Waylander (15 page)

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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

BOOK: Waylander
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Y no te confundas, Gellan: lo que he dicho a los hombres no era mera retórica. Ganaremos. ¿No lo crees?

—Es difícil no creer lo que decís, general. Los hombres opinan que si quisierais que el cielo fuera verde en vez de azul, treparíais a una montaña y lo pintaríais mientras pasa.

—Y tú, ¿qué piensas?

—Me avergüenza admitir que estoy de acuerdo con ellos.

—Los hombres necesitan líderes, Gellan. Alguien con sangre en las venas. Cuando la moral se hunde, la victoria es imposible. Recuérdalo.

—Lo tengo presente, señor. Pero no soy bueno para los discursos.

—Por eso no te preocupes; de los discursos me encargo yo. Hoy has hecho un buen trabajo y estoy orgulloso de ti. ¿Sabes que Purdol todavía resiste?

—Me alegro de saberlo, señor.

—Mañana voy para allá.

—Pero está rodeada.

—Lo sé, pero es importante que la fortaleza resista. Mantiene ocupada a la mayor parte de las fuerzas vagrianas.

—Con vuestro permiso, señor, es mucho más importante que conservéis la libertad. Se dice que vuestra cabeza vale diez mil piezas de oro, casi tanto como la del propio Egel.

—¿Tan rápidamente has olvidado qué acabo de decir sobre el riesgo?

—Pero si se dan cuenta de que estáis en Purdol, redoblarán sus esfuerzos para tomarla y llevarán más tropas.

—¡Precisamente!

—Lo siento, señor, pero creo que es una locura.

—Ahí es donde tú y yo diferimos, Gellan. No ves las cosas con perspectiva. ¡Mírame! Soy demasiado corpulento, no me siento seguro cuando monto. No soy un general de caballería; dame un fuerte para tomar y estaré en mi elemento. Egel es un excelente estratega, un militar sagaz y experimentado. En Skultik no me necesitan. Si consigo entrar en Purdol, los vagrianos acumularán tropas allí, brindándole a Egel la oportunidad de salir del bosque.

—Veo la lógica del asunto, y no quiero parecer adulador, pero os necesitamos. Si os capturan o matan, la causa de los drenai estará prácticamente perdida.

—Es muy amable de tu parte. Pero el plan ya está decidido. ¿Qué te parecería venir conmigo?

—No me lo perdería por nada del mundo —dijo Gellan con una amplia sonrisa.

—Así me gusta —dijo Karnak—. Bien, ¿dónde está ese hechicero?

Gellan condujo al general al Torreón. Allí estaba Dardalion, sentado con las niñas.

—¿Es aquél? —preguntó Karnak, observando al joven de la armadura plateada.

—Me temo que sí —contestó Gellan.

—¿Eres Dardalion? —preguntó el general.

—Sí —contestó Dardalion, volviéndose. Se puso de pie y le hizo una reverencia.

—Soy Karnak.

—Lo sé, general. Bienvenido.

—Eres el hechicero más extraño que he visto.

—No se puede decir que sea un hechicero: no lanzo conjuros.

—Sin duda has arrojado uno a los vagrianos, has salvado el fuerte y a todos los que estaban en él. ¿Quieres venir conmigo?

—Será un honor.

—¿Sabes?, creo que la situación está dando un giro favorable —dijo Karnak. Sonrió a las niñas, pero éstas se escondieron detrás de Dardalion—. Si al menos pudiera esquivar a los soldados que rodean Purdol y a la maldita Hermandad Oscura, creo que estaríamos en condiciones de propinar unos cuantos golpes mortales a las esperanzas vagrianas.

—¿La Hermandad Oscura os persigue? —preguntó Dardalion.

—Desde hace meses. Y para colmo, se dice que han contratado a Waylander el Destructor para matarme.

—Me parece muy poco probable —dijo Dardalion.

—¿De verdad? ¿También sois profeta?

—No… Sí… No sería propio de Waylander.

