Waylander (24 page)

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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

BOOK: Waylander
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—¿Cómo te llamas, amigo?

—Andric —contestó receloso.

—Soy Gellan. Lo que Jonat ha dicho respecto al castillo de arena ha sido un ejemplo muy bien puesto; es una verdad que hay que tener presente. Aquí cada uno de vosotros es vital. El pánico es una plaga que puede alterar el curso de una batalla, pero lo mismo sucede con el coraje. Cuando Jonat dirigió ese contraataque suicida con sólo diez hombres, todos respondisteis. Volvisteis; creo que sois más fuertes por ello. Al otro lado de estas murallas se halla un enemigo cruel, que se ha abierto paso por el territorio drenai asesinando hombres, mujeres y niños. Es como un animal rabioso. Pero no puede seguir avanzando, pues Dros Purdol es la correa que le han puesto al perro enloquecido alrededor del cuello, y Egel será la lanza que lo destruya. No sirvo para hacer discursos, Jonat puede atestiguarlo, pero me gustaría que aquí nos comportemos como hermanos, ya que todos somos drenai; en realidad, la última esperanza de la raza drenai. Si no resistimos unidos dentro de estas murallas, no merecemos vivir.

»Y ahora mirad a vuestro alrededor, y si veis una cara desconocida, preguntadle cómo se llama. Os quedan unas horas hasta el próximo ataque. Empleadlas para conocer a vuestros hermanos.

Gellan se puso de pie, se volvió a poner el yelmo y se internó en la oscuridad creciente acompañado de Jonat.

—He ahí a un caballero —dijo Vanek, apoyando la espalda contra la pared y aflojándose el barboquejo del yelmo. Era uno de los diez que habían combatido junto a Jonat y también había escapado sin un rasguño, aunque tenía dos abolladuras en el yelmo que le daban un aspecto un tanto extraño—. Recordad qué ha dicho y asimiladlo como si estuviera grabado en losas de piedra. Para aquellos «hermanos» que no me conozcan, me llamo Vanek. Soy un bribón con suerte, y el que quiera vivir debe mantenerse cerca de mí. Si mañana a alguien se le ocurre salir corriendo, es mejor que lo haga en mi dirección, pues no pienso soportar de nuevo estos discursos.

—¿De verdad crees que podemos defender esta plaza, Vanek? —preguntó Andric, acercándose y sentándose a su lado—. Han llegado barcos con más soldados vagrianos durante todo el día, y ahora están construyendo una torre de asedio.

—Supongo que eso los mantiene ocupados —contestó Vanek—. En cuanto a los hombres, ¿de dónde pensáis que vienen? Cuantos más sean aquí, menos serán en otro sitio. En resumen, hermano Andric, los acumulamos aquí como pus en un forúnculo. ¿Crees que Karnak habría venido si pensara que podía perder? Es un político hijo de puta. Purdol es el umbral de la gloria.

—Eres algo injusto —dijo un soldado de mandíbula alargada y ojos muy hundidos.

—Tal vez, hermano Dagon, pero digo lo que veo. No me malinterpretes; lo respeto e incluso votaría por él. Pero no es como nosotros; lleva el sello de la grandeza y se lo ha puesto él mismo, no sé si me entiendes.

—No —dijo Dagon—. Por lo que veo, es un gran guerrero y lucha por los drenai igual que yo.

—Pues dejémoslo así —dijo Vanek sonriendo—. Ambos estamos de acuerdo en que es un gran guerrero, y los hermanos como nosotros no deben discutir.

Arriba, en la torre de la puerta, Karnak, Dundas y Gellan escuchaban la conversación sentados bajo las estrellas que acababan de aparecer. Karnak, con una amplia sonrisa de diversión, le indicó a Gellan que lo acompañara al otro lado de la muralla, donde podrían hablar sin ser oídos.

—Inteligente, ese Vanek —dijo Karnak en voz baja, con la mirada fija en el rostro de Gellan.

