendía un ramo de margaritas. Era como si le ofreciera todas las margaritas del mundo, como si en aquel rostro dulce e inolvidable brillara toda la dicha ardiente y la generosidad de la juventud. Jeff notó que los ojos se le llenaban de lágrimas, pero no pudo apartar la vista, no pudo pestañear siquiera, porque no quería perderse ni un solo instante de aquella visión que había guardado en su recuerdo durante tantos años, y que ahora tenía ante sí, recreada en todo su amoroso resplandor. Había pasado tanto, tanto tiempo…

—¿No vas a invitarme a entrar? —le preguntó ella con tono aniñado, tímido y provocativo a la vez.

—Esto…, sí, claro. Perdóname, anda, pasa. Es…, es estupendo. Las flores son preciosas. Gracias. No me lo esperaba.

—¿Tienes dónde ponerlas? ¡Caramba, hace más calor aquí que en la calle!

—Se ha estropeado el aire acondicionado, iba…, espera, deja que me fije si tengo algo donde poner las flores.

Echó una mirada distraída a la habitación y trató de recordar si tenía algún florero.

—¿No estará en la cocina? —sugirió Linda.

—Sí, buena idea, déjame que lo mire. ¿Quieres una cerveza, una Coca-Cola?

—Un poco de agua fría.

Lo siguió hasta la cocina desordenada y encontró un florero para las margaritas mientras él le servía un vaso grande de agua de la jarra que había en la nevera.

—Gracias —le dijo ella, abanicándose con la mano abierta mientras Jeff arreglaba las flores—. ¿No podríamos abrir las ventanas?

—El aire acondicionado de mi dormitorio funciona bien. ¿Por qué no nos vamos allí?

—De acuerdo. Será mejor que llevemos las flores. Con este calor se marchitarán. Colocó las margaritas en una mesilla y observó a Linda haciendo piruetas delante de las salidas del aire acondicionado; su espalda, que el vestido escotado dejaba al desnudo, se veía perlada de sudor.

—¡Aah, qué delicia! —exclamó, levantando los brazos delgados por encima de la cabeza. Los pechos pequeños y firmes se elevaron debajo del fino vestido blanco. Jeff recordaba que la otra vez habían hecho exactamente lo mismo: buscar un florero para las margaritas, entrar en su dormitorio para estar frescos, y ella había girado y posado tal como en ese instante… ¿Cuánto tiempo había pasado? Varias vidas, varios mundos.

Sus grandes ojos castaños, la húmeda calidez con que lo miraban: Dios santo, hacía siglos que nadie lo miraba de aquel modo. Pamela se había encerrado en el último piso de la residencia gubernamental de Maryland, tal como había amenazado, y en las raras ocasiones en que se dignaba a cenar con el resto, procuraba que sus miradas no se encontrasen. En los últimos nueve años, los ojos que Jeff mejor recordaba eran los peligrosos y azules de Russell Hedges que lo observaban con creciente malicia a medida que el mundo se hundía en un caos infernal de atentados terroristas, conflictos limítrofes y confrontaciones de Estados Unidos con la Unión Soviética de los que Jeff nada sabía ni nada podía predecir.

Jeff se preguntó entonces qué sería de aquel mundo drásticamente alterado, si es que continuaba existiendo en su línea temporal divergente, siguiendo el curso que él y Pamela, impulsados por las mejores intenciones, le habían dado sin querer. En Estados Unidos llevaban ya tres años en estado de sitio como consecuencia de la destrucción del puente de Golden Gate por parte del Escuadrón Noviembre y la matanza en el edificio de las Naciones Unidas. Las elecciones presidenciales de 1988 se habían suspendido indefinidamente debido a la prohibición de reunirse en público, y los jefes de las tres principales agencias de espionaje eran quienes en realidad ejercían el control del país «mientras durara la emergencia». Daba la impresión de que se estaba gestando un estado norteamericano de corte fascista; evidentemente, desde el principio ése había sido el objetivo del movimiento terrorista internacional. Sus miembros no habían pretendido otra cosa que provocar el nacimiento de un régimen genuinamente opresivo en Estados Unidos, un régimen que hasta los ciudadanos de a pie quisieran derribar. A menos que, por supuesto, el triunvirato decididamente anticomunista formado por la CÍA, la Agencia Nacional de Seguridad y el FBI, que llevaba interinamente las riendas del gobierno, decidiera desencadenar el conflicto nuclear que desde finales de los setenta amenazaba con estallar. Linda estaba de pie, dándole la espalda sedosa y desnuda a la fría ráfaga de aire, mientras mantenía los ojos cerrados y con una mano se sujetaba el pelo en lo alto de la cabeza para que el fresco le diera en el cuello delgado. Los haces de luz que se filtraban por las persianas dejaban entrever a través del blanco vestido un trozo de sus piernas de bailarina.

