¿Qué futuro podía tener un pueblo sin raíces?
¿Dónde estaban los libros, los poemas, la arquitectura, la filosofía, todo el vasto despliegue de la civilización?
Los nadir estaban condenados: eran el futuro polvo de la historia, aglutinado por la sangre y la guerra y arrastrado por la superficie del planeta como una tormenta malsana.
Se preguntó cuál sería su objetivo. Tribus desperdigadas, llenas de odio, guerreando unas contra otras… Jamás podrían integrarse en un pueblo.
Al menos era un pequeño consuelo, pues significaba que las tribus no molestarían nunca a los pueblos del sur. Pero éstos ya tenían sus problemas.
Waylander acampó brevemente en una cueva al otro extremo del cañón. Sacó de la alforja un cepillo duro y se puso a cepillar el lomo del caballo. Luego lo llevó a beber. Encendió una hoguera pequeña y preparó un caldo con la carne seca. Después consiguió dormir un par de horas. De nuevo a lomos del caballo, emprendió el largo ascenso para salir del cañón, mirando atrás a menudo. Entonces, por primera vez desde que había dejado la barcaza, vio a otros de sus perseguidores. Cuando llegó a la cima norte, ellos entraban al cañón por el sur.
Al parecer eran unos veinte jinetes nadir.
Waylander siguió adelante. Les llevaba unas cuatro horas de ventaja, pero aumentaría la distancia por la noche.
No temía la persecución, pero frente a él se erguía el Raboas, el Gigante Sagrado. Allí acababa el viaje, donde el cazador y la presa estaban destinados a encontrarse.
Se puso a pensar en Cadoras. ¿Por qué había dado la vida para rescatar a un hombre al que apenas conocía, un hombre a quien le habían encargado que matara? ¿Qué podía haber impulsado al asesino de ojos helados a actuar así?
Entonces se puso a reír entre dientes.
¿Qué había impulsado a Waylander a rescatar a Dardalion? ¿Por qué había luchado tanto para proteger a Danyal y a las niñas? ¿Por qué se embarcaba ahora en una empresa temeraria e imposible que sin duda lo llevaría a la tumba?
El rostro de Danyal flotó ante sus ojos y fue reemplazado al instante por la cara barbuda y los rasgos pesados de Durmast. Volvió a recordar la visión en el fuego, pero no acababa de creérsela. Sin embargo, ¿no había Durmast matado a mujeres y niños?
El caballo siguió avanzando trabajosamente y al oeste el sol se hundió en el horizonte. El aire nocturno era frío; Waylander sacó la capa del petate y se la puso sobre los hombros. La caída de la noche aumentaba su temor a los hombres lobo.
Echó un vistazo a derecha e izquierda. A la luz que se desvanecía, se giró en la silla para mirar atrás. Alzó la ballesta, pero resistió la tentación de cargarla. Una tensión prolongada sobre los brazos de metal debilitaría el arma, y necesitaba que conservara toda su potencia para enfrentarse a esas bestias.
Las nubes se apartaron y la luz blanca de la luna iluminó una ladera cubierta por una arboleda densa. Waylander no tenía ningún deseo de adentrarse en ella en plena noche, pero la línea de árboles se prolongaba hacia el este y el oeste. Maldiciendo en voz baja, sacudió las riendas y siguió adelante.
Al entrar en el bosque, tuvo que luchar contra el pánico que intentaba doblegarlo. Descubrió que el corazón le latía más deprisa y que se le aceleraba la respiración. La luna arrojaba dardos brillantes entre las ramas que pendían sobre la cabeza. Los cascos del caballo golpeteaban la tierra blanda con un sonido sordo. A la izquierda, un tejón salió de los arbustos y pasó tranquilamente por delante de él. La luz le bañó la piel convirtiéndola en una armadura de plata. Waylander lanzó un juramento y sucumbió a la tentación de cargar la ballesta.
De repente, el aullido de un lobo quebró el silencio de la noche. Sobresaltado, se le escapó una flecha que salió disparada hacia arriba y desapareció entre las ramas.
—¡Estúpido! —se dijo—. ¡Contrólate, hombre!
Colocó otra saeta y volvió a tensar la cuerda. El aullido se había oído a cierta distancia al este; Waylander supuso que una manada de lobos habría cercado a su presa, posiblemente un ciervo, y que se libraba la batalla Final. Los lobos seguramente habían perseguido al animal durante muchas millas hasta agotarlo y minar la fuerza de sus músculos magníficos. Ahora estaba acorralado.
Waylander siguió avanzando. Los lobos callaron; dedujo que la presa se les había escapado de nuevo. Tiró de las riendas, pues no quería cruzar la línea de la cacería. El caballo relinchó e intentó dar media vuelta, pero Waylander lo obligó a detenerse.
Una figura apareció corriendo entre los árboles a unos treinta pasos más adelante. Estaba herida, arrastraba el pie izquierdo y aferraba un palo enorme. Apareció un lobo que se abalanzó de un salto. El hombre se volvió y, blandiendo el palo a la luz de la luna, le aplastó las costillas. El lobo aterrizó con un golpe sordo a unos diez pies de distancia.
