Waylander (38 page)

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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

BOOK: Waylander
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Detrás de una fila de casas, en una hondonada que no se veía desde el fuerte, había tres grandes máquinas en construcción. Las había visto en funcionamiento durante una visita a Ventria. Eran balistas, unas catapultas gigantescas capaces de disparar rocas enormes contra una muralla. Cuando las acabaran, sembrarían la destrucción. Habrían enviado las piezas de Vagria, rodeando el Cuerno Lentriano, para que las montaran allí. Le dio un golpecito en el hombro a Jonat y señaló las obras, que se llevaban a cabo a la luz de las linternas.

—No estarás pensando que… —Jonat lanzó un juramento y lo miró a los ojos.

—Llévate a los hombres a Purdol, Jonat. Nos veremos más tarde.

—No puedes…

—No discutas. ¡Vamos!

Dardalion regresó a la fortaleza y a su cuerpo dormido. Parpadeó, abrió los ojos y salió de la cama. Dominado por la tristeza, se cubrió el rostro con las manos y lloró.

Había visto cómo arrastraban el cuerpo agonizante de Waylander al interior de la montaña, y había percibido el hambre de las criaturas que la habitaban.

Astila entró silenciosamente en la habitación y se sentó junto al sacerdote.

—Waylander ha muerto —le dijo Dardalion.

—Era amigo tuyo —dijo Astila—. Lo siento mucho.

—Es difícil juzgar la amistad bajo estas circunstancias. Éramos camaradas, supongo. Me dio una vida nueva, un propósito nuevo. De su ofrenda de sangre nacieron los Treinta.

—¿Su misión ha fracasado?

—Todavía no. Por ahora la Armadura está a salvo, pero la lleva una mujer que atraviesa sola las tierras de los nadir. Tengo que alcanzarla.

—Es imposible, Dardalion.

—Todo lo que hemos intentado hasta ahora parecía imposible al principio —replicó el sacerdote guerrero, sonriendo de repente.

—Los hombres traen comida —dijo Astila cerrando los ojos—. Los informes de Baynha indican que no hay bajas, pero el oficial no viene con ellos.

—Bien. ¿Y la Hermandad?

—Anoche no atacaron.

—Me pregunto si se estarán reorganizando o se han dado por vencidos.

—No creo que los hayamos vencido, Dardalion.

—No —dijo Dardalion con expresión de tristeza—. Sería esperar demasiado.

Astila advirtió que su comandante quería estar solo y abandonó la habitación. Dardalion se acercó a la ventana alta para mirar las estrellas distantes.

Al contemplar la eternidad, se sintió en calma. El rostro de Durmast ocupó sus pensamientos. Meneó la cabeza, recordando lo alterado que se había sentido al volar hacia el Raboas, ansioso por observar a Waylander. Al llegar, vio cómo torturaban al asesino y el enfrentamiento de Durmast con la Hermandad.

Dardalion, empleando a fondo su poder, había proyectado un escudo sobre Durmast para bloquear el conjuro de Tchard. Pero no pudo impedir que las terribles espadas se hundieran en el cuerpo del gigante. Se había sentido enormemente triste al oír lo que Durmast le decía a Waylander.

«¿Crees que no ha tenido poder sobre mí porque soy el Elegido?»

Dardalion deseó con toda su alma que fuera verdad, que no se tratara de una simple casualidad: un hombre, un espíritu, en el lugar adecuado en el momento justo.

Pensaba que, en cierto modo, Durmast se merecía algo más.

Dardalion se preguntó si la Fuente aceptaría a Durmast. ¿Toda una vida de delitos menores pesaría más que un momento de heroísmo? Así debería ser; sin embargo…

El sacerdote cerró los ojos y rogó por las almas de ambos. Entonces sonrió. ¿Qué harían unos hombres como ellos en el paraíso de paz prometido por los antiguos? Toda una eternidad de cánticos y oración. ¿No preferirían el fin de la existencia?

Una de las antiguas religiones prometía un paraíso especial para los héroes. Allí les daban la bienvenida doncellas guerreras que entonaban cánticos de alabanza sobre sus hazañas.

Probablemente Durmast preferiría eso.

Dardalion contempló la luna… y se puso a temblar.

Una pregunta lo torturaba.

«¿Qué es un milagro?»

Se quedó perplejo ante la simplicidad de la respuesta, surgida de las profundidades de su intelecto para contestar a la pregunta formulada involuntariamente.

Un milagro es algo que ocurre de forma inesperada en el momento preciso. Ni más, ni menos.

Durmast no esperaba que él lo rescatara; por lo tanto, había sido un milagro. Sin embargo, ¿por qué había estado Dardalion a mano justamente en el momento adecuado?

«Porque decidí buscar a Waylander», se dijo.

«¿Por qué lo decidiste?»

La enormidad de la respuesta abrumó al sacerdote. Se apartó de la ventana y fue a sentarse sobre la cama.

Durmast había sido elegido hacía muchos años, incluso antes de nacer. Pero sin Waylander, Durmast no habría sido más que un criminal. Y sin Dardalion, Waylander no habría sido más que un asesino perseguido.

