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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

Waylander (28 page)

BOOK: Waylander
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Se marchó. Dundas suspiró y volvió a los aposentos del general. Al abrir la puerta respiró hondo. Karnak, sentado a la mesa, seguía furioso.

—¡Vil gusano! —declaró al entrar Dundas—. ¿Cómo se atreve a decirme eso? Ya arreglaremos cuentas cuando esto haya acabado.

—No, general —dijo Dundas—. Lo premiaréis con una medalla y le pediréis disculpas.

—¡Jamás! Me ha acusado de llevar a Degas al suicidio, de no preocuparme por mis hombres.

—Es un buen cirujano, una persona responsable. Y sabe por qué no queréis permitir heridos en el Torreón.

—¿Qué? ¿Cómo lo sabe?

—Porque también es soldado.

—Si lo sabe, ¿por qué diablos me ataca?

—No lo sé, general.

—Para ser tan menudo, tiene mérito que me haya plantado cara. —Karnak sonrió; su cólera había desaparecido.

—Desde luego.

—Sólo le daré una medalla pequeña —dijo Karnak—. Y no pienso disculparme. Y ahora dime, ¿cómo estamos de agua?

—Hemos trasladado seiscientos barriles al Torreón. Es todo lo que hay.

—¿Cuánto durará?

—Depende de los hombres que nos queden.

—Digamos dos mil en el momento de la retirada.

—Entonces, aproximadamente seis semanas.

—No es suficiente, ni de lejos. ¿Por qué demonios Egel no sale de allí?

—No es el momento; no está preparado.

—Es demasiado precavido.

—Sabe qué hace, señor. Es muy prudente.

—Le falta instinto.

—¿Queréis decir que no es un temerario?

—No me expliques qué quiero decir —contestó Karnak con irritación—. Vete y descansa un poco.

Dundas volvió a su habitación y se estiró en la estrecha cama. No tenía sentido quitarse la armadura; no faltaba ni una hora para el amanecer.

Se durmió con las imágenes de Karnak y Egel flotando en la mente. Ambos tenían un poder impresionante. Karnak era como una tormenta, tremendo y vigorizante, mientras que Egel se parecía más al mar embravecido: profundo, oscuro y mortífero. Nunca serian amigos. No podían ser amigos.

Las imágenes se desplazaron y Dundas vio un tigre y un oso rodeados de lobos que les gruñían. Mientras el enemigo común estuviera cerca, los dos animales lucharían unidos.

Pero ¿qué sucedería cuando los lobos se marcharan?

Sarvaj se abrochó el yelmo y afiló la espada con una piedra negra. Jonat estaba a su lado en silencio. El enemigo avanzaba a la carrera con escalas y rollos de cuerda. Ya no había muchos arqueros en las murallas, pues las reservas de flechas prácticamente se habían agotado tres días antes.

—Lo que daría por estar a lomos de un caballo acompañado de cinco mil jinetes de la Legión —murmuró Vanek, observando las filas de infantería que avanzaban en formación hacia la fortaleza.

Sarvaj asintió. Una carga de caballería los destrozaría igual que una lanza atraviesa la grasa de cerdo. El primer vagriano alcanzó la muralla y los defensores retrocedieron unos pasos ante la lluvia de garfios de hierro que lanzaba el enemigo, que se enganchaban firmemente en las almenas.

—Otro día más que empieza —dijo Vanek—. Se diría que a estas alturas ya tendrían que estar hartos.

Mientras esperaba que apareciera el primer soldado enemigo, Sarvaj se puso a divagar. ¿Por qué alguien querría ser el primero? Siempre morían. Se preguntó cómo se sentiría si fuera uno de los atacantes al pie de la escala. ¿En qué pensaban mientras trepaban hacia la muerte?

Una mano se asomó por la muralla, unos dedos anchos que se aferraban a la piedra. Vanek la cortó de un tajo y la mano cayó con los dedos crispados a los pies de Sarvaj. Éste la recogió y la arrojó al otro lado de la muralla. Aparecieron más soldados y Sarvaj le lanzó a uno de ellos una estocada que le entró por la boca y salió por la nuca. Extrajo la hoja y la dirigió a la garganta de otro de los escaladores. La batalla propiamente dicha ni siquiera había comenzado y ya tenía el brazo cansado.

