—Quítate el cuchillo de la pierna —ordenó el hombre. Waylander, al borde de la súplica, apretó los dientes. Su mano bajó y tiró cruelmente del cuchillo, pero no salía.
—Tranquilo, Enson —dijo el jefe—. Si te alteras, tu poder disminuye.
—Discúlpame, Tchard. ¿Puedo intentarlo otra vez?
—Claro.
La mano de Waylander tiró de nuevo del cuchillo, que en esa ocasión salió de la herida.
—Muy bien —dijo Tchard—. Ahora intenta algo más delicado. Haz que se saque poco a poco un ojo.
—¡Dioses, no! —musitó Waylander. Pero el cuchillo se alzó lentamente; la punta ensangrentada se acercaba inexorablemente al rostro del asesino.
—¡Cabrones apestosos! —aulló Durmast Al volverse, Tchard vio al gigante barbudo junto al camino, con un hacha de guerra de doble cabeza en las manos. Enson también se volvió y Waylander advirtió que el hechizo que lo dominaba se desvanecía. Miró fijamente la hoja del cuchillo, a sólo unas pulgadas del ojo, y la cólera lo invadió, imponiéndose sobre el dolor.
—¡Enson! —dijo suavemente. Cuando el yelmo se volvió hacia él, lo apuñaló a través de la ranura de los ojos hasta que el mango golpeó con fuerza contra el metal.
Tchard le lanzó un puñetazo a la cabeza, derribándolo junto al cadáver de Enson.
—¿Qué haces aquí? —preguntó el jefe de la Hermandad poniéndose de pie.
—He venido a por él —contestó Durmast.
—No hace falta; ya es nuestro. Pero si lo que te preocupa es la recompensa, nos encargaremos de que la consigas.
—No quiero la recompensa. Lo quiero a él… vivo.
—¿Qué te ocurre, Durmast? Esto no es típico de ti.
—¡Qué sabrás tú de mi, cucaracha! Limítate a alejarte de él.
—¿Y si no? —gruñó Tchard.
—Si no, morirás —dijo Durmast.
—¿Piensas matar a ocho guerreros de la Hermandad? Estás mal de la cabeza.
—Ponme a prueba —lo invitó Durmast, avanzando con el hacha en alto.
Tchard empezó a acercársele, mientras los siete restantes se distribuían en semicírculo con la espada desenvainada.
—¡No puedes moverte! —gritó de repente Tchard, señalando a Durmast, que vaciló y se quedó inmóvil. Tchard, con una sonrisa siniestra, desenvainó la espada y avanzó—. ¡Gran zoquete! Entre los peores aprendices de héroe, ocupas el puesto de honor. Eres como un niño grande rodeado de adultos, y como sucede con los niños traviesos, hay que castigarte. Escucharé la canción de tu dolor durante muchas, muchas horas.
—No me digas. —El hacha de Durmast le atravesó el hombro, le destrozó las costillas y salió por la cadera.
—¿No hay más discursos? —preguntó Durmast—. ¿Algún otro juego psicológico? ¿No? Entonces ya podemos empezar a matamos.
Se precipitó sobre los guerreros lanzando un grito ensordecedor y describiendo con el hacha un mortífero arco de plata. Sus adversarios retrocedieron de un salto. Uno de ellos cayó, giró sobre sí mismo y logró esquivar el hacha que, sin embargo, alcanzó a otro partiéndole la cabeza. Waylander consiguió arrodillarse, pero no pudo ponerse de pie. Empuñó un cuchillo arrojadizo y esperó, rogando que la fuerza ayudara al gigante.
Una espada se hundió en la espalda de Durmast. Éste se retorció, arrancando la hoja de la mano del atacante, lanzó el hacha hacia atrás y lo degolló. Otra espada lo alcanzó en el pecho; su dueño murió de un puñetazo en la garganta. Los guerreros estrecharon el círculo alrededor del coloso. Las espadas se hundieron en el cuerpo enorme. Pero el hacha siguió segándolos. Sólo quedaban dos guerreros de la Hermandad, que retrocedieron alejándose del gigante herido.
