—Y a ti, sacerdote.
—De sacerdote, nada. La guerra ha entrado en mí; he matado.
—Todos estamos mancillados, Dardalion.
—Sí. Pero el final se acerca; entonces lo sabré.
—¿Qué sabrás?
—Si tenía razón. Ahora debo irme. ¡Espera en el transbordador!
Danyal y Kai llegaron al paso del río al día siguiente al anochecer. No había signos de vida; incluso el transbordador estaba fondeado al otro lado. Danyal desensilló el caballo y Kai acarreó el abultado fardo que contenía la Armadura a una pequeña choza. Danyal encendió una hoguera y preparó algo de comer. Desvió la mirada mientras Kai comía llevándose la avena a la boca con las manos.
Ella durmió en una cama estrecha y el monstruo se quedó sentado junto al fuego con las piernas cruzadas.
Danyal se despertó justo después del amanecer y descubrió que estaba sola. Después de desayunar frutos secos se encaminó al río y se lavó, quitándose la túnica e internándose desnuda en agua que le llegaba a la cintura. La corriente era rápida y le resultaba difícil mantenerse de pie. Al cabo de unos minutos volvió a la orilla y lavó la túnica lo mejor que pudo, golpeándola contra una roca para que se desprendiera la suciedad acumulada en el viaje.
Dos hombres salieron de los arbustos a su izquierda. Danyal se inclinó a la derecha para recoger la espada y arrojó a un lado la vaina.
—Nos ha salido guerrera, la chica —dijo uno de ellos. Era bajo y corpulento, llevaba un jubón de cuero marrón y una daga curva. Sonrió y Danyal vio que le faltaban dos dientes delanteros; estaba sucio y sin afeitar, al igual que su compañero, un hombre fornido de bigotes caídos.
—¡Fíjate! —dijo el primero—. Tiene un cuerpo angelical.
—Ya veo —dijo el segundo con una amplia sonrisa.
—¿Es que nunca habéis visto una mujer, maricones? —preguntó Danyal.
—¿Maricones? Ya te mostraré lo maricón que soy —gruñó el guerrero desdentado.
—¡Cobarde comemierda! Lo único que me mostrarás son las tripas. —Danyal alzó la espada y los hombres retrocedieron.
—¡Atrápala, Cael! —ordenó Desdentado—. Quítale la espada.
—Quítasela tú.
—¿Tienes miedo?
—El mismo que tú.
Mientras discutían, la inmensa silueta de Kai se irguió tras ellos con las manos extendidas. Golpeó con las palmas las dos cabezas, que entrechocaron con un crujido espantoso. Ambos se desplomaron. Kai se inclinó para asir a Desdentado por el cinturón, y con un despreocupado balanceo del brazo arrojó al hombre inconsciente al agua, bien lejos de la orilla. Su compañero corrió la misma suerte y ambos se hundieron y desaparecieron de la vista.
—Malos. —Kai se acercó con paso tranquilo meneando la cabeza.
—Ya no —dijo Danyal—. Pero podría habérmelas arreglado sola.
Aquella noche, mientras Danyal acarreaba leña a la choza, la madera podrida del suelo del porche cedió bajo uno de sus pies, produciéndole un corte profundo en la pierna. Entró cojeando en la choza y empezó a lavar la herida, pero Kai se arrodilló a su lado y cubrió la zona con la mano. Danyal sintió una punzada de dolor e intentó apartarla. Pero el dolor cesó, y cuando Kai retiró la mano la herida se había desvanecido.
—¡Ya! —dijo Kai ladeando la cabeza. Danyal se tanteó con cuidado la pierna; la piel estaba intacta.
—¿Cómo lo has hecho?
—Migo. —Levantó la mano, señaló la palma y se dio una palmadita en el hombro y en la cadera—. Eilande.
Pero ella no lo entendió.
Al mediodía del día siguiente llegó a la orilla opuesta una partida de jinetes de la Legión. Danyal los observó mientras tiraban de los cables del transbordador para atravesar el río.
