—¡Esperad hasta que dé la orden! —bramó Jonat.
Los vagrianos atacaron con un rugido súbito. Dardalion tragó con fuerza y desenvainó las espadas.
—¡Ahora! —bramó Jonat. El enemigo estaba a apenas treinta pasos de la brecha. Las flechas llovieron sobre la fila que avanzaba, pero casi todas rebotaron en los escudos redondos ribeteados en bronce. Otras pasaron de largo junto a los yelmos negros, pero varios atacantes cayeron cuando las flechas de puntas curvadas penetraron en los cuellos desprotegidos.
Otra andanada dio en el blanco mientras los vagrianos ganaban la brecha; esta vez cayeron de espaldas más de una docena de guerreros. Ya habían llegado a las carretas. Un soldado fornido trepó sobre la estructura de madera con la espada en alto, pero la saeta de Waylander le atravesó el yelmo por encima de la oreja derecha y cayó sin un sonido. Otra le perforó el cuello al soldado que iba detrás.
Jonat había apostado bien a los defensores. En las almenas del norte había una docena de soldados. De rodillas, lanzaban una flecha tras otra mientras el enemigo pugnaba por apartar las carretas. En el patio otros veinte arqueros rechazaban sin esfuerzo a los atacantes. El número de cadáveres iba en aumento, pero aun así los vagrianos proseguían su avance.
Waylander oyó un ruido de arañazos detrás de él; al volverse vio una mano aferrada al muro: un soldado vagriano escalaba la muralla. Lo siguió otro, y otro más. Waylander alzó la ballesta y disparó; el primer soldado se echó hacia atrás y cayó. El segundo recibió una saeta en el hombro, pero siguió avanzando con un bramido de rabia. El asesino bajó la ballesta, desenvainó la espada para bloquear un golpe descendente y le pegó una patada en la ingle. Mientras el soldado se tambaleaba, Waylander le asestó un corte en el cuello. El hombre se precipitó al patio.
Waylander se echó de rodillas al ver que otro guerrero le dirigía un peligroso golpe a la cabeza. Le lanzó una estocada ascendente y notó cómo la hoja se le hundía en la ingle. Waylander lo apartó de una patada y se enfrentó a otro soldado, pero éste cayó de repente hacia delante con una flecha clavada en el cuello. Un soldado drenai salió por la entrada de la torre empuñando el arco; le dirigió a Waylander una amplia sonrisa y avanzó cojeando.
Abajo, cuatro vagrianos habían conseguido colarse entre los disparos cruzados y saltaban al patio. Jonat mató al primero con un revés en el cuello. Dardalion se adelantó a la carrera; el corazón le latía violentamente. Blandió la espada contra uno de los guerreros enemigos. Éste la desvió y lo golpeó con el escudo. Dardalion trastabilló y cayó de espaldas sobre el empedrado. El vagriano le lanzó un tajo; el sacerdote rodó sobre sí mismo y la espada chocó con estrépito contra el empedrado. Poniéndose de pie, Dardalion desenvainó su otra espada e hizo frente al guerrero. El hombre avanzó lanzando estocadas hacia la ingle de Dardalion. El sacerdote interceptó la hoja con la espada de la derecha, dio un paso adelante y dirigió la espada de la izquierda hacia la garganta de su adversario, que cayó de rodillas. La sangre brotaba a borbotones por debajo del yelmo negro.
—¡Cuidado! —aulló Waylander. Pero la espada de Dardalion se alzó demasiado tarde. Otro soldado vagriano que se había acercado a la carrera le lanzó un golpe a la cabeza. La hoja rebotó en el yelmo de plata y lo golpeó con estrépito en el hombro. Aturdido, trastabilló hacia atrás y el vagriano avanzó para liquidarlo.
Jonat despachó a otro hombre y al volverse vio a Dardalion en dificultades. Se acercó corriendo y saltó hacia el atacante catapultándolo al suelo con los pies. Se irguió tambaleante y se arrojó contra las espaldas del hombre; desenvainó una fina daga, le apartó el yelmo y le rebanó la garganta.