—¿Lo conoces? —preguntó Karnak.

—Sí, lo conoce —dijo Waylander, irrumpiendo en la escalera con la ballesta en mano.

Karnak se volvió lentamente y Gellan se situó delante de él.

—Soy Waylander, y si quisiera mataros ya habríais muerto. Así que sólo tenéis que preocuparos por la Hermandad.

—¿Debo creerte?

—Sería lo más prudente dadas las circunstancias.

—Tengo cuatrocientos hombres dispuestos a acudir a mi llamada.

—Pero en este momento no están aquí, general.

—Es cierto —admitió Karnak—. ¿De modo que no has venido a matarme?

—No. Tengo otras cosas que hacer.

—¿Perjudicarán la causa drenai?

—¿Y sí así fuera? —preguntó Waylander.

—En ese caso, te partiría el cuello ahora mismo —dijo Karnak.

—Por suerte se trata de algo que ayudará a vuestra causa —dijo Waylander—. Me han encargado que le proporcione a Egel un traje nuevo: ¡la Armadura!

Avanzaron con cautela; una docena de exploradores se movía en círculos alrededor del grupo principal. El general marchaba en el centro del contingente escudado por seis jinetes. Dardalion cabalgaba a su izquierda y Gellan a la derecha. Detrás de ellos iban las carretas, cada una tirada por seis bueyes.

Danyal y las niñas viajaban en la primera con Vanek. Resultó ser un compañero muy divertido.

—Muy bien adiestrados, estos animales —dijo Vanek, muy serio, cuando los dos bueyes que iban en primera fila tiraron en direcciones opuestas—; obedecen todas mis órdenes. Hacen eso porque yo quiero.

Detrás de las carretas un centenar de hombres formaban la retaguardia comandados por Dundas, el ayudante de campo de Karnak: un joven de pelo rubio y expresión abierta y amigable. Junto a él cabalgaba Waylander, a quien no le cabía duda de que implícitamente era un prisionero; cuatro jinetes lo flanqueaban con la mano en la empuñadura de la espada.

Waylander disimuló su enojo y dejó divagar la mente mientras sus ojos se embebían de la belleza de la llanura de Sentran, donde el verde se fundía con el gris azulado de las montañas del norte. Al fin y al cabo, ¿qué importaba si lo mataban? ¿No había matado él a su rey? ¿Y qué tenía la vida de especial para desear prolongarla?

«Nada de eso tiene importancia —pensó. Las montañas se erguían cada vez más cercanas—. ¿Cuánta muerte han visto esos picos? ¿Quién se preocupará por esta guerra insignificante dentro de mil años?»

—Eres un compañero poco exigente —observó Dundas, levantándose el yelmo y pasándose los dedos por el cabello.

Waylander no respondió. Tiró de las riendas hacia la izquierda y se adelantó a medio galope, pero un jinete le bloqueó el paso.

—El general quiere que mantengamos la formación mientras estemos en terreno peligroso —dijo Dundas con amabilidad—. ¿Algún inconveniente?

—¿Y si lo tuviera?

—No será por mucho tiempo, te lo aseguro.

Fueron pasando las horas y Dundas se cansó de intentar entablar conversación con el guerrero de pelo oscuro. No sabía por qué Karnak deseaba que lo custodiaran y, a decir verdad, no le importaba. Al fin y al cabo, era la manera de Karnak de hacer las cosas: explicar sólo lo imprescindible y esperar que se cumplieran sus órdenes al pie de la letra. A veces resultaba terriblemente exasperante estar bajo su mando.

—¿Cómo es? —preguntó de repente Waylander.

—Discúlpame —dijo Dundas—, estaba distraído. ¿Qué decías?

—El general, ¿cómo es?

—¿Por qué quieres saberlo?

—Por curiosidad. Tengo entendido que fue Primer Dun al mando de una loma fortificada. Ahora es general.

—¿No has oído hablar de Hargate y del asedio?

