—Esa muerte, ¿puedes evitarla?
—Claro que no.
—Pero ¿puedes postergarla?
—Sí.
—¿Y qué conseguirías?
—La posibilidad de seguir siendo feliz.
—¿Y lo peor?
—La perspectiva de seguir sufriendo —dijo ella—. Vejez, arrugas, decadencia.
—¿Qué es peor? ¿La muerte o la decadencia?
—Soy joven. Por ahora temo ambas.
—Para dominar el miedo, debes darte cuenta de que no puedes escapar a lo que temes. Tienes que absorberlo. Vivir con ello. Saborearlo. Comprenderlo. Superarlo.
—Entiendo.
—Bien. ¿Qué es lo que más temes en este momento?
—Temo perderte.
Se alejó y cogió un guijarro. Las nubes oscurecieron en parte la luz de la luna y Danyal tuvo que hacer un esfuerzo para verle la mano.
—Te arrojaré esto —le dijo—. Si lo atrapas, te quedas; si no, regresas a Skarta.
—¡No, no es justo! Hay poca luz.
—La vida no es justa, Danyal. Si no aceptas, abandonaré la caravana.
—Entonces acepto.
Sin más palabras, le lanzó repentinamente la piedra: un tiro hacia la derecha, veloz y difícil. Danyal hizo un rápido movimiento con la mano y la piedra rebotó contra la palma, pero la atrapó al instante. Llena de alivio, lo miró con ojos triunfantes.
—¿Por qué estás tan satisfecha?
—¡He ganado!
—No. Dime qué has hecho.
—¿He dominado el miedo?
—No.
—¿Qué, entonces? No lo entiendo.
—Pero tienes que entenderlo si quieres aprender.
—Ya he adivinado el secreto, Waylander —le dijo, sonriendo de repente.
—Entonces dime qué has hecho.
—He atrapado un guijarro a la luz de la luna.
Los primeros tres días de viaje los progresos de Danyal asombraron a Waylander. Sabía que era fuerte, flexible y lista, pero además descubrió que tenía unos reflejos sorprendentemente rápidos y una capacidad increíble para asimilar las instrucciones.
—Olvidas que he actuado en los escenarios de Drenan. Aprendí a bailar y a hacer juegos malabares, y pasé tres meses con un grupo de acróbatas.
Todas las mañanas se alejaban de la caravana en dirección al terreno ondulado de las estepas. El primer día le enseñó a lanzar un cuchillo; la facilidad con que aprendía lo obligó a replantearse sus métodos de entrenamiento. Tenía la intención de ser tolerante con ella al principio, pero ahora le exigía mucho. Su experiencia como malabarista le proporcionaba un sentido del equilibrio verdaderamente extraordinario. Los cuchillos de Waylander eran de pesos y longitudes diferentes, pero en manos de ella todos actuaban por igual. Se limitaba a sopesar el arma entre los dedos, calculando el peso, y la arrojaba al blanco. De los primeros cinco lanzamientos, sólo uno pasó de largo sin acertar en el árbol abatido por un rayo.
Waylander encontró una piedra con un alto contenido de yeso y trazó una silueta humana en el tronco. Le entregó a Danyal un cuchillo y la puso de espaldas.
—Quiero que te vuelvas y lo arrojes sin hacer ninguna pausa, apuntando al cuello —le indicó. Danyal pivotó sobre el talón; el arma salió disparada como un relámpago y se clavó en el árbol justo por encima del hombro derecho de la figura de tiza.
—¡Maldición! —dijo ella. Waylander sonrió y recuperó el arma.
—Te he dicho que te volvieras, no que pivotaras. Todavía estabas moviéndote a la izquierda cuando tiraste, y por eso el arma se desvió del blanco. Sin embargo, ha sido un buen intento.
El segundo día pidió prestado un arco y un carcaj de flechas. No tenía tanta habilidad con esta arma, pero sí buena puntería. Waylander la observó un rato y le pidió que se quitara la camisa. La tomó por las mangas, se le acercó por detrás y se la ató firmemente alrededor del pecho, aplastándoselo contra las costillas.
—No es muy cómodo —protestó ella.
—Ya lo sé. Pero curvas la espalda al tensar la cuerda para evitar que te toque y eso disminuye la puntería.
Pero la idea no tuvo éxito y Waylander se dedicó a la espada. Uno de los hombres de Durmast le había vendido un sable delgado con empuñadura de marfil y guarda tallada. El arma estaba bien equilibrada y era lo bastante ligera para que Danyal pudiera compensar su falta de fuerza con una mayor velocidad.