Un toque de clarín solitario atravesó el fragor de la batalla y los vagrianos se retiraron fuera del alcance de los arcos.
—¡Retirad los cadáveres! —gritó Jonat.
Waylander recuperó la ballesta y contó las saetas que le quedaban. Doce. Bajó al patio y se puso a registrar los cuerpos. Encontró otras quince en buenas condiciones.
Dardalion estaba sentado contra la muralla norte, aturdido e incapaz de ponerse de pie. Waylander se acercó y se arrodilló a su lado.
—Bebe —le dijo.
—Me siento mareado. —Dardalion apartó débilmente la cantimplora.
—No puedes quedarte aquí sentado, sacerdote; volverán en unos minutos. Vete al Torreón. —Dardalion intentó ponerse de pie. Waylander lo ayudó a levantarse y le preguntó—: ¿Puedes tenerte de pie?
—No.
—Apóyate en mí, entonces.
—No lo he hecho muy bien, Waylander.
—Has matado en combate a tu primer hombre. Por algo se empieza.
Se encaminaron juntos al Torreón y Waylander acostó al sacerdote sobre un banco. Danyal llegó corriendo con la cara pálida de preocupación.
—No está muerto, sólo algo aturdido —dijo Waylander. Sin hacerle caso, la joven se acercó a Dardalion, le quitó el yelmo y le examinó la cabeza en el sitio donde el yelmo estaba abollado. Tenía una herida superficial.
Llegó de la llanura el eco de un toque de clarín.
Waylander maldijo en voz baja y se dirigió a la puerta.
Para aliviar el dolor y el aturdimiento Dardalion liberó su espíritu y se remontó. Atravesando las paredes del Torreón, salió a la brillante luz del mediodía.
Abajo la batalla arreciaba. Waylander, de nuevo en las almenas, apuntaba con cuidado y lanzaba saeta tras saeta a medida que los vagrianos iban llegando. Jonat, lleno de una energía casi obsesiva, reunió veinte guerreros y arremetió contra los vagrianos que habían apartado las carretas. A derecha e izquierda, en las almenas, los arqueros drenai apuntaban cuidadosamente a su objetivo. El enemigo había conseguido trepar por las deterioradas murallas occidentales y había ocupado una posición sobre ellas. Tres hombres libraban allí un duro combate para contener la marea humana, Dardalion se les acercó flotando.
En medio de los tres había un oficial de mediana edad; su manejo de la espada era exquisito. Los tajos salvajes y el ataque fanático no iban con él. Luchaba con estilo y gracia sutil; su espada revoloteaba y no parecía tocar casi a sus adversarios que, sin embargo, caían uno tras otro, ahogándose en su sangre. Dardalion reparó en el rostro tranquilo, sereno incluso, y en su intensa concentración.
Con los ojos de su espíritu el sacerdote veía el aura oscilante que indicaba el estado de ánimo de cada uno de los hombres. El rojo brillante era el color predominante de todos los combatientes, excepto dos. El oficial brillaba con el azul de la armonía, y Waylander con el púrpura de la furia controlada.
Los vagrianos seguían atravesando las almenas de la muralla oriental, en tanto que Jonat y sus hombres se veían forzados a retroceder de la brecha en la muralla occidental. Waylander, agotadas sus saetas, desenvainó la espada y saltó de la muralla a la carreta que estaba debajo, magullando y tumbando a varios soldados vagrianos. Se puso de pie blandiendo la espada y mató a dos antes de que pudieran recuperar el equilibrio. Un tercero murió tan pronto movió la espada. Waylander bloqueó el golpe y le abrió la garganta con un rápido movimiento descendente.
En el Torreón, Danyal subió con las niñas a la torre por la escalera de caracol y las sentó de espaldas a la muralla. Allí el sonido de la batalla quedaba ahogado. Las abrazó.
—Estás muy asustada, Danyal —dijo Krylla.