—No.

—Me encantaría que el general te lo contara. La historia ya se ha embellecido con tantos detalles fantásticos que no me sorprendería que incluyera dragones. Pero aun así… ¿te gustaría oírla?

—¿Estabas allí?

—Sí.

—Bien. Prefiero los relatos de primera mano.

—Verás, como bien dices, Karnak era Primer Dun en Hargate. No es un fuerte grande, tal vez el doble que Masin, y hay… había… un poblado fuera de la fortaleza. Karnak tenía seiscientos hombres a sus órdenes. Los vagrianos invadieron Skoda y rodearon Hargate, exigiendo nuestra rendición. Nos negamos; el primer día rechazamos sus ataques y vimos que acampaban para pasar la noche. Durante el día habíamos perdido a sesenta hombres, pero aguantábamos bien y los vagrianos creían que nos tenían atrapados.

—¿Cuántos eran? —preguntó Waylander,

—Calculamos que unos ocho mil. En todo caso, Karnak había despachado exploradores para que vigilaran a los vagrianos, ya que no se fiaba jamás de sus promesas de paz, así que estábamos advertidos con anticipación de que nos atacarían. ¿Conoces Hargate? —Waylander asintió—. Entonces sabrás que hay un bosquecillo a cosa de una milla hacia el este. Karnak había apostado allí a trescientos hombres la noche anterior. Pues bien, mientras los vagrianos dormían en el campamento, cayó sobre ellos en el momento de mayor oscuridad, incendió las tiendas y ahuyentó los caballos. Nuestros guerreros hicieron tanto ruido que nos tomaron por todo un ejército drenai; abrimos las puertas y los atacamos de frente. Los vagrianos retrocedieron para recomponer la formación, pero al amanecer ya estábamos de camino a Skultik. Debemos de haber matado a más de ochocientos.

—Muy hábil —dijo Waylander—, aunque no se puede llamar victoria.

—¿Qué quieres decir? Nos aventajaban en más de diez contra uno.

—Exacto. Podríais haberos retirado al recibir las primeras noticias de la invasión. ¿Para qué enfrentarse?

—¿No tienes sentido del honor? Les dimos una lección; les enseñamos que los drenai no sólo saben huir, sino que también luchan.

—Aun así, tomaron el fuerte.

—No te entiendo, Dakeyras… o como te llames. Si para ti huir es tan importante, ¿por qué fuiste a Masin y ayudaste a Gellan y a sus hombres?

—Era el único lugar seguro. O mejor dicho, el más seguro que pude encontrar.

—Bien, en Skultik estarás bastante seguro. Los vagrianos no se atreven a invadirlo.

—Espero que los vagrianos lo sepan.

—¿Qué quieres decir? —replicó bruscamente el joven oficial.

—Nada. Háblame de Egel.

—¿Por qué? ¿Para que te burles de sus hazañas?

—Eres joven e impulsivo, y ves burla donde no la hay. Cuestionar una decisión militar no es una blasfemia. Es posible que, como dices, la decisión de Karnak de darles una lección fuera acertada; serviría para levantar la moral, por ejemplo. Pero lo que me choca es que fue una aventura arriesgada que podría haberse vuelto en su contra. ¿Y si el enemigo hubiera rastreado el bosque? Se habría visto obligado a huir, dejándote a ti y a trescientos hombres atrapados.

—Pero no lo hicieron.

—Exacto; y ahora es un héroe. Conozco a muchos héroes. Muchas personas mueren para que se forje su leyenda.

—Me sentiría orgulloso de morir por Karnak, es un gran hombre. Y cuídate de insultarlo, a no ser que quieras cruzar la espada con cualquiera que te oiga.

—Creo que tu mensaje está bien claro, Dundas. Lo reverenciáis.

—Y con razón. No pone a sus hombres en peligro sin arriesgarse él también. Siempre está en lo más reñido del combate.

—Muy sensato —observó Waylander.