Durante una hora el enemigo fue incapaz de poner pie en el muro. Luego un guerrero enorme consiguió llegar a la muralla al oeste de la torre de la puerta, abriendo una brecha por la que pasaron otros hasta que pronto formaron una cuña ofensiva. Gellan, advirtiendo el peligro, se llevó a cinco hombres de la torre para atacarlos por el flanco. El coloso se volvió y alzó la espada sobre el drenai. Gellan dio un salto, arremetió con una estocada y le clavó la hoja en un flanco. Aunque el vagriano soltó un gemido, no estaba acabado ni mucho menos. Su espada descendió con un silbido, pero Gellan la detuvo.

—¡Te mataré! —aulló el vagriano. Gellan no dijo nada. El hombre lanzó una estocada, pero Gellan desvió la hoja, contraatacó y le perforó la garganta. El guerrero cayó ahogándose en su sangre, pero a pesar de que agonizaba volvió a atacar, aunque la hoja hirió en la pierna al hombre que estaba junto a Gellan. La cuña vagriana se deshacía por sí sola y Gellan siguió abriéndose paso. Desenvainó la daga y apuñaló a un soldado enemigo que acababa de trepar. El hombre cayó hacia atrás y se estrelló contra las rocas de abajo. Gellan oyó que al otro lado de la cuña Sarvaj gritaba a sus hombres ordenándoles que siguieran avanzando. Poco a poco obligaron a los vagrianos a retroceder y a abandonar la muralla. Pero una nueva cuña se formó a treinta pasos a la derecha.

En esa ocasión Karnak dirigió el contraataque. Blandiendo un hacha de doble cabeza destrozó armaduras, partió costillas y destripó a los asaltantes.

Sarvaj tropezó con un cadáver y cayó pesadamente, golpeándose la cabeza contra los escalones de la muralla. Al volverse de espaldas vio que la hoja de una espada le caía sobre la cara.

Otra espada bloqueó el golpe y desvió la hoja, que fue a dar contra la piedra junto a la cabeza de Sarvaj. Mientras Vanek liquidaba a su agresor, Sarvaj se puso de pie, pero no había tiempo para agradecimientos. Se lanzaron otra vez en medio de la refriega.

Un prolongado estruendo se elevó por encima del fragor de los aceros, lo que indicó a Sarvaj que la cabeza de bronce del ariete machacaba de nuevo las puertas de roble reforzadas. El sol ardía en el cielo claro y el sudor salado le aguijoneaba los ojos.

Al ponerse el sol, el ataque cesó y los vagrianos se retiraron, llevándose a sus heridos. Los camilleros drenai transportaron a los suyos al patio de abajo. Dentro ya no quedaba sitio.

Algunos soldados recorrían afanosamente las murallas con cubos de agua para que los defensores llenaran las cantimploras. Otros lavaban la sangre de los baluartes y esparcían serrín sobre la piedra.

Sarvaj envió a tres hombres a buscar pan y queso para su sección, se sentó y se quitó el yelmo. Recordó que Vanek le había salvado la vida y miró a su alrededor, buscándolo. Lo descubrió sentado junto a la muralla de la torre de la puerta. Se levantó cansinamente y se le acercó.

—Una mañana dura —dijo.

—Y será más duro todavía —dijo Vanek con una sonrisa fatigada.

—Gracias por salvarme.

—De nada. Ojalá alguien hubiera hecho lo mismo por mí.

—Voy a buscar a los camilleros —dijo Sarvaj, incorporándose al ver que Vanek, con el rostro gris por el dolor, estaba rodeado de un charco de sangre y se apretaba un costado con la mano.

—No… no vale la pena. De todos modos, no quiero que por la noche me devoren las ratas. No importa; no me duele. Me han dicho que no es buen síntoma.

—No sé qué decir.

—No te preocupes. ¿Has oído que he dejado a mi mujer?

