Los juglares darían saltos de alegría cuando se enteraran de que habían contratado a Cadoras para que diera caza a Waylander.
Waylander giró al oeste siguiendo la línea de las montañas de Delnoch, hasta que llegó a un gran claro donde había unas treinta carretas esperando. Hombres, mujeres y niños estaban sentados junto a las hogueras en las que se preparaba el desayuno mientras el gigante Durmast recorría los grupos recogiendo el dinero.
Al dejar atrás el bosque se relajó y entró a medio galope en el campamento. Quitó las saetas de la ballesta y aflojó las cuerdas; sujetó el arma al cinturón y desmontó. Durmast, que llevaba dos alforjas de cuero colgando sobre uno de sus hombros gigantescos, lo vio y agitó la mano. Descargó los fardos en una carreta cercana y se aproximó a Waylander.
—Bienvenido —dijo con una amplia sonrisa—. Esta guerra es buena para los negocios.
—¿Refugiados? —preguntó Waylander.
—Sí, van a Gulgothir. Con todas sus posesiones terrenales.
—¿Por qué confían en ti?
—Simple estupidez —dijo Durmast, ensanchando la sonrisa—. ¡Uno puede enriquecerse rápidamente!
—No lo dudo. ¿Cuándo nos vamos?
—Sólo te esperábamos a ti, amigo mío. Gulgothir dentro de seis días, luego hacia el norte y el este hasta llegar al río. Digamos tres semanas. Después, el Raboas y tu Armadura. Parece fácil, ¿no?
—Tan fácil como amamantar una serpiente. ¿Has oído que Cadoras está en Skultik?
—¡No! —Los ojos se Durmast se agrandaron con sorpresa fingida.
—Me han dicho que me busca.
—Esperemos que no te encuentre.
—Por su bien —dijo Waylander—. ¿Cuántos hombres tienes?
—Veinte. Son buenos. Duros.
—¿Buenos?
—No, en realidad son escoria, pero saben pelear. ¿Te gustaría conocer a algunos?
—No, acabo de comer. ¿A cuántas personas llevas?
—Ciento sesenta. Entre ellos algunas mujeres guapas, Waylander. Serán unos días agradables.
Waylander asintió y recorrió el campamento con la mirada. Aunque eran todos fugitivos, sintió pena por las familias obligadas a confiar en alguien como Durmast. Casi todos conservarían la vida, pero serían pobres cuando llegaran a Gulgothir.
Dirigió la mirada a las colinas cubiertas de árboles al sur. Un destello de luz captó su atención y se quedó observando las laderas distantes.
—¿Qué sucede? —preguntó Durmast.
—Seguramente nada. Quizá haya sido la luz del sol sobre un trozo de cuarzo.
—¿Crees que puede ser Cadoras?
—¿Quién sabe? —dijo Waylander. Se alejó de las carretas con su caballo y se instaló bajo la copa ancha de un pino.
En lo alto de las colinas, Cadoras guardó el catalejo en su estuche de cuero y se sentó sobre un árbol caído. Era alto, delgado, anguloso y de pelo negro. Una cicatriz le surcaba el rostro desde la frente a la barbilla atravesándole los labios, lo que le confería una sonrisa burlona, diabólica. Tenía los ojos de un gris nebuloso, tan fríos como la neblina invernal. Vestía una cota de malla negra, polainas oscuras y botas de montar, y de las caderas pendían dos espadas cortas.
Cadoras estuvo una hora observándolos mientras uncían los bueyes a las carretas y las alineaban en dirección al norte. Durmast encabezaba la marcha y guiaba la columna hacia las montañas y el paso de Delnoch. Waylander cabalgaba en la retaguardia.
Un sonido tras él hizo que Cadoras se volviera bruscamente. Un joven apareció entre los arbustos, pestañeando sorprendido al ver el cuchillo en la mano alzada de Cadoras.