Era el hombre más gigantesco que Waylander hubiera visto jamás, y al parecer llevaba una horrenda máscara decorada con una esfera blanca en la frente y una boca desprovista de labios y bordeada de colmillos en la parte inferior. Waylander no podía verlo con claridad, pero no tenía aspecto de ser nadir.
Aparecieron más lobos. Lanzando un bramido de furia y frustración, el hombre se dirigió cojeando a un árbol y se volvió para hacer frente a la manada. Los lobos formaron un cauto semicírculo y se le acercaron reptando. De pronto, uno de los que estaban a su derecha atacó; el hombre se volvió para hacerle frente. Inmediatamente otro, a la izquierda, se le acercó corriendo y dio un salto. El hombre cayó hacia atrás; las fauces se cerraron a pocos milímetros de su garganta. Lo golpeó con el palo, pero un tercer lobo se abalanzaba sobre él.
El animal cayó abatido por una flecha de ballesta que le atravesó la garganta.
Waylander, gritando todo lo que podía, espoleó el caballo al galope. Los lobos se dispersaron, aunque no antes de que otra de las bestias muriera con una saeta clavada en la cabeza.
El hombre se derrumbó y cayó hacia delante. Waylander desmontó de un salto y ató las riendas a un arbusto resistente. Volvió a cargar la ballesta y escudriñó los matorrales. Los lobos se habían marchado… por ahora.
Se acercó al hombre. Estaba de rodillas con la mano aferrada a una herida en el brazo que sangraba abundantemente.
—¡Tienes suerte, amigo! —dijo Waylander.
El hombre alzó la vista. Waylander palideció.
No era una máscara. Sólo tenía un ojo en medio de la frente, un ojo con dos pupilas circundadas por un iris dorado. Le faltaba la nariz; bajo el ojo se extendían dos ranuras cubiertas por una membrana. Y la boca era algo monstruoso.
Tenía forma de V invertida y estaba rodeada de colmillos afilados como puntas de flecha. Una vez Waylander había visto un enorme pez blanco con una boca así, y no lo había olvidado jamás. Aterrorizado, había jurado no volver a internarse en el mar.
Pero ¿esto?
La ballesta estaba preparada. Consideró la posibilidad de retroceder y lanzar las dos flechas antes de que el humanoide lo atacara. Pero el gigantesco ojo circular se cerró y el monstruo se deslizó al suelo.
Era una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla. Waylander retrocedió en dirección a su caballo, dispuesto a alejarse. Pero no pudo. Algo en su naturaleza se rebelaba obligándolo a detenerse y volver junto a la criatura herida.
Al igual que lo había hecho con Dardalion hacía tanto tiempo, Waylander le suturó las heridas del brazo y la pierna y se las vendó lo mejor que pudo. Estaba prácticamente desnudo a no ser por un taparrabos de piel vieja y apolillada. Waylander lo cubrió con una manta y encendió una hoguera.
Al cabo de una hora, la criatura abrió el ojo y se sentó. Cogió sin una palabra un trozo de cecina que Waylander le ofrecía. La carne desapareció tras los colmillos.
—¿Sabes hablar? —preguntó Waylander.
El gran ojo se limitó a mirarlo. Waylander se encogió de hombros y le pasó más cecina, que se desvaneció al instante en la boca cavernosa.
—¿Me entiendes?
La criatura asintió con un gesto.
—No puedo quedarme a ayudarte. Me persiguen. Bestias y hombres. ¿Comprendes?
La criatura levantó la mano y señaló al sur.
—Sí, vienen del sur. Debo irme, pero te dejaré comida.
Waylander se acercó al caballo, se detuvo un momento y sacó del interior de la manta arrollada dos cuchillos largos de caza con mango de hueso y un filo que afeitaba. Volvió junto al fuego.
—Aquí tienes. Puede que los necesites. —El monstruo extendió los brazos. Tenía los dedos increíblemente largos y las uñas se curvaban sobre unas zarpas oscuras que, aferrando los cuchillos por el mango de hueso, los acercaron a la altura del ojo. Le devolvieron el reflejo. Pestañeó y apartó la vista; después, asintiendo con un gesto, se irguió en toda su imponente estatura.
El asesino tragó con fuerza. Era difícil interpretar la expresión del rostro del monstruo, pero le inquietaban los dos cuchillos que sostenía en la mano.
—Adiós, amigo —dijo, esforzándose por sonreír.
Se dirigió hacia el caballo, desató las riendas del arbusto y montó. La criatura avanzó moviendo la mandíbula y emitiendo un suave gruñido que hizo que el animal retrocediera.
—Ios igo —dijo la criatura, ladeando la cabeza por el esfuerzo que le suponía. Sin comprender, Waylander asintió y empezó a alejarse.
—Dios migo.
—Adiós, amigo —dijo Waylander, comprendiendo por fin, y se internó en la oscuridad.