—Sí.

—Qué estúpido. La amaba demasiado para soportar verla envejecer. ¿Sabes? Me lié con una chica. Muy bonita. Me encandiló; me halagaba tener una amante joven. ¿Por qué tenemos que envejecer?

Sarvaj no respondió. Se acercó más, pues la voz de Vanek se estaba convirtiendo en un susurro.

—Hace un año habría visto venir el golpe. Demasiado lento… de todas formas maté al cabrón. Me flexioné para bloquearle la hoja y le corté la garganta. Creo que fue ese movimiento lo que me mató. ¿Sabes? Dioses, ¡ojalá mi mujer estuviera aquí! Vaya tontería, desear que esté aquí rodeada de sangre y muerte. Sarvaj, dile de mi parte… dile que pensaba en ella. Antes era tan hermosa… Somos como flores… ¡Dioses! ¡Mira eso!

—¿Qué? —Sarvaj se volvió, pero no vio nada.

Vanek no respondió. Había muerto.

—¡Ya vuelven! —aulló Jonat.

DIECIOCHO

Waylander había experimentado mucho dolor en su vida y siempre se había considerado capaz de soportar cualquier tormento que el mundo pudiera infligirle. Ahora no lo tenía tan claro. Era como si miles de abejas se arracimaran sobre sus llagas y lo picaran sin cesar, y la cabeza se le balanceaba al ritmo de la náusea que lo inundaba en oleadas.

Al principio, al alejarse del claro y de Cadoras, que agonizaba, el dolor había sido tolerable, pero al caer la noche llegó a ser insoportable. Lo invadió un nuevo espasmo de dolor. Gimió, maldiciéndose por su debilidad. Se levantó tiritando, se internó más en la cueva, y con manos temblorosas juntó algunas cortezas con las que encendió una pequeña hoguera. Los caballos, atados al fondo de la cueva, relincharon. El sonido retumbó en su interior. Se puso de pie, se tambaleó y por fin recuperó el equilibrio. Se acercó a los animales y les dio una palmadita en el cuello. Aflojó la cincha de su montura, le cubrió el lomo con una manta, y volvió junto al fuego.

Añadió ramas más gruesas a la hoguera y sintió que el calor empezaba a envolverlo. Se quitó lentamente la camisa, dando un respingo cada vez que la lana se despegaba de las ampollas en los hombros. Abrió un saquito de cuero que llevaba colgado del cinturón y sacó las largas hojas verdes que había recogido antes de que oscureciera. El lorassium era peligroso. En pequeñas cantidades aliviaba el dolor y provocaba sueños muy coloridos; en grandes dosis mataba. Y Waylander no tenía ni idea de cuánto usar ni de cómo prepararlo. Estrujó una hoja en la mano y la olió. Se la puso en la boca y la masticó despacio. Era amarga y le provocó una arcada. La cabeza le empezó a latir con fuerza a causa de la irritación y masticó más deprisa. Al cabo de diez minutos, al ver que no sentía ningún alivio, se comió otra hoja.

Entonces las llamas se convirtieron en bailarines que brincaban, se balanceaban y hacían piruetas sobre la hoguera diminuta. Cuando agitaban los brazos en alto, sus dedos minúsculos despedían chispas. Las paredes de la cueva se agrietaban y se hinchaban. Waylander soltó una risita al ver que a su caballo le salían alas y cuernos. La risa se extinguió al advertir que las manos se le habían convertido en garras cubiertas de escamas. El fuego adquirió la forma de un rostro ancho y bien parecido de cabellos flamígeros.

—¿Por qué me contrarías? —preguntó el fuego.

—¿Quién eres?

—Soy la Estrella Matutina, el Señor de la Luz Oscura.

Waylander se inclinó hacia atrás y arrojó una rama al rostro. Éste, despidiendo fuego por la boca, devoró la rama; Waylander advirtió que tenía la lengua bífida.

—Te conozco —dijo el asesino.

—Deberías, pues has estado muchos años a mi servicio. Me apena que ahora me traiciones.