—No ha venido —dijo—. Lo hemos esperado donde nos ordenaste, pero no vino.
—Vino, pero os rodeó.
—Vulvin ha desaparecido. He enviado a Macas a buscarlo.
—Lo encontraremos muerto —dijo Cadoras.
—¿Cómo puedes estar tan seguro?
—Porque yo lo quería muerto —concluyó, alejándose y observando las carretas. Dioses, ¿por qué le asignaban semejantes idiotas? ¡Burócratas! Por supuesto que Vulvin habría muerto. Le había ordenado que vigilara la choza de Hewla, pero que de ningún modo atacara a Waylander. «¿Por qué no? —había preguntado—. No es más que un hombre.» Cadoras sabía que un tonto no podía más que hacer una tontería; en definitiva, no era una gran pérdida.
Macas regresó una hora más tarde: era bajo y fornido, con una boca petulante y una expresión siempre hosca.
—Muerto —se limitó a decir, dirigiéndose a Cadoras y haciendo caso omiso del hombre más joven.
—¿Has matado a la vieja?
—No. Tenía dos lobos; estaban devorando a Vulvin.
—¿Y no querías interrumpirles el almuerzo?
—No, Cadoras. No quería morir.
—Muy sensato. Hewla te habría matado al instante: tiene poderes extraordinarios. Por cierto, no eran lobos.
—Pero los he visto…
—Has visto lo que ella quería que vieras. ¿Le has preguntado cómo murió Vulvin?
—No ha sido necesario. Dijo que era absurdo enviar chacales para atrapar un león; me pidió que te lo dijera.
—Tiene razón. Pero los chacales como vosotros forman parte del contrato. Monta.
—No te gustamos, ¿verdad? —dijo Macas.
—¿Gustarme, chico? ¿Qué significa «gustar»? Y ahora, monta.
Cadoras se encaminó hacia su caballo y se encaramó ágilmente a la silla. Las carretas ya no estaban a la vista. Empezó a bajar lentamente por la ladera, reclinado en la montura y manteniendo alta la cabeza del animal.
—No me facilites demasiado las cosas, Waylander —musitó—. No me decepciones.
Karnak entró en la sala del ayuntamiento; los doce oficiales se pusieron de pie y saludaron. El general les indicó que se sentaran, se dirigió a la cabecera de la mesa, se quitó la capa y la colgó sobre la silla que estaba detrás de él.
—Purdol está a punto de caer —declaró. Los ojos azules escrutaron los rostros sombríos sentados a su alrededor—. El Gan Degas está viejo, cansado, a punto de derrumbarse. En Purdol no hay sacerdotes de la Fuente y el Gan no recibe noticias desde hace más de un mes. Cree que se ha quedado solo.
Karnak hizo una pausa para dar tiempo a que la noticia calara y calibró la tensión que iba en aumento. Notó que Gellan mantenía su inexpresividad. Observó a Sarvaj, ya no tan joven, que se había reclinado con la decepción dibujada en el rostro. Jonat cuchicheaba con Gellan, y Karnak sabía qué le decía: insistía en los errores del pasado. El joven Dundas aguardaba expectante; su fe en Karnak era absoluta. El general recorrió con la mirada a los presentes. Los conocía a todos, sus debilidades y sus virtudes; a los oficiales con una predisposición hacia la melancolía y a aquellos cuyo valor temerario era más peligroso que la cobardía.
—Me voy a Purdol —dijo, calibrando el momento. Los hombres lanzaron una exclamación de asombro—. Hay tres ejércitos dispuestos a atacarnos, y a Purdol le toca la mejor parte —añadió después de levantar la mano para pedir silencio—. Si la fortaleza cae, entonces cuarenta mil hombres quedarán disponibles para invadir Skultik. No podemos oponer resistencia a una fuerza semejante. Así que me voy para allá.
—No podréis entrar —dijo un oficial de la Legión, un guerrero barbudo llamado Emden—. Las puertas están cerradas.