Waylander los esperaba. Se secó las manos en el jubón para quitarse el sudor y la sangre, asió el cuchillo entre los dedos y lo arrojó. El arma hizo impacto bajo el yelmo del guerrero de la izquierda, seccionándole la yugular. La sangre brotó de la herida y el hombre se tambaleó hacia la izquierda, aferrándose la garganta en un vano intento de contener la marea roja.
Durmast cargó contra el guerrero que quedaba, que se agachó para esquivar el rápido movimiento del hacha y hundió la espada en el vientre de Durmast. El gigante soltó el arma y sujetó al guerrero por la garganta, quebrándole el cuello con una torsión de muñecas. Luego cayó de rodillas.
Haciendo un dolorosísimo esfuerzo, Waylander reptó entre las piedras en dirección al moribundo, cuyas manos enormes ceñían el mango de la espada que le sobresalía del abdomen.
—¡Durmast!
—¿Por qué? —El gigante cayó de lado junto a Waylander. Sonrió con los labios ensangrentados.
—¿Qué, amigo mío?
—¿Por qué he sido elegido? —Waylander meneó la cabeza. Extendió el brazo y le apretó la mano con fuerza. El gigante manaba sangre por innumerables heridas—, Hermosa noche —añadió Durmast sonriendo, después de lanzar un juramento en voz baja.
—Sí.
—Apuesto a que el cabrón se sorprendió cuando lo partí en dos.
—¿Cómo lo has conseguido?
—¡No tengo ni idea! —Durmast dio un respingo de dolor y se le desplomó la cabeza hacia atrás.
—¿Durmast?
—Aquí estoy… por ahora. ¡Dioses, qué dolor tan terrible! ¿Crees que no ha tenido poder sobre mí porque soy el Elegido?
—No lo sé. Es probable.
—Sería bonito.
—¿Por qué has vuelto?
Durmast se rió entre dientes, pero sufrió un espasmo de tos y la boca se le llenó de sangre. Se atragantó y escupió.
—Vine a matarte por la recompensa —dijo por fin.
—No te creo.
—¡A veces ni siquiera me creo a mí mismo! —Se quedó un momento en silencio—. ¿Crees que esto cuenta como una buena acción? —preguntó después. Su voz era poco más que un susurro.
—Diría que sí —dijo Waylander con una sonrisa.
—No se lo digas a nadie —dijo Durmast. Ladeó la cabeza y lanzó un estertor.
Waylander se volvió al escuchar un rumor.
Unas veinte bestias encorvadas y deformes salían de la cueva. Se precipitaron sobre los cadáveres cloqueando de placer. Waylander las observó mientras los arrastraban al negro interior de la montaña.
—No se lo contaré a nadie —le susurró al cadáver de Durmast.
Las criaturas se abalanzaron sobre él.
Gellan, Jonat y un centenar de guerreros aguardaban al pie de la muralla, escuchando el fragor de la batalla que llegaba desde arriba. Todos llevaban la armadura negra de la Jauría Vagriana y capas azules sobre petos dorados. Sólo Gellan tenía puesto el yelmo de los oficiales con el penacho de crin blanca.
Era casi medianoche y el ataque proseguía. Gellan tragó con fuerza y se ajustó el barboquejo del yelmo.
—Insisto en que esto es una locura —susurró Jonat.
—Lo sé; ahora mismo me siento inclinado a darte la razón.
—Pero iremos de todos modos —musitó Jonat—. ¡Un día de éstos alguien escuchará mi consejo y probablemente me moriré de la impresión!
—¡Se retiran! —gritó un soldado drenai. Bajaba corriendo por la escalera de las almenas y empuñaba una espada ensangrentada—. ¡Preparaos! —Se agazapó en un escalón, observando las murallas—. ¡Ahora! —gritó.