—Debes irte —dijo, volviéndose hacia Kai—. No te entenderán.
—Adiós, Anyal. —Extendió el brazo y la tocó ligeramente en el hombro.
—Adiós, Kai. Gracias.
Kai llegó al borde del bosque, dio media vuelta y señaló al norte mientras el transbordador atracaba.
—Eilande —gritó. Danyal agitó la mano y se volvió hacia el oficial que se aproximaba.
—¿Eres Danyal?
—Sí. La Armadura está en la choza.
—¿Quién era el grandote de la máscara?
—Un amigo, un buen amigo.
—No me gustaría tenerlo por enemigo. —Era un hombre joven, guapo y sonriente, y Danyal lo siguió hasta el transbordador. Una vez la Armadura estuvo a bordo, se sentó cómodamente, relajándose por primera vez en muchos días. Entonces la asaltó una idea repentina.
—¡Kai! —gritó, corriendo a la popa del transbordador—. ¡Kai!
Pero el bosque estaba en silencio. El gigante se había ido.
Eilande. Waylander.
El gigante lo había curado. Era eso lo que intentaba decirle.
¡Waylander estaba vivo!
El Torreón mantuvo al enemigo a raya durante cinco días, hasta que finalmente la cabeza de bronce del ariete partió los tablones de las puertas. Los soldados avanzaron en masa, destrozaron la madera a hachazos, la arrancaron con ganchos y abrieron una amplia brecha de entrada al Torreón.
Sarvaj los esperaba al otro lado de las puertas, en el pasaje abovedado del rastrillo, acompañado de cincuenta espadachines y una veintena de arqueros de rodillas y con las últimas flechas dispuestas ante ellos. En cuanto se abrieron las puertas y los vagrianos llenaron la brecha, los arqueros dispararon. Las flechas deshicieron la fila frontal del enemigo, pero tras ella surgieron más guerreros con el escudo en alto. Los arqueros se retiraron, y Sarvaj y sus espadachines emprendieron un furioso ataque, haciendo relampaguear los aceros a la luz que se colaba por las puertas destrozadas.
Los dos grupos entrechocaron los escudos. Los vagrianos se replegaron durante casi un minuto, pero después, gracias a su superioridad numérica, consiguieron empujar a los drenai hacia el empedrado cubierto de sangre del pasaje abovedado.
Sarvaj lanzaba tajos y estocadas a la marea humana que tenía ante sí, aturdido por los aullidos y los gritos de guerra que resonaban como contrapunto del repique de espadas y escudos. Uno de los atacantes le clavó una daga en el muslo; Sarvaj le asestó un tajo en el cuello que lo derribó en medio de las botas de sus camaradas. Acompañado de una docena de hombres, se abrió paso en la escaramuza para ir a cerrar las puertas de la gran Sala. Otros guerreros drenai acudieron corriendo en su ayuda desde las almenas, pero los vagrianos eran demasiados y los drenai se vieron obligados a retroceder al interior de la Sala. Allí el enemigo se apiñó en torno a los defensores en lucha, mofándose de su derrota. Los drenai, con expresión inflexible, formaron un círculo defensivo y se negaron a entregarse.
—Rendíos —dijo un oficial vagriano entrando en la sala y señalando a Sarvaj—. Se ha acabado.
—¿Alguien quiere rendirse? —Sarvaj lanzó una mirada a los hombres que lo rodeaban. Quedaban menos de veinte.
—¿A esa chusma? —replicó uno de ellos.
El vagriano dio la señal de avanzar.
Un guerrero se abalanzó espada en alto sobre Sarvaj. Éste retrocedió y, agachándose bajo la hoja, le asestó una estocada en la ingle. La extrajo enseguida mientras otro hombre se precipitaba sobre él. Paró una estocada violenta, pero el golpe de una lanza contra su escudo lo hizo tambalearse. Una espada le produjo un corte en la cara. Aunque cayó rodando, consiguió lanzar una estocada hacia arriba y un hombre gritó. Pero varios guerreros lo rodearon, asestándole repetidos tajos en la cara.