—Sí que lo es, señor. ¡Salvo con las mujeres!

—No hay hombre que sepa cómo tratar con las mujeres —dijo Karnak—. Yo debería saberlo: he estado casado tres veces y no he aprendido nada.

—¿Os preocupa Vanek, señor?

—¿Y si así fuera? —Karnak entornó los ojos, pero había una chispa de humor en ellos.

—En ese caso, no seríais el hombre a quien yo seguiría.

—Bien dicho. Me gustan las personas con opinión propia. ¿Compartes sus puntos de vista?

—Por supuesto, pero vos también. Los héroes que cantan los trovadores no existen. Cada persona tiene razones por las que está dispuesta a morir, y casi todas son egoístas, como proteger a la esposa, el hogar o a sí mismo. Vos tenéis sueños de grandeza, general; no hay nada de malo en ello.

—Me alegro de que pienses así —dijo Karnak, con un deje de sarcasmo en la voz.

—Señor, cuando no queráis oír la verdad, hacédmelo saber. Puedo mentir con tanta soltura como cualquiera.

—La verdad es un arma peligrosa, Gellan. Para algunos es como el vino dulce; para otros, un veneno. Vete a dormir un poco, hombre, pareces agotado.

—¿Qué pasaba? —preguntó Dundas cuando Gellan desapareció por el hueco de la escalera iluminado por las antorchas.

—Gellan me preocupa —dijo Karnak. Se encogió de hombros y se dirigió hacia la muralla, contemplando las hogueras del ejército vagriano acampado alrededor del puerto. Dos barcos se deslizaban hacia el muelle sobre un mar negro azabache, con las cubiertas llenas de hombres.

—¿En qué sentido? Es un buen oficial; vos mismo lo habéis dicho.

—Está demasiado próximo a sus hombres. Cree ser un cínico, pero de hecho es un romántico: pretende encontrar héroes en un mundo que no los necesita. ¿Por qué hay hombres así?

—Muchos piensan que sois un héroe, señor.

—Pero Gellan no quiere un simulacro de héroe, Dundas. ¿Cómo me ha llamado Vanek? ¿Político hijo de puta? ¿Es un crimen desear un país fuerte, a salvo de invasiones brutales?

—No, señor, pero entonces no sois un simulacro de héroe. Sois un héroe que simula ser otra cosa.

Pero Karnak no aparentaba haber oído. Tenía la mirada fija en el puerto, donde otros tres barcos se deslizaban como espectros hacia el muelle.

Dardalion le tocó la frente al soldado herido. Éste cerró los ojos y le desaparecieron los surcos de dolor del rostro. Era joven; nunca había tenido que afeitarse. Sin embargo, el brazo derecho le pendía de un hilo de músculo y un ancho cinturón de cuero le sujetaba el estómago desgarrado.

—Éste no tiene ninguna esperanza —transmitió la mente de Astila.

—Lo sé —respondió Dardalion—. Ahora duerme el sueño de la muerte.

El hospital improvisado estaba atestado de camas, jergones y camillas. Varias mujeres cambiaban las vendas a los heridos, les secaban la frente, les hablaban con voz suave y compasiva. Karnak les había pedido ayuda, y su presencia animaba incluso a aquéllos fuera del alcance de la habilidad de los cirujanos, pues a ningún hombre le gusta mostrarse débil ante una mujer, de modo que apretaban los dientes y le quitaban importancia a las heridas.

El cirujano jefe, un hombre enjuto y frágil llamado Evris, se acercó a Dardalion. Los dos se habían hecho amigos enseguida, y el cirujano sintió un alivio enorme cuando los sacerdotes engrosaron sus reducidísimos efectivos.

—Necesitamos más espacio —dijo Evris, secándose la frente sudorosa con un trapo ensangrentado.

—Aquí hace demasiado calor —dijo Dardalion—. Huelo la enfermedad en el aire.

—Lo que hueles son los cadáveres de allá abajo. El Gan Degas no tiene dónde enterrarlos.