Gellan agitó el brazo y los cien soldados lo siguieron escaleras arriba. Las escalas y cuerdas seguían colocadas. Gellan se subió a un tablón de madera y echó una ojeada hacia abajo. En la escala aún había tres hombres, casi al pie de la muralla. Pasando la pierna por encima del muro, comenzó a descender. Detrás de él, algunos soldados blandían la espada, en un simulacro de combate para engañar a quienes pudieran estar observándolos desde el campamento vagriano. A Gellan no le pareció muy convincente. Saltó rápidamente al suelo y esperó a que sus hombres lo alcanzaran. Entonces emprendieron la larga marcha hacia el campamento vagriano.
Varios soldados enemigos se les unieron, pero no les hablaron. Estaban completamente agotados y desmoralizados al cabo de otro día infructuoso.
Gellan miró de reojo a Jonat. Estaba tenso; no obstante, se mostraba inexpresivo y, como siempre, había dejado de lado su amargura, dispuesto a emplearse a fondo en la empresa que tenían entre manos.
Se encontraron por fin en medio de las hogueras junto a las que se apiñaban los soldados vagrianos. A la derecha, un grupo de cocineros preparaba la comida en tres calderos burbujeantes.
La boca seca de Gellan comenzó de pronto a segregar saliva; el aroma le inundó los sentidos. En Purdol llevaban tres días sin comer.
El atrevido plan había sido idea de Karnak. Disfrazados de vagrianos, una partida de guerreros drenai realizada una incursión en el almacén y llevaría los preciosos alimentos a los defensores hambrientos. Había sonado bien cuando lo planearon sentados alrededor de la gran mesa de la sala de Purdol. Pero ahora, mientras atravesaban el campamento enemigo, parecía suicida.
—¿Adonde vais? —preguntó un oficial, surgiendo de la oscuridad.
—No es asunto vuestro —replicó Gellan, que había reconocido su rango por las bandas de bronce en las hombreras.
—Disculpadme —dijo el oficial en tono más conciliatorio—, pero tengo órdenes de que nadie entre en el cuartel oriental sin autorización.
—Pues bien; como tenemos que ir a vigilar los muelles, os agradecería que me dijerais cómo podemos hacerlo sin pasar por allí.
—En el puerto está de guardia la brigada tercera —dijo el hombre—. Lo tengo aquí escrito.
—Perfecto —dijo Gellan—. En ese caso, haré caso omiso de las órdenes del Primer General y me llevaré a mis hombres a que descansen. Pero en caso de que me pregunten por qué lo hice, ¿cómo os llamáis?
—Antasy, brigada sexta —respondió el oficial, poniéndose en posición de firmes—. Pero estoy seguro de que no será necesario mencionar mi nombre. Evidentemente debe de haber algún error en las órdenes que me han dado.
—Evidentemente —convino Gellan, volviéndose—. ¡Marchen!
Los hombres se alejaron del oficial con un trote cansino y se internaron en las callejas serpenteantes del puerto.
—Ahora viene la parte difícil —dijo Jonat en voz baja, poniéndose a la par de Gellan.
—Ya lo creo.
Un poco más adelante había una partida de seis soldados apostada delante de un almacén de madera. Dos de ellos estaban sentados sobre cajas vacías mientras que los otros cuatro jugaban a los dados.
—¡De pie! —bramó Gellan—. ¿Quién está al mando aquí?
—Yo, señor —dijo un joven con el rostro sonrojado. Se acercó corriendo mientras metía los dados en una bolsita que llevaba a un lado.
—¿Qué significa esto?
—Lo siento, señor. Es sólo que… nos aburríamos, señor.
—¡No tendrás que preocuparte por el aburrimiento cuando te den cien latigazos en la espalda, chico!
—No, señor.
—No perteneces a mi brigada y no pienso embarcarme en interminables pleitos burocráticos. De modo que pasaré por alto tu negligencia. Dime, ¿tus amigos apostados en la parte trasera también están jugando a los dados?