—Ahora incluso planea ir en ayuda de Purdol. ¿Te parece un acto de vanagloria?

—¿Purdol? Está rodeada.

—Te agradeceré que no le digas a nadie sus planes. —Dundas se mordió el labio y volvió el rostro un momento, ruborizándose—. No debería habértelo contado.

—No tengo fama de parlanchín —dijo Waylander—. Ya está olvidado.

—Te lo agradezco mucho. Es sólo que estaba enfadado. Es un gran hombre.

—No tengo ninguna duda. Y ahora que tenemos confianza, supongo que no te opondrás a que me adelante a hablar con mis compañeros, ¿verdad?

—Claro que no. —El rostro de Dundas era la viva imagen de la confusión, pero al fin sus rasgos adoptaron una expresión resignada—. Yo también necesito que me dé el viento en la cara. Te acompañaré.

Espolearon los caballos y se dirigieron a medio galope al centro de la columna.

—Bienvenido a nuestro grupo, Waylander —dijo el general con una amplia sonrisa—. Acabas de perderte la historia de Hargate.

—No, Dundas me la ha contado. ¿Había dragones en vuestro relato?

—Todavía no —replicó Karnak—, pero estoy en ello. Ven, ponte a mi lado. Tengo entendido que tú y Gellan sois buenos amigos, ¿verdad?

—Nos conocíamos —intervino Gellan—, pero no mucho.

—No importa —dijo Karnak—. Dime, Waylander, ¿por qué te persigue la Hermandad?

—Maté al hijo de Kaem.

—¿Por qué?

—Su padre me debía dinero.

—¡Dios, me das asco! —exclamó Gellan irritado—. Disculpadme, general, pero necesito ir a dar una vuelta y estirar la espalda. —Karnak asintió y Gellan alejó su caballo del grupo.

—Eres extraño —dijo Karnak.

—Vos también, general. —Waylander sonrió con frialdad—. ¿Qué buscáis?

—La victoria. ¿Qué otra cosa hay?

—¿La inmortalidad?

—No me interpretes mal, Waylander. —Karnak sonrió—. No tengo un pelo de tonto. Soy presuntuoso. Soy engreído. Mi fuerza reside en que sé lo que soy. Soy el mejor general que conocerás nunca, el guerrero más grande de nuestro tiempo. Si, deseo la inmortalidad. Y no se me recordará como un buen perdedor. Puedes estar seguro.

Aunque avanzaron durante casi toda la noche, una repentina tormenta se abatió sobre la caravana y Karnak ordenó hacer un alto. Colocaron telas impermeables a los lados de las carretas para formar tiendas improvisadas y los hombres se apiñaron allí para protegerse de la lluvia que los azotaba.

Karnak se quedó cerca de Waylander, pero el asesino no pudo menos que reparar en la presencia de dos hombres armados que lo vigilaban constantemente. Tampoco se le escapó la mirada torva que Karnak le lanzó a Dundas cuando el joven oficial volvió con sus hombres. Aun así, el general, al menos en apariencia, seguía de buen humor. Sentado bajo la tosca tienda, con la ropa empapada pegada al cuerpo, Karnak podría haber tenido un aspecto ridículo. Le sobraban unos kilos y vestía de forma estrafalaria, de verde, azul y amarillo. Sin embargo, tenía un aspecto imponente.

—¿En qué piensas? —preguntó Karnak, cubriéndose con la capa.

—Me preguntaba por qué os vestís así —contestó Waylander con una mueca—. Camisa azul, capa verde y polainas amarillas. Parece que lo hubierais hecho por etapas en plena borrachera.

—Vestir a la moda no es lo mío —admitió Karnak—. Me visto para estar cómodo. Y ahora háblame de la Armadura de Egel.

—Un anciano me encargó que fuera a buscarla y acepté. No hay ningún misterio.

—Espléndido, ¡vaya manera de quitarle importancia al asunto! El anciano era Orien y la Armadura es un objeto legendario escondido en territorio nadir.

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