—Entonces habrá que quemarlos.

—Estoy de acuerdo, pero piensa en el efecto que eso tendrá sobre la moral de los hombres. Una cosa es ver a tus amigos muertos, y otra muy distinta ver que se los arroja a una hoguera gigantesca.

—Hablaré con Karnak.

—¿Has visto al Gan Degas? —preguntó Evris.

—No. De hecho, hace días que no lo veo.

—Es muy orgulloso.

—Casi todos los guerreros lo son. Sin orgullo no habría guerras.

—Karnak se refirió a él con palabras muy duras; lo llamó cobarde y derrotista. Ninguna de las dos cosas es verdad. Jamás se ha visto persona más valiente y fuerte. Intentaba hacer lo mejor para sus hombres, y de haber sabido que Egel aún resistía, jamás se le habría ocurrido rendirse.

—¿Qué quieres que haga, Evris?

—Que hables con Karnak: que lo convenzas de que debe disculparse, de que no hiera los sentimientos del viejo. A Karnak no le costaría nada y animaría a Degas.

—Eres una buena persona, cirujano; has sido capaz de pensar en eso cuando estás exhausto de trabajar entre los heridos. Haré lo que me pides.

Y vete a dormir. Pareces diez años más viejo que cuando llegaste hace seis días.

—Porque trabajamos durante el día y vigilamos la fortaleza por la noche. Pero una vez más tienes razón. Es presuntuoso por mi parte suponer que puedo seguir así eternamente. Pronto me iré a descansar, te lo prometo.

Dardalion pasó de la sala a un pequeño cuarto lateral y se quitó la bata ensangrentada. Se lavó rápidamente, vertiendo el agua limpia de un cubo de madera en un cuenco esmaltado, y se vistió. Empezó a abrocharse el peto, pero el peso lo agobiaba. Dejó la armadura en un jergón estrecho y se encaminó por el pasillo fresco hasta las puertas abiertas que daban al patio. El fragor de la batalla lo abrumó: el entrechocar de las espadas y los aullidos bestiales, las órdenes dadas a gritos y los gemidos angustiados de los moribundos.

Subió lentamente al Torreón por los escalones de piedra desgastados, dejando atrás el espantoso clamor. Los aposentos de Degas estaban en la cima del Torreón. Dardalion llamó a la puerta y esperó, pero no hubo respuesta. Abrió la puerta y entró. La sala estaba limpia y amueblada de forma espartana con una mesa de madera tallada y siete sillas. Había un hogar amplio con alfombras delante y un armario junto a la ventana. Dardalion lanzó un profundo suspiro y se dirigió hacia el armario. Dentro había medallas de campañas de hacía más de cuarenta años y algunos recuerdos: un escudo cincelado ofrecido al Gan Degas en conmemoración de una carga de caballería, una daga de oro macizo, un largo sable de plata con las palabras «Para el Único» grabadas al ácido en la hoja.

Dardalion se sentó y abrió la parte inferior del mueble. En un estante estaban los diarios de Degas, uno para cada año de servicio en las armas. Dardalion los abrió al azar. La caligrafía revelaba una mano disciplinada, y las palabras en sí reflejaban la mentalidad militar.

En una anotación de diez años atrás ponía:

Sathuli realizó una incursión en las afueras de Skarta el once. Se enviaron dos destacamentos del Cincuenta para hacerles frente y aniquilarlos. Albar iba al mando del Primero, yo del Segundo. Mi destacamento los acorraló en la falda de la montaña, al otro lado de Ekarlas. La carga frontal era arriesgada, pues estaban bien resguardados tras grandes piedras. Dividí el destacamento en tres secciones; rodeamos la colina, nos apostamos más arriba y los desalojamos con flechas. Al caer el sol intentaron huir, pero para entonces yo había desplegado a los hombres de Albar en el arroyo de abajo y los matamos a todos. Lamento informar que perdimos a dos hombres, Esdric y Garlan, ambos excelentes jinetes. Eliminamos a dieciocho soldados enemigos.