—Ten siempre presente —le dijo cuando se sentaron a descansar después de una hora de práctica— que las espadas casi siempre se emplean como armas de corte. Tu adversario por lo general será diestro. Levantará la espada por encima del hombro derecho y asestará el golpe de derecha a izquierda, apuntándote a la cabeza. Pero la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta. ¡Así que lanza estocadas! Utiliza la punta de la espada. Nueve de cada diez veces lo matarás. La mayoría no están entrenados, lanzan tajos y reveses de manera frenética y resulta fácil despacharlos. —Recogió dos palos que había cortado para que hicieran las veces de espadas y le entregó uno a Danyal—. Vamos, yo haré el papel de tu adversario.
Al cuarto día empezó a enseñarle los principios del combate sin armas.
—Métete esto en la cabeza: ¡Piensa! Refrena las emociones y actúa siguiendo el instinto que habrás adquirido mediante el entrenamiento. La ira es inútil, así que no te dejes llevar por ella. ¡Piensa! Tus armas son los puños, los dedos, los pies, los codos y la cabeza. Tus objetivos son los ojos, la garganta, el vientre y la ingle. Esas son las zonas en las que un golpe bien calculado inutilizará al enemigo. Tienes una gran ventaja en este tipo de combate: eres mujer. Tus adversarios supondrán que te quedarás aterrorizada y que te rendirás. Si te mantienes serena tú sobrevivirás y ellos morirán.
El quinto día por la tarde Waylander y Danyal cabalgaban de regreso a la caravana cuando divisaron un grupo de guerreros nadir que se acercaban al galope ululando y lanzando gritos de guerra. Waylander tiró de las riendas. Eran unos doscientos jinetes muy cargados con mantas, mercancías para intercambiar y alforjas repletas de monedas y joyas. Danyal nunca había visto una tribu nadir, pero conocía su reputación de asesinos feroces. Eran achaparrados y vigorosos, de ojos rasgados y rostro achatado; muchos llevaban peto y un yelmo ribeteado de piel, y casi todos iban armados con dos espadas y un surtido de cuchillos.
Los nadir se detuvieron y se desplegaron bloqueando el camino. Waylander, mientras tanto, los observaba con calma, intentando distinguir al jefe.
Después de un momento de tensión, avanzó un guerrero de mediana edad, mirada maliciosa y sonrisa cruel, y le echó una ojeada a Danyal. Waylander le adivinó el pensamiento.
—¿Quién eres? —preguntó el jefe, inclinándose sobre la silla.
—Viajo con Ojos de Hielo —dijo Waylander, empleando la forma nadir del nombre de Durmast.
—Eso decir tú.
—¿Lo pones en duda?
—Venimos de las carretas de Ojos de Hielo —dijo el nadir después de asentir. Sus ojos oscuros miraron fijamente a Waylander—. Muchos regalos. ¿Tú tener regalos?
—Sólo uno —dijo Waylander.
—Entonces dámelo.
—Ya lo he hecho. Te he regalado la vida.
—¿Quién ser para dar lo que ya poseo?
—Soy el Ladrón de Almas.
—¿Viajar con Ojos de Hielo?
—Sí. Somos hermanos.
—¿De sangre?
—No. De espada.
—Ir en paz en este día —dijo el nadir—. Pero recuerda: habrá otros días.
El jefe nadir levantó el brazo e hizo una señal a sus hombres. El grupo pasó como una tromba junto a los dos jinetes.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Danyal.
—Que no quería morir —dijo Waylander—. Toda una lección, si te paras a pensarlo.
—Ya he tenido demasiadas lecciones por hoy. ¿Qué quería decir con «muchos regalos»?
—Durmast traicionó a los de la caravana —dijo Waylander encogiéndose de hombros—. Aceptó su dinero para llevarlos a Gulgothir, pero ya había hecho un trato con los nadir: éstos asaltan la caravana y Durmast se lleva un porcentaje. Por ahora conservan las carretas, pero los nadir volverán antes de que lleguen a Gulgothir y hasta eso se llevarán. Los supervivientes serán pobres cuando lleguen a su destino.
—Qué despreciable.
—No. El mundo funciona así. Sólo los débiles huyen… ahora tienen que pagar por su debilidad.
—¿Eres realmente tan insensible?
—Me temo que sí, Danyal.
—Qué pena.
—Estoy de acuerdo.
—¡Eres exasperante!
—Y tú, una mujer excepcional. Pero dejemos eso para esta noche. Ahora respóndeme a la pregunta que me hiciste antes sobre el guerrero nadir. ¿Por qué no nos ha matado?
—Porque lo aislaste de sus hombres y lo amenazaste como individuo. Dioses, ¿nunca se acabarán las lecciones?
—Acabarán demasiado pronto —dijo Waylander.