Era un diseño entretejido con una serie de hilos aparentemente aleatorios,

Dardalion cayó de rodillas, abrumado por una vergüenza terrible.

Gellan, sentado fuera del alcance de la luz de las linternas, observaba la construcción de la balista. Unos doscientos hombres izaban los brazos gigantescos de las catapultas para colocarlos en su sitio y martilleaban tacos de madera en el travesaño principal. En el extremo de cada brazo había una bolsa de lona en la que se podrían colocar piedras de casi un cuarto de tonelada. Gellan no tenía una idea exacta del alcance de las máquinas vagrianas, pero en Ventria había visto rocas lanzadas a cientos de pies de distancia.

Las balistas estaban colocadas sobre estructuras de madera con dos ruedas enormes en cada esquina. Las arrastrarían delante de las murallas, probablemente frente a la torre de la puerta.

Hasta ahora las puertas de roble reforzadas de bronce se habían mantenido firmes ante todos los asaltos. Pero no resistirían estas máquinas de destrucción.

Gellan echó un vistazo a la fortaleza, de un blanco plateado a la luz de la luna. Ya habían acabado de izar a todos los hombres a lo alto de la muralla; las provisiones ya estarían almacenadas y los calderos puestos al fuego, bullendo repletos de avena y carne.

Gellan deseó haberse despedido de Jonat. En cierto modo era una grosería haberlo enviado al fuerte sin un adiós.

Se incorporó y se acercó descaradamente a la zona de trabajo, deteniéndose para estudiar las construcciones. Escudriñó el interior de las sólidas articulaciones y se maravilló ante las proporciones de la carpintería. Siguió caminando sin que nadie reparara en él, hasta que llegó a una caseta de almacenamiento. Una vez dentro, localizó los barriles de aceite para linternas y varios cubos.

Se quitó el yelmo y el peto, llenó seis cubos de aceite y los dejó fuera de la caseta. Encontró una jarra vacía, que también llenó. Cogió una linterna que colgaba de un poste cercano, se dirigió a la máquina de asedio más alejada y, con calma, vertió aceite en la gran articulación que sujetaba el brazo enorme a la estructura.

Se encaminó a la segunda máquina y vació la jarra sobre la madera. Quitó la pantalla de vidrio de la linterna y sostuvo la llama contra la articulación saturada de aceite. El fuego brotó de la estructura.

—¿Qué haces? —exclamó un ingeniero. Gellan, haciendo caso omiso de él, se dirigió a la primera máquina y acercó la llama al aceite.

El hombre lo aferró del hombro, obligándolo a volverse, pero Gellan le deslizó la daga entre las costillas. Los hombres se aproximaban corriendo a las máquinas.

—¡Rápido! —gritó Gellan—. ¡Traed agua! ¡De allá!

Varios hombres lo obedecieron al instante, acarreando los cubos que Gellan había dejado junto a la caseta.

Una cortina de fuego devastadora se elevó en el cielo con un rugido cuando el aceite roció las llamas. Una segunda llamarada, no tan espectacular, se desprendió de la otra máquina.

Como no tenía tiempo para destruir la tercera balista, Gellan se alejó, incrédulo ante su buena suerte.

Había sido muy simple. Se había movido sin prisas, logrando no llamar la atención. Regresaría a la fortaleza y disfrutaría de una buena comida.

Se volvió, dispuesto a echar a correr. Y se encontró frente a frente con una veintena de hombres armados, capitaneados por un oficial que portaba un sable de acero plateado.

—Gellan, ¿verdad? —El oficial se adelantó, levantando la mano para detener a los soldados.

—En efecto. —Gellan desenvainó poco a poco la espada.

—Nos conocimos hace dos años, cuando participé como huésped de honor en el torneo de las Espadas de Plata de Drenan. Creo que fuiste el vencedor.

—Es un placer volver a verte. —Gellan reconoció al hombre. Era Dalnor, un espadachín vagriano, ayudante del general Kaem.

—Supongo que no piensas rendirte, ¿verdad?

—No se me había ocurrido. ¿Y a ti?

—Te vi en el torneo, Gellan. Eras un espadachín muy bueno, pero había ciertas lagunas en tus defensas. ¿Me permites que te lo demuestre?

—Sí, por favor.

Dalnor dio un paso adelante y presentó la espada. Cruzaron las hojas y, dando un salto hacia atrás, comenzaron a girar uno alrededor del otro. El sable delgado de Dalnor avanzó con un veloz movimiento, pero Gellan lo paró al instante y contraatacó rápidamente con una estocada. Los dos hombres se separaron.

Tras ellos ardían las máquinas; el duelo se celebraba entre las sombras gigantescas proyectadas por las llamas.

Los aceros restallaron y entonaron su melodía una y otra vez, sin que los guerreros resultaran heridos, al menos en apariencia. Dalnor hizo una finta a la izquierda y con un giro de muñeca lanzó un sablazo a la derecha. Gellan bloqueó el golpe y contraatacó con una violenta estocada al vientre. Dalnor se hizo a un lado, esquivando la espada, y respondió con un sablazo en dirección a la cabeza de Gellan, que se apartó de un salto.