En el desfiladero al este de Purdol dos jóvenes desayunaban pan y queso mientras intercambiaban historias increíbles sobre las legendarias putas del puerto. Brillaba el sol, y el más alto de los dos, Tarvic, soldado desde hacía cinco años, se puso de pie y se acercó al borde del acantilado, observando el desierto al norte. Se sentía satisfecho por el destino que le habían asignado: vigilar una senda al borde de un acantilado era mucho menos peligroso que defender una muralla.
Aún sonreía cuando una flecha le atravesó la garganta, le perforó el paladar y se le alojó en el cerebro.
—¿Ocurre algo, Tarvic? —gritó el otro soldado, Milis. Retrocedió vacilante mientras miraba a su alrededor retorciéndose las manos. Tarvic cayó hacia atrás; la cabeza le rebotó en una piedra blanca y dentada. Milis, boquiabierto, vio la flecha. Aterrorizado, empezó a correr. De una roca a la derecha brotó una flecha que le rozó la cara. Milis se dirigió hacia la cueva a toda la velocidad que sus piernas le permitían. Algo lo golpeó con fuerza en la espalda, pero no se detuvo.
Al llegar a la entrada de la cueva, otros dos golpes lo alcanzaron, pero no sentía dolor y se internó en la seguridad del túnel. Por fin a salvo, aminoró el paso.
El suelo pedregoso se abalanzó hacia él y se le estrelló contra la cara. Intentó levantarse, pero no tenía fuerza en los brazos. Cuando comenzó a arrastrarse, unas manos lo sujetaron y lo pusieron de espaldas.
—Vienen los vagrianos —dijo.
—Ya lo sé —dijo el vagriano, degollándolo con el cuchillo.
Estaba solo; siempre lo había estado. Sentado al borde de un estanque de aguas turbias cubiertas de lirios, miraba fijamente su reflejo en la hoja plateada del cuchillo de caza. Sabía que era un monstruo; le habían lanzado esa palabra desde que tenía memoria, junto con piedras, picas y flechas. Lo habían perseguido jinetes armados de lanzas, lobos de dentadura afilada y mente astuta, y los tigres de las nieves de colmillos largos que bajaban de la montaña al llegar el invierno.
Pero no lo habían atrapado jamás: su velocidad era legendaria y su fuerza, tremenda.
Apoyó la espalda en el tronco de un sauce, alzó la mirada y contempló las lunas gemelas sobre los árboles. Ya sabía que sólo había una luna, pero las pupilas de su ojo enorme no podían enfocar como ojos de verdad. Había aprendido a vivir con ello, al igual que había aprendido a vivir con el resto de los dones brutales que la naturaleza le había otorgado.
Por alguna razón tenía una memoria excepcional, aunque él no se diera cuenta. Recordaba vividamente el momento de su nacimiento y el rostro de la vieja que lo había traído al mundo por el túnel negro rojizo del Vacío. Ésta lo había dejado caer con un grito. Se había hecho daño; el brazo se le había torcido bajo el peso del cuerpo, y se había golpeado contra el borde la cama de madera.
Entonces entró un hombre y lo levantó del suelo. Cogió un cuchillo, pero el grito de otra mujer lo salvó de la muerte.
Recordó a una chica de pelo oscuro y ojos tristes que lo amamantaba. Pero luego le salieron los dientes, afilados y puntiagudos; el rojo de la sangre se mezcló con la leche y la chica gritó.
Poco después lo abandonaron en la oscuridad, bajo las estrellas. Oyó el ruido de cascos que se perdía en la distancia, se desvanecía, se apagaba…
El sonido de cascos sobre la tierra seca aún lo llenaba de tristeza.
No tenía nombre ni futuro.
Sin embargo, unos seres de las montañas se lo habían llevado a la oscuridad…
Eran muchos, saltaban, chillaban, tocaban y pellizcaban. Había crecido entre ellos durante los años de Oscuridad, viendo muy pocas veces la luz del día.
Una mañana de verano oyó un canto alegre que venía del Exterior. El eco bajaba por una grieta entre las rocas y reverberaba en los túneles del corazón de la montaña. Atraído por el sonido, salió trepando a la luz. En lo alto, unos magníficos pájaros blancos volaban en círculo o se lanzaban en picado. Sus gritos ponían en evidencia su vida encapsulada. A partir de aquel momento se consideró a sí mismo como Kai, y pasaba muchas horas al día tumbado sobre las rocas altas contemplando los pájaros blancos, esperando que lo llamaran por su nombre.
Comenzaron los Largos Años; su fuerza iba en aumento. Las tribus nadir acampaban cerca de la montaña en busca de prados más verdes y arroyos más profundos. El los observaba: los juegos de los niños, las mujeres que paseaban del brazo riendo…
A veces se acercaba demasiado. Entonces las risas se convertían en gritos familiares y los cazadores se ponían en marcha. Kai corría, y cuando se volvía, arrancaba y desgarraba hasta que se quedaba solo de nuevo.
Se preguntaba cuántos años había vivido así.
El bosque en el que ahora se hallaba había sido un bosquecillo de árboles delgados. ¿Cuánto hacía? No tenía puntos de referencia. Una tribu había acampado más tiempo que la mayoría, y había visto cómo una chica se convertía en mujer, encanecía y se le encorvaba la espalda. Estos nadir vivían tan poco…