Advirtió que no sentía dolor, a pesar de que la sangre le anegaba la boca, ahogándolo.
Arriba, en las almenas, Jonat, sin el yelmo y con la espada desafilada, veía con expresión de impotencia cómo los vagrianos invadían las murallas. Un guerrero se abalanzó hacia él; Jonat paró la hoja y le lanzó un tajo fulminante que le seccionó la garganta. Soltó la espada, se apoderó del sable de su adversario y comprobó el filo. Sonrió al ver que seguía afilado.
En la escalera de caracol, los guerreros drenai se replegaban ante el avance enemigo y luchaban resueltamente para cubrir la retirada. Jonat, que los oía desde abajo, supo que el asedio había finalizado. La cólera lo anegó, con toda la amargura de sus veintisiete años. Nadie lo había escuchado. Desde que de niño suplicara por la vida de su padre, nadie lo había escuchado de verdad. Ahora sufría la humillación final: morir en una batalla perdida, sólo cinco días después de su ascenso. De haber vencido, lo habrían aclamado como a un héroe y se habría convertido en uno de los oficiales con rango de Primer Dun más jóvenes de la Legión. Al cabo de diez años habría sido general.
Ya no quedaba nada… ni siquiera sería una nota a pie de página en el libro de la historia.
«Dros Purdol —dirían—. ¿No se libró allí una batalla?»
En cuanto bajaron la escalera, los drenai formaron una cuña en el pasillo principal, pero los vagrianos ahora irrumpían desde arriba y desde abajo. Karnak y Dundas aparecieron por la izquierda con una veintena de guerreros y se unieron al grupo de Jonat.
—Lo siento, chico —dijo el general. Jonat no respondió; el enemigo cargaba por la izquierda y Karnak les hizo frente con un contraataque feroz, segando sus filas con el hacha. Dundas, a su lado como siempre, cayó abatido por un lanzazo en el corazón, pero la furiosa acometida de Karnak hizo que pasara inadvertido. Jonat, gritando de rabia y desesperación, lanzaba tajos y estocadas para detener el avance enemigo. Un hacha lo golpeó en el peto y continuó con ímpetu su trayectoria hacia la cabeza. Jonat cayó; tenía un corte poco profundo en la sien del cual manaba sangre. Intentó levantarse, pero un guerrero drenai al que le habían partido la cabeza de un hachazo se derrumbó sobre él. El ruido del combate disminuyó y Jonat se hundió en la oscuridad.
Los drenai siguieron cayendo uno tras otro hasta que sólo quedó Karnak, que retrocedió con el hacha en alto mientras los vagrianos avanzaban con la espada de punta y el escudo alzado. Karnak respiraba agitado y la sangre brotaba de las heridas que tenía en los brazos y las piernas.
—¡Cogedlo vivo! —gritó un oficial—. El general lo quiere con vida.
Los vagrianos se abalanzaron sobre él. Cubierto de una lluvia de puñetazos, el general drenai soltó el hacha y se desplomó sobre el suelo ensangrentado. Las botas lo golpearon ruidosamente en la cara y por todo el cuerpo, estrellándole la cabeza contra la pared. Karnak lanzó un débil puñetazo; finalmente, dejó de moverse.
En el segundo piso los sacerdotes supervivientes de los Treinta se habían parapetado tras una barricada en la biblioteca del Torreón.
—Se ha acabado, hermanos —dijo Dardalion al oír los golpes contra la puerta. Salvo él, ninguno de los sacerdotes que lo rodeaban estaba armado.
—No lucharé —dijo Astila adelantándose—. Pero que conste que no me arrepiento absolutamente de nada, Dardalion.
—Gracias, amigo mío.
—Lamento haber empleado las ratas contra soldados rasos —dijo el joven Baynha aproximándose—, pero no me avergüenzo de haber combatido contra la Hermandad.