—Hay otro camino —dijo Karnak—. Por las montañas.
—El territorio shatuli —murmuró Jonat—. He estado allí. Pasos traicioneros, cornisas cubiertas de hielo… Es imposible pasar.
—No —dijo Dundas, poniéndose de pie—. No es imposible; tenemos más de cincuenta hombres trabajando para despejar el camino.
—Pero por las montanas no se puede llegar a la fortaleza —protestó Gellan—. Hay un acantilado que cae a pico detrás de Purdol. Sería imposible bajar.
—No iremos por encima de la montaña —dijo Karnak—, sino a través de ella. Hay un profundo entramado de cuevas y túneles, y uno de ellos llega hasta las mazmorras que están debajo del Torreón principal. En este momento está bloqueado, pero lo despejaremos. Jonat tiene razón: el trayecto es difícil y no hay sitio para que pasen caballos. Pienso llevar mil hombres, cada uno con sesenta libras de provisiones. Después aguantaremos hasta que Egel salga de Skultik…
—¿Y si no lo hace? —interrumpió Jonat.
—Entonces nos retiraremos a través de la montaña y nos dispersaremos en pequeños grupos de ataque.
—Sólo una pregunta, general —dijo Sarvaj levantando la mano—. Según las especificaciones de la fortaleza, hacen falta diez mil hombres para defender Purdol. Aunque consiguiéramos entrar, constituiríamos únicamente el sesenta por ciento de la dotación necesaria. ¿Podríamos resistir?
—Sólo los arquitectos y los burócratas trabajan con números, Sarvaj. La primera muralla de Purdol ya ha caído, lo que significa que el puerto y los muelles están en manos de los vagrianos, de modo que pueden recibir tropas y provisiones. La segunda muralla sólo tiene dos puertas y se mantienen firmes. La tercera muralla no tiene más que una puerta, y tras ella está el Torreón. Con una fuerza respetable se podría defender Purdol durante al menos tres meses; no necesitaríamos más.
—¿Tenemos alguna idea de las bajas sufridas allí? —preguntó Gellan con un carraspeo.
—Ochocientos hombres —contestó Karnak asintiendo con un gesto—. Seiscientos han muerto, y los restantes están demasiado malheridos para poder luchar.
—¿Y qué pasará con Skarta? —preguntó Jonat—. Aquí hay familias drenai que dependen de nuestra protección.
Karnak se frotó los ojos y dejó que el silencio se espesara. Era la pregunta que temía.
—Hay momentos en los que hay que tomar decisiones difíciles, y éste es uno de ellos. Puede que nuestra presencia aquí proporcione esperanzas a la población, pero son vanas. Skarta es indefendible. Egel lo sabe, yo lo sé, y por eso realiza incursiones en el oeste, para mantener a los vagrianos en movimiento, para desconcertarlos, y ojalá sirva para prevenir una invasión a gran escala aquí. Pero retenemos tropas que se necesitan con urgencia en otros lugares. Dejaremos una fuerza simbólica de doscientos hombres. Nada más.
—Los barrerán del mapa —dijo Jonat poniéndose de pie, con el rostro encendido de cólera.
—Si los vagrianos atacan —replicó Karnak—, los barrerán de todos modos. En este momento el enemigo espera que Purdol caiga y no se arriesgará a entrar en el bosque. Defender Purdol es la mejor oportunidad para Skarta y el resto de pueblos de Skultik. Egel se quedará con menos de cuatro mil hombres, pero llegan más de las montañas de Skoda. Tenemos que ayudarle a ganar tiempo.
»Sé qué pensáis: que es una locura. Estoy de acuerdo. Pero los vagrianos cuentan con todas las ventajas. Los puertos principales están en sus manos. Han obligado a retroceder al ejército lentriano. Drenan ha caído y las rutas a Mashrapur están cerradas. Sólo Purdol resiste. Si cae antes de que Egel pueda salir, estamos acabados; liquidarán a los drenai. Ofrecen las mejores tierras drenai a granjeros vagrianos, y los mercaderes ya hacen planes para el día en que todas nuestras tierras formen parte de la Gran Vagria. Estamos sentenciados, a no ser que tomemos las riendas de nuestro destino y lo arriesguemos todo.