Dardalion volvió a colocar con cuidado el diario en su sitio y buscó el más reciente.

Los trazos eran menos firmes:

Entramos en el segundo mes de asedio y no veo posibilidades de éxito. Ya no duermo como antes. Sueños. Mis noches están plagadas de sueños desagradables.

Y luego:

Mueren a cientos. He empezado a tener visiones muy extrañas. Siento que vuelo en el cielo nocturno, y debajo veo el territorio drenai No hay más que cadáveres. Niallad muerto. Egel muerto. Todos han muerto, y somos los únicos en burlar el mundo de los espectros.

Diez días antes, Degas había escrito:

Hoy ha muerto mi hijo Elnar, defendiendo la torre de la puerta. Tenía veintiséis años y era fuerte como un toro, pero una flecha lo abatió y cayó al otro lado de la muralla, sobre el enemigo. Era un buen soldado y su madre, bendita sea su alma, habría estado orgullosa de él. Estoy convencido de que estamos solos contra Vagria y sé que no podremos resistir mucho tiempo. Kaem ha prometido crucificar a todos los hombres, mujeres y niños de Purdol si no nos rendimos. Y los sueños han empezado otra vez, llenos de demonios susurrantes. No logro pensar con claridad.

Dardalion pasó rápidamente las páginas.

Hoy ha llegado Karnak con unos mil hombres. Me animé cuando me contó que Egel seguía resistiendo, pero luego me di cuenta de lo cerca que he estado de traicionar todo aquello que he defendido a costa de mi vida. Kaem habría matado a mis hombres y los drenai estarían sentenciados. El joven Karnak me ha dirigido palabras muy duras, pero bien merecidas.

He fracasado.

Y la última página:

Los sueños han desaparecido y estoy en paz. Ahora pienso que durante toda mi vida de casado nunca le hablé de amor a Rula. No le besé la mano jamás, como hacen los cortesanos, ni le llevé flores. Qué extraño. Sin embargo, todo el mundo sabía que la amaba, pues presumía de ella constantemente. Una vez le tallé una silla con motivos florales. Me llevó un mes y le encantó. Todavía la tengo. Dardalion cerró el libro y se reclinó en la silla, bajando la mirada hacia la madera primorosamente tallada y pulida. Era un trabajo bastante artístico. Se puso de pie y se dirigió a la habitación. Degas, tendido sobre las sábanas empapadas en sangre, todavía aferraba el cuchillo. Tenía los ojos abiertos; Dardalion le cerró los párpados antes de cubrir el rostro del anciano con una sábana.

—Señor de Todas las Cosas —dijo Dardalion—, llévate a tu seno a este hombre.

QUINCE

Cadoras observaba a Waylander, que había dejado la caravana y cabalgaba hacia el norte, en dirección a una cadena de colinas bajas. El cazador estaba tumbado con las manos apoyadas en la barbilla; tras él, tenía el caballo atado al otro lado de la loma. Se alejó con cuidado de la cima y se encaminó lentamente hacia la montura de color gris acero. Desató el grueso petate y lo abrió en el suelo. Dentro del envoltorio de lona había un surtido de armas, desde una ballesta desmontada hasta un juego de cuchillos arrojadizos con mango de marfil. Cadoras armó la ballesta, seleccionó diez saetas y las colocó en un carcaj de piel de ante colgado al cinto. Deslizó con cuidado dos cuchillos en las botas de montar, que le cubrían las pantorrillas, y dos más en las vainas que llevaba a los lados. La espada estaba sujeta a la silla, junto con un arco de la caballería vagriana guarnecido en oro; el carcaj para el arco pendía de la perilla. Completamente equipado, Cadoras volvió a poner el petate en su sitio y abrochó las correas. Sacó de las alforjas un poco de cecina, se sentó sobre la hierba y miró al cielo, observando las nubes de tormenta que llegaban del este y empezaban a acumularse.

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