—Creo que debemos orar, hermanos, pues el tiempo se acaba.
El pequeño grupo se arrodilló en el centro de la biblioteca, y sus mentes se fusionaron. Aunque no oyeron el crujido final de la puerta ni el derrumbe de la barricada, todos sintieron el filo de la hoja que les infligía la primera herida; la que le perforó el corazón a Astila, la que decapitó a Baynha y todas las demás, que se hundieron en la carne sin encontrar resistencia. A Dardalion le habían atravesado la espalda. Sintió que el dolor lo invadía…
Lejos de la fortaleza agonizante, Kaem observaba con mal disimulada alegría las últimas etapas de la batalla desde el balcón del cuartel.
El calvo general vagriano ya estaba planeando el próximo movimiento de su campaña: dejar en Purdol un nutrido contingente y desplazar sus tropas al bosque de Skultik para expulsar a Egel. Posteriormente se dirigiría hacia el sur y se encargaría de Pestillo de Hierro y de los lentrianos.
Un reflejo deslumbrante le llamó la atención y dirigió la vista hacia la izquierda, donde una línea de colinas bajas bordeadas de árboles anunciaban la entrada a Skultik. Allí, montado sobre un espléndido caballo negro, se veía a un guerrero cuya armadura llameaba al sol del mediodía.
¡La Armadura de Bronce! Kaem, con la boca seca de repente, entrecerró los ojos para protegerse del resplandor. El guerrero alzó un brazo y de pronto la colina pareció moverse, inundada por miles de jinetes que bajaban como un torrente hacia la fortaleza. No había tiempo para organizar una defensa de los flancos; Kaem contempló horrorizado cómo una fila tras otra de soldados cubría la colina.
¿Cinco, diez, veinte mil?
Los primeros soldados vagrianos contemplaron su avance con el rostro demudado. Al comprender qué sucedía, desenvainaron las espadas, pero la masa los engulló.
Kaem se dio cuenta de que todo estaba perdido. Las cifras ya no significaban nada. El enemigo abriría una brecha en sus filas y las dispersaría.
El Guerrero de Bronce se sentó en lo alto de la colina con la mirada fija en la fortaleza. Kaem vio que volvía la cabeza en dirección al puerto y supo, con un súbito estremecimiento, que lo buscaba a él.
Kaem se apartó de la ventana, pensando deprisa. Sus barcos seguían fondeados allí; podría escapar de Purdol y unirse a las fuerzas que tenía en el sur. Desde allí podría organizar la resistencia para aguantar hasta que acabara el invierno y emprender una nueva ofensiva en primavera.
Se volvió…
En la entrada había una figura encapuchada, alta y delgada, con una capa negra sobre los hombros y una pequeña ballesta negra en la mano.
Kaem no podía ver el rostro que se escondía bajo la capucha, pero sabía quién era. Lo sabía.
—¡No me mates! —imploró—. ¡No! —Retrocedió hasta el balcón y salió a la brillante luz del sol.
La figura silenciosa lo siguió.
Kaem dio media vuelta, saltó sobre la barandilla del balcón y aterrizó erguido sobre el empedrado treinta pies más abajo. El impacto le quebró las dos piernas, y el hueso del muslo derecho le atravesó la cadera hasta llegar al estómago. Cayó de espaldas y se quedó mirando al balcón vacío. Enloquecido de dolor, murió gritando.
La figura encapuchada se encaminó al muelle y bajó por una escala de cuerda hasta un velero diminuto. Se estaba levantando viento y la embarcación se deslizó rápidamente sobre las olas hasta salir del puerto.
En el interior del Torreón, los vagrianos arrastraron a Karnak por los pasillos empapados de sangre. El ojo que le quedaba estaba hinchado y tenía los labios partidos y sangrantes. Se lo llevaron escaleras abajo y atravesaron la gran Sala cubierta de cadáveres. Karnak intentó caminar, pero tenía la pierna izquierda hinchada y el tobillo no soportaba su peso.