»Es muy sencillo, amigos: ya no hay margen de maniobra. No nos queda elección; debemos coger al toro por los cuernos y esperar que se debilite antes de que nos agotemos. Mañana nos vamos a Purdol.
En el fondo Gellan sabía que la empresa era peligrosa; además, una sombra de duda le decía que el verdadero motivo de que Karnak deseara ayudar a Purdol se debía más a la ambición personal que a la sensatez estratégica. No obstante…
¿No era preferible seguir a un líder carismático hasta las puertas del Infierno, en lugar de ir tras un general mediocre hacia una opaca derrota?
La reunión finalizó al atardecer, y Gellan se encaminó a su habitación diminuta para meter en alforjas de lona y cuero sus escasas posesiones. Tenía tres camisas, dos pares de polainas de lana, un manual manoseado de la Legión con tapas de cuero y escrito a mano, una daga con incrustaciones de piedras preciosas y un retrato oval de madera de una mujer rubia y dos niños pequeños. Se sentó sobre la cama, se quitó el yelmo y se puso a estudiarlo. Cuando se lo habían regalado no le gustó; le parecía que no lograba capturar la esencia de sus sonrisas, su alegría de vivir. Ahora le parecía la obra de un genio. Envolvió con cuidado la pintura en tela impermeable y la colocó en una alforja entre las camisas. Tomó la daga y la deslizó fuera de la vaina; se la habían obsequiado dos años antes, cuando se convirtió en el primero en ganar seis veces la Espada de Plata.
Durante el banquete los niños se habían sentido muy orgullosos de él. Parecían adultos en miniatura, vestidos con sus mejores galas; tenían los ojos muy abiertos y una enorme sonrisa. Y Karis no había derramado ni una sola gota de sopa sobre el vestido blanco, lo que no dejó de hacerle notar durante toda la noche. Pero su mujer, Ania, no había acudido al banquete; dijo que el ruido le provocaría dolor de cabeza.
Habían muerto; habían entregado su alma al Vacío. La muerte de los niños fue dura, muy amarga. Gellan se replegó sobre sí mismo. Se sentía vacío, sin recursos para consolar a Ania. Ésta no fue capaz de afrontarlo sola y dieciocho días después de la tragedia se colgó con una bufanda de seda. Gellan descubrió el cadáver. La peste había reclamado a sus hijos. El suicidio se llevó a su mujer.
Ahora la Legión era lo único que le quedaba.
Y al día siguiente se iría a Purdol, a las puertas del Infierno.
Dardalion esperaba al visitante en silencio. Una hora antes, Karnak había ido a sentarse con él en el prado a trazar el plan para socorrer a Purdol. Le había preguntado a Dardalion si podía ayudarlo manteniendo a raya a los espíritus de la Hermandad Oscura.
—Es vital que nuestra llegada pase desapercibida —dijo Karnak—. Al menor rumor sobre mis movimientos, los vagrianos estarán esperándonos.
—Haré lo que pueda, lord Karnak.
—Haz algo más que eso, Dardalion. Mata a esos bastardos.
Una vez se marchó, Dardalion se arrodilló sobre la hierba, delante de su tienda, e inclinó la cabeza para orar. Llevaba así más de una hora cuando llegó el abad y se arrodilló frente a él.
Dardalion percibió su presencia y abrió los ojos. El anciano parecía cansado; tenía los ojos enrojecidos y apenados.
—Bienvenido, padre abad —dijo Dardalion.
—¿Qué has hecho?
—Mi señor, lamento el dolor que sentís, pero sólo puedo hacer lo que creo correcto.