—Sí —respondió Danyal—. Tendréis que cuidarme.
—¿Nos matarán? —preguntó Miriel.
—No… No lo sé, pequeña.
—Waylander nos salvará —afirmó Krylla—; siempre lo hace.
Danyal cerró los ojos y el rostro de Waylander le ocupó la mente: los ojos oscuros y hundidos bajo las cejas bien dibujadas, el rostro anguloso, la barbilla cuadrada, la boca amplia con esa media sonrisa ligeramente burlona.
Por encima del fragor de la batalla se oyó el grito de un hombre agonizante.
Danyal soltó a las niñas, se puso de pie y se asomó por la muralla almenada.
Waylander y un pequeño grupo de hombres intentaban abrirse paso hasta el Torreón, pero estaban prácticamente rodeados. Danyal no pudo seguir mirando y se derrumbó junto a las niñas.
Dentro del Torreón, Dardalion se animó y asió las espadas. Ya no se sentía tan aturdido, y la consciencia de una muerte inminente superaba al dolor. Se acercó a las puertas y tiró para abrirlas. Fuera, el sol brillaba tanto que los ojos le lagrimearon; parpadeando, vio que cuatro hombres se precipitaban hacia él.
El miedo lo dominaba, pero en lugar de reprimirlo lo liberó, lanzándolo con una potencia tremenda contra los cuatro soldados. La ráfaga mental los hizo tambalear. Uno de ellos cayó llevándose las manos al corazón y murió al cabo de unos segundos; otro dejó caer la espada y huyó gritando hacia la brecha. Los dos restantes, más fuertes de lo normal, simplemente se alejaron.
Dardalion avanzó hacia el grupo principal con los ojos muy abiertos, increíblemente azules, y las pupilas casi invisibles. Tenía cada vez más fuerza. Lanzó el miedo contra la masa de capas azules. Los hombres gritaban cuando los alcanzaba, y el pánico se extendió entre los vagrianos como una plaga. Se daban la vuelta sin hacer caso de las espadas de los drenai y se quedaban mirando al guerrero de plata que avanzaba hacia ellos. Uno de los que iban al frente cayó de rodillas temblando de manera incontrolable y se desmoronó, inconsciente.
Más tarde, cuando los sometieron a un interrogatorio intenso, ni un soldado vagriano fue capaz de describir el terror experimentado ni la espantosa amenaza que lo había provocado, aunque casi todos recordaban al guerrero de plata que fulguraba como fuego blanco y cuyos ojos irradiaban muerte y desesperación.
Los vagrianos rompieron filas y huyeron dejando caer las armas.
Dardalion los persiguió hasta la brecha empuñando las espadas; los drenai lo observaban sobrecogidos.
—Dioses de la Luz —susurró Jonat—. ¿Es un hechicero?
—Eso parece —dijo Waylander.
Los hombres rompieron filas y se abalanzaron sobre el sacerdote palmeándolo en la espalda. Trastabilló y estuvo a punto de caerse, pero los guerreros lo alzaron y lo llevaron en andas al Torreón. Waylander sonrió y meneó la cabeza.
—¿Dak? —dijo una voz—. ¿Eres tú? —Al volverse, Waylander vio a Gellan. Parecía más viejo, tenía menos pelo y la mirada cansada.
—Sí, soy yo. ¿Cómo estás, Gellan?
—No has cambiado ni un ápice.
—Ni tú.
—¿Qué ha sido de ti?
—He viajado bastante. Veo que te has quedado en la Legión. Pensaba que querías casarte y marcharte.
—Me casé y me quedé —dijo Gellan. Waylander leyó el dolor en su rostro, aunque Gellan intentara disimularlo—. Me alegro de verte. Hablaremos más tarde, hay mucho que hacer. —Se marchó.
—¿Sois viejos amigos? —preguntó Sarvaj.
—¿Qué? Sí.
—¿Cuánto hacía que no lo veías?
—Veinte años.
—Sus hijos murieron en la plaga de Skoda y su mujer se suicidó poco después.