—No lo sé, señor.
—¿Cuántos hay allí?
—Diez, señor.
—¿Cuándo os relevan?
—Dentro de dos horas, señor —dijo el joven, lanzando una ojeada al cielo.
—Muy bien. Abre el almacén.
—¿Cómo decís, señor?
—¿Además de negligente eres duro de oído?
—No, señor. Es que no tenemos la llave.
—¿Quieres decir que no han enviado la llave?
—No sé a qué os referís, señor.
—El Primer General —dijo Gellan, lentamente y con paciencia infinita— nos ha ordenado trasladar ciertos artículos desde este almacén a sus cuarteles. Tu segundo oficial… ¿cómo se llama?
—Erthold, señor.
—Sí; Erthold tenía que reunirse aquí conmigo o bien dejar la llave. ¿Dónde está?
—Bueno…
—Bueno ¿qué?
—Está durmiendo, señor.
—Durmiendo —dijo Gellan—. ¿Cómo no he considerado esa posibilidad? Un grupo de hombres que holgazanean mientras están de servicio. Jugando a los dados, nada menos, de modo que podría pasar un centenar de hombres sin que los vieran. ¿Dónde iba a estar el oficial sino durmiendo? ¡Jonat!
—Sí, señor.
—Haz el favor de tirar abajo la puerta.
—Sí, señor —dijo Jonat alegremente mientras salía corriendo con otros dos soldados. En unos segundos hicieron añicos la puerta lateral, entraron en el edificio, levantaron la tranca de las puertas principales y las abrieron de par en par.
Gellan agitó el brazo para indicar a la tropa que entrara en el depósito.
—Erthold se pondrá furioso, señor —dijo el soldado—. ¿Envío a alguien a que lo despierte?
—Como quieras —contestó Gellan, sonriendo—. Pero tal vez pregunte quién autorizó a ese hombre a dejar su puesto. ¿Eres tú el responsable?
—¿Creéis que es mejor que no lo moleste?
—Lo dejo en tus manos.
—Seguramente será mejor —dijo el soldado, mirando a Gellan en busca de un signo de aprobación. Gellan se alejó, pero se volvió al escuchar el estrépito de muchos pies a la carrera. Diez hombres, espada en mano, llegaban corriendo de la parte trasera del almacén.
Al ver a Gellan se detuvieron. Tres de ellos le dirigieron un saludo nervioso y el resto lo imitó.
—Regresad a vuestros puestos —ordenó Gellan.
Los hombres miraron a su superior que, encogiéndose de hombros, les indicó con un gesto que se marcharan.
—Lamento todo esto, señor, y os agradezco que no nos hayáis castigado por lo de los dados.
—Yo también lo he hecho alguna vez mientras estaba de servicio —dijo Gellan.
Los drenai, muy cargados, comenzaron a salir del almacén. Jonat supervisó la operación, asegurándose de que sólo se llevaban alimentos no perecederos: harina, frutos secos, cecina, avena y sal.
También había encontrado al fondo una pequeña reserva de medicamentos y se apropió de tres bolsitas de hierbas que sin duda le serían de utilidad a Evris.
Cerró las grandes puertas, volvió a colocar las trancas y fue el último en marcharse. Sus hombres estaban alineados en formación, cargando sobre los hombros abultados fardos.
Jonat se aproximó al oficial encargado de la despensa.
—No quiero que nadie entre en el depósito, aunque la puerta esté rota. ¡Si se consume una sola gota del alcohol almacenado, habrá problemas! —Guiñó el ojo ostensiblemente.
El hombre saludó y Gellan regresó con sus hombres al campamento vagriano.
La columna serpenteó por las calles desiertas, dejó atrás tiendas y almacenes y avanzó por el terreno accidentado que precedía a la fortaleza. Al mirar de reojo a la derecha, Gellan vio algo que le heló la sangre.