—No he estado nunca a tu servicio. Siempre he actuado por mi cuenta.

—¿Tú crees? Entonces lo dejaremos así.

—No; dime.

—¿Qué puedo decirte, Waylander? Has cazado y matado durante muchos años. ¿Crees que tus actos ayudaban a la Fuente? Servían a la causa del Caos. ¡Mi causa! Eres mío, Waylander; siempre has sido mío.

Y a mi manera te he protegido; he apartado las dagas en la noche. Incluso ahora sigo protegiéndote de los cazadores nadir que han jurado devorarte el corazón.

—¿Por qué harías algo así por mí?

—Soy un buen amigo de los que me sirven. ¿No envié a Cadoras en tu auxilio?

—No lo sé. Sólo sé que eres el Príncipe de los Impostores, de modo que lo dudo.

—Qué palabras tan duras, mortal. Palabras letales, si yo quisiera.

—¿Qué quieres?

—Quiero limpiarte la mancha. No se te puede llamar hombre desde que Dardalion te tocó con su debilidad. Puedo quitártela, estuve a punto de conseguirlo cuando perseguías a Butaso, pero ahora veo que se te extiende por el corazón como un cáncer.

—¿Cómo me la borrarás?

—Desaparecerá sólo con que digas que lo deseas.

—No lo deseo.

—¿Crees que la Fuente te aceptará? Estás contaminado por la sangre de los inocentes que has matado. ¿Por qué arriesgarte a morir por un dios que te desprecia?

—No lo hago por ningún dios, sino por mí mismo.

—La muerte no es el fin, Waylander; no para alguien como tú. Tu alma irá al Vacío, se perderá en la oscuridad, pero la encontraré y la azotaré con lenguas de fuego toda la eternidad. ¿Entiendes a qué te arriesgas?

—Tus amenazas me parecen más creíbles que tus promesas. Están más en consonancia con tu reputación. Ahora déjame.

—De acuerdo, pero has de saber que no es bueno tenerme como enemigo, Waylander. Tengo un brazo largo y garras mortíferas. Tu muerte está anunciada; el escenario está escrito en el Libro de las Almas: ha sido un placer leerlo. Pero debes tener en cuenta a Danyal. Va en compañía de alguien cuya alma también me pertenece.

—Durmast no le hará daño —dijo Waylander, aunque fueron palabras vacías y más cargadas de esperanza que de convicción.

—Ya veremos.

—¡Déjame, demonio!

—Un último regalo antes de marcharme. ¡Mira! —El rostro se fue apagando y encogiendo; las llamas brotaron de nuevo y Waylander vio en el interior de la hoguera que Durmast perseguía a Danyal por un bosque sombrío. La atrapó a orillas de un río y la obligó a volverse. Ella lo abofeteó, pero Durmast detuvo el golpe y le pegó, arrojándola al suelo. Le arrancó la túnica…

Waylander observó la escena siguiente sin un grito, salvo cuando Durmast le puso a Danyal el cuchillo en la garganta. Entonces se desmayó.

Y el dolor cesó.

De rodillas en el patio junto a los establos, Dardalion y los Treinta unieron sus espíritus, se concentraron y se filtraron por el suelo de madera y los huecos debajo del establo.

La primera rata estaba dormida, pero al percibir la presencia del hombre abrió los ojos, que parecían botones, y se escabulló. Se le estremecieron las aletas de la nariz; sin embargo, en el aire húmedo y viciado no advertía el aroma del enemigo. Se volvió aterrorizada y huyó chillando en busca de una salida. Sus congéneres, llevadas por el pánico, empezaron a acompañarla en la carrera por la supervivencia. Brotaban de agujeros, tuberías y cloacas olvidadas, e iban saliendo al patio, atraídas hacia el círculo formado por los sacerdotes. La primera rata corrió a echarse junto a Astila; todo lo que sabía era que allí en el patio estaba a salvo del miedo. Nada le sucedería mientras se quedara allí, a la sombra del hombre que proyectaba la luna. Otras la siguieron, formando un gran círculo en torno de los sacerdotes.

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