—Gracias por decírmelo.
—Es un buen oficial.
—Siempre lo ha sido; es mejor de lo que él cree.
—Iba a retirarse este año; había comprado una granja cerca de Drenan…
Waylander observó a Gellan, que organizaba la asistencia a los heridos y la retirada de los cadáveres, y enviaba a algunos hombres a las almenas para vigilar a los vagrianos.
Waylander dejó a Sarvaj con la frase a medias y se encaminó al terraplén de la muralla occidental para recoger la ballesta. Allí sentado estaba un soldado drenai, el hombre que lo había salvado antes con una flecha bien calculada. Waylander no estaba de humor para charlas; pasó a su lado y recuperó el arma.
—¿Quieres beber? —El hombre le ofreció la cantimplora.
—No.
—No es agua —dijo el soldado con una sonrisa traviesa. Waylander dio un sorbo y los ojos se le dilataron—. Lo llaman fuego lentriano —añadió Vanek.
—¡Ya veo por qué!
—Proporciona dulces sueños —dijo Vanek. Se desperezó y apoyó la cabeza sobre los brazos—. Despiértame si vuelven, ¿de acuerdo?
Los vagrianos se habían retirado fuera del alcance de las flechas y, apiñados, escuchaban a su general. Waylander no podía oír qué decía, pero sus gestos eran bastante expresivos. Estaba a lomos de un alto caballo gris; la capa blanca ondeaba en la brisa de la tarde y agitaba el puño de manera exagerada. Los soldados parecían acobardados. Waylander se frotó la barbilla y tomó un buen trago de fuego lentriano.
¿Qué clase de hechizo había empleado el sacerdote para conseguir desmoralizar a esos excelentes guerreros? Dirigió la mirada al cielo y alzó la cantimplora hacia las nubes.
—Al fin y al cabo, tal vez tengas poderes —admitió.
Apuró otro trago y se sentó de golpe; la cabeza le daba vueltas. Colocó con mucho cuidado el tapón de la cantimplora y la dejó a su lado.
«Estúpido», se dijo. Los vagrianos volverían. Se rió entre dientes. ¡Que Dardalion se encargara de ellos! Aspiró profundamente y apoyó la cabeza en la piedra fría. El cielo era claro y brillante, pero unas formas oscuras se cernían sobre el fuerte.
—Oléis la muerte, ¿verdad? —dijo Waylander; el viento arrastró hacia él los chillidos estridentes de los cuervos. Waylander se estremeció. Ya conocía sus festines; los había visto arrancar los ojos de las órbitas o disputarse un jugoso bocado de un cadáver aún caliente. Dirigió la mirada al patio.
Estaban retirando los cuerpos. Amontonaban a los vagrianos fuera de la brecha y colocaban a los drenai lado a lado junto a la muralla norte, con el rostro cubierto por la capa. Había veintidós cuerpos alineados. Waylander contó los hombres que quedaban. Sólo se veían diecinueve; no eran suficientes para resistir otro ataque. Una sombra lo cubrió; levantó la vista y vio que Jonat le ofrecía un pequeño manojo de saetas.
—He pensado que podrías necesitarlas —le dijo el oficial.
—¿Quieres beber? —le preguntó Waylander, después de aceptarlas con una media sonrisa.
—No, gracias.
—No es agua.
—Lo sé, he reconocido la cantimplora de Vanek. Dun Gellan quiere verte.
—Ya sabe dónde estoy.
—Me agradas, Dakeyras. —Jonat se puso en cuclillas y sonrió sombríamente—. Sería impropio que tres hombres tuvieran que llevarte a rastras al Torreón, ¡impropio y ridículo!
—Tienes razón. Ayúdame a levantarme.
Waylander no tenía las piernas muy firmes, pero hizo un esfuerzo para acompañar a Jonat. Atravesaron la sala principal y se dirigieron a una pequeña habitación en la parte trasera. Gellan estaba sentado en un jergón, pluma en mano, redactando informes.