Las espadas se cruzaron de nuevo. Dalnor hizo una finta alta e hincó la hoja en el flanco de Gellan, por encima de la cadera derecha. El sable atravesó los músculos y se retiró en una fracción de segundo.

—¿Lo ves, Gellan? —dijo Dalnor—. El problema está en que no sabes defender la parte inferior de tu cuerpo: eres demasiado alto.

—Gracias por señalármelo. Intentaré mejorarlo.

—Me caes bien, Gellan —dijo Dalnor riendo entre dientes—. Ojalá fueras vagriano.

Gellan estaba agotado; la falta de comida había minado sus fuerzas. Sin responder, presentó de nuevo la espada.

—¿Otra lección? —preguntó Dalnor enarcando las cejas y avanzando. Volvieron a entrechocar las hojas. El duelo se mantuvo parejo hasta que un torpe movimiento de bloqueo de Gellan permitió que Dalnor le deslizara la espada entre las costillas. Gellan aferró la hoja al instante para impedir que siguiera penetrando, y le asestó a Dalnor un tajo con la suya que le seccionó la yugular.

Dalnor cayó hacia atrás, llevándose la mano a la garganta.

Gellan cayó hacia delante, soltando la espada.

—He aprendido la lección, vagriano.

Un guerrero se acercó a Gellan a la carrera y le seccionó el cuello con la espada. Dalnor levantó la mano como si quisiera detenerlo, pero la sangre le brotó de la garganta en espumarajos y se derrumbó junto al cadáver del espadachín drenai.

Al fondo de la escena ardían las balistas; una negra columna de humo se elevaba sobre la fortaleza gris, enroscándose como un puño gigantesco sobre los defensores.

Al amanecer, Kaem inspeccionó los restos de las máquinas. Dos de ellas estaban destruidas.

Pero quedaba una.

Kaem resolvió que sería suficiente.

VEINTICINCO

Karnak observó las llamas que se elevaban por encima del cerro y oteó el terreno accidentado en busca de alguna señal de Gellan. Aunque no creía que apareciera, mantenía las esperanzas.

Pensando en el futuro, si es que había futuro para ellos, no tenía tanta importancia que Gellan hubiera muerto; nunca habría sido un buen subordinado; era demasiado independiente para someterse de manera servil a un líder. Sin embargo, Karnak sabía que lo echaría de menos; era como la espina de la rosa, que nos recuerda que la carne es débil.

—Parecen dos incendios —dijo Dundas, acercándose al general.

—Sí. Jonat dice que hay tres balistas.

—Aun así, dos no está nada mal para un hombre.

—Todo es posible si uno se entrega en cuerpo y alma a un propósito —dijo Karnak en voz baja.

—Hoy hemos perdido trescientos hombres, general.

—Egel llegará pronto —dijo Karnak después de asentir con un gesto.

—Ni siquiera vos lo creéis.

—Aguantaremos hasta que llegue, Dundas. No tenemos elección. Dile a Jonat que debe ocupar el puesto de Gellan.

—Sarvaj tiene un rango mayor.

—Sé perfectamente quién tiene un rango mayor. Pon a Jonat al mando.

—Sí, señor. —Dundas se alejó, pero Karnak lo detuvo.

—En tiempos de paz no le encargaría a Jonat ni siquiera la evacuación de un establo, pero ahora es cuestión de vida o muerte.

—Sí, señor.

Karnak observó desde lo alto de la torre de la puerta a los hombres sobre las murallas. Algunos estaban sentados y comían; otros, tumbados, dormían; y otros, por fin, devolvían a las espadas el filo perdido durante el prolongado combate.

«Muy pocos», pensó. Echó un vistazo al Torreón.

Pronto habría que tomar decisiones difíciles.

Jonat estaba sentado junto a Sarvaj en la muralla. Después de pasar un rato vigilando por si aparecía Gellan, ya sabían que lo habrían matado o tomado prisionero.

—Era una buena persona —dijo por fin Sarvaj.

—Era un tonto —siseó Jonat—. No tenía por qué suicidarse.

—No —convino Sarvaj—, pero lo echaremos de menos.

—¡Yo no! Me importa un bledo cuántos oficiales mueran. Sólo me pregunto por qué me quedo en esta maldita fortaleza. Yo tenía un sueño, una ambición si lo prefieres… ¿Has estado alguna vez en las montañas de Skoda?

—No.

—Allí hay picos que nadie ha escalado jamás; están cubiertos por la niebla nueve meses al año. Quería construir una casa cerca de una de esas cumbres. Hay un vallecillo resguardado donde se puede criar caballos. Entiendo de caballos. Me gustan.

—Me alegro de que haya algo que te guste.

—Hay muchas cosas que me gustan, Sarvaj. Pero no muchas personas.

—A Gellan le gustabas.

—¡Basta! No quiero oír hablar más de Gellan. ¿Lo entiendes?

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