Pamela había hecho bien al volverse en su contra, pensó Jeff angustiado; había hecho bien denunciando lo que ambos habían provocado sin darse cuenta, por más que sus intenciones hubiesen sido altruistas. Al darse a conocer al mundo y al hacer tratos con el gobierno a cambio de la escasa información que habían recibido, habían sembrado las semillas de un vendaval maligno que germinarían ahora en otro mundo. Quedaba aún por ver si ella, o para el caso si cualquiera de los dos, serían capaces de perdonarse por la brutal violencia que habían desencadenado en el mundo en nombre de la benevolencia y la comprensión. Pasarían años, tal vez diez o más, antes de que pudiera tratar de volver a hablarle, antes de que pudiera tratar de superar la distancia que los separaba y de aceptar el fracaso absoluto de sus esfuerzos por mejorar la suerte de la humanidad. El mundo estaba perdido, como perdida estaría Pamela durante los años venideros y quizá para siempre.

—Hazme cosquillas —le pidió Linda con su voz dulce y clara, y por un instante Jeff no supo a qué se refería.

Luego se acordó de las caricias delicadas que tanto le habían gustado, cuando él deslizaba lentamente las puntas de los dedos por su piel, con tanta sutileza que parecía que no la tocaba siquiera. Sacó una margarita del ramo que le había regalado y utilizó sus aterciopelados pétalos para trazar una línea imaginaria desde su oreja, pasando por el cuello y el hombro, bajando por su brazo derecho y vuelta a subir por el izquierdo.

—Aah, qué gusto —murmuró—. Aquí, aquí, acaricíame por aquí.

Se bajó los finos tirantes del vestido y dejó que sus pechos juveniles quedaran al descubierto. Jeff la acarició con la flor y se inclinó para besarle los pezones cuando se le pusieron erectos.

—¡Ah, me encanta! —suspiró—. Te quiero.

Y en aquel día perfecto, vivido por segunda vez, aceptó el ansiado consuelo que le ofrecía la pasión y el afecto incondicionales de esa mujer con la que hacía tanto tiempo que no compartía esos sentimientos. En el amor que ella le prodigaba, encontró él su amor por ella, y entonces volvió a renacer.

Los mechones cetrinos de la cabellera de Linda se habían vuelto de un rubio más claro aún después de pasar varios días bajo el sol marroquí, dando la impresión de que su cabello reflejara la luz imaginaria del enorme tapiz dorado que decoraba la extensa barra. Se aferró de la barandilla de la barra riendo a carcajadas, mientras el barco se mecía suavemente en las olas del Atlántico Norte. Su copa de gin tonic comenzó a deslizarse por la superficie inclinada de roble, la atrapó con un diestro movimiento y el hielo de la copa tintineó con su risa.

—Encoré, madame? —le preguntó el camarero. Linda se volvió hacia Jeff y le preguntó:

—¿Quieres otra copa?

Él negó con la cabeza y apuró su Jack Daniel's con soda.

—¿Por qué no damos un paseo por la cubierta? Hace una noche cálida, me gustaría mirar el mar. —Apuntó el número de su camarote en la cuenta y se la entregó al camarero—. Merci, Raymond; á demain.

—Á demain, monsieur; merci.

Jeff cogió a Linda por el brazo, cruzaron el Bar Riviera que se mecía ligeramente y salieron a la Cubierta Mirador. Las llamativas chimeneas rojinegras del vapor France se proyectaban hacia el cielo nocturno, sus elegantes aletas horizontales parecían las aletas inmóviles de dos gigantescas ballenas cogidas en pleno salto. El barco se elevó y cayó suavemente en el surco formado entre las grandes olas tranquilas. No había nubes que cubrieran a las estrellas, pero hacia el sur, una línea de densos nubarrones encendía el horizonte con sus constantes descargas de truenos. La tormenta avanzaba hacia ellos, aunque a la velocidad de treinta nudos se liberarían de la tempestad antes de que sus violentos vientos y su lluvia arreciaran sobre esa parte del océano. Jeff pensó entonces que Heyerdahl no habría podido permitirse el lujo de escapar a semejante furia; él habría visto la tormenta inminente con diferentes ojos, cautelosos y preocupados, mientras maniobraba la caña del timón de su barca de papiro, tan lejos de tierra firme. Había sido una tormenta como aquélla la que el año anterior le había obligado a abandonar su barca averiada en alta mar, a novecientos kilómetros de su objetivo.

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