Danyal y Waylander hicieron el amor lejos de las carretas, en una hondonada resguardada. La experiencia trastornó a Waylander. No recordaba el momento de la penetración ni haber experimentado pasión. Sentía la necesidad de estar más cerca de Danyal, de absorber en cierto modo el cuerpo de ella en el suyo, o quizá de perderse en su interior. Y por primera vez en muchos años había dejado de ser consciente de los movimientos a su alrededor. Se había disuelto en el acto amoroso.
Ahora que estaba solo, el miedo lo acosaba.
¿Y si Cadoras hubiera estado merodeando por allí?
¿Y si los nadir habían vuelto?
¿Y si la Hermandad…?
¿Y si…?
Hewla tenía razón. El amor se había convertido en su peor enemigo.
«Te estás volviendo viejo —se dijo—. Viejo y cansado.»
Sabía que ya no era tan rápido ni tan fuerte, y que los cabellos plateados se le multiplicaban. En algún lugar de la vasta oscuridad del mundo había un asesino más joven, más veloz, más mortífero que el legendario Waylander. ¿Era Cadoras? ¿O alguien de la Hermandad?
El dramático episodio con los nadir había sido revelador. Waylander había sobrevivido gracias a su experiencia y a una fanfarronada, pues no quería morir estando Danyal a su lado. Su mayor fuerza siempre había sido su falta de miedo, pero ahora que necesitaba todo su talento el miedo reaparecía.
Se restregó los ojos, consciente de que necesitaba dormir aunque reacio a darse por vencido. El sueño es el hermano de la muerte, dice la canción. Pero es suave y dulce. La tibieza del agotamiento se abrió paso entre sus músculos; la piedra en la que se apoyaba parecía blanda y acogedora. Demasiado cansado para cubrirse con las mantas, reclinó la cabeza sobre la roca y se durmió. Mientras se hundía en la oscuridad vio el rostro de Dardalion; el sacerdote lo llamaba, pero no podía oír qué decía.
Durmast, dormido bajo la primera carreta, tuvo un sueño. Vio a un hombre de armadura plateada: un hombre apuesto, de aspecto sano y fuerte. Había estado soñando con una mujer de brillante pelo castaño y un niño fuerte y robusto. Intentó apartar la imagen del guerrero, pero volvía una y otra vez.
—¿Qué quieres? —gritó el gigante, mientras las imágenes de la mujer y el niño brillaban con un resplandor cada vez más tenue y desaparecían—. ¡Déjame!
—Si no te despiertas —dijo el guerrero—, tus beneficios se desvanecerán.
—¿Despertarme? Estoy despierto.
—Estás soñando. Eres Durmast y conduces la caravana a Gulgothir.
—¿Caravana?
—¡Despiértate, hombre! ¡Los cazadores de la noche se acercan!
El gigante gruñó y se volvió. Al sentarse, se dio un fuerte golpe en la cabeza contra la base de la carreta y lanzó un juramento. Salió rodando y se puso de pie. El sueño había desaparecido, pero la duda persistía.
Cogió un hacha de doble cabeza y se dirigió hacia el oeste.
Danyal se despertó sobresaltada. Había tenido un sueño muy vivido en el que Dardalion la urgía a buscar a Waylander. Se abrió paso entre el panadero dormido y su familia, desenvainó el sable y saltó por la puerta trasera.
Durmast se volvió bruscamente al descubrirla a su lado.
—¡No lo vuelvas a hacer! —exclamó—. Podría haberte cortado la cabeza. —Reparó en el arma—. ¿Adonde crees que vas con eso?
—He tenido un sueño —dijo Danyal sin convicción.
—Quédate cerca de mí —ordenó Durmast, alejándose de las carretas.
La noche era clara, pero la luna estaba surcada de nubes. Durmast escupió un juramento mientras intentaba ver en la oscuridad. Notó un leve movimiento a la izquierda. Derribó a Danyal con un violento empujón y se arrojó al suelo mientras las flechas pasaban silbando a su lado. Una sombra oscura arremetió contra él. Durmast le clavó el hacha en un flanco, destrozándole las costillas, y la extrajo cubierta de sangre. Danyal se puso de pie. Las nubes se abrieron de repente y pudo ver que dos hombres de armadura negra corrían hacia ella con las espadas en alto. Se echó al suelo rodando sobre el hombro; los hombres se abalanzaron sobre ella y cayeron de cabeza en la polvareda. Danyal se levantó y hundió rápidamente la punta del sable en la nuca de uno de ellos; el otro se volvió y arremetió contra ella, pero Durmast le asestó un hachazo en la espalda. El hombre abrió los ojos de par en par y murió sin siquiera un grito.
—¡Waylander! —aulló Durmast al ver que otras sombras negras salían de la oscuridad.
Waylander, apoyado en la roca, se movió; empezó a abrir los ojos, pero su cuerpo conservaba la pesadez del sueño profundo. Un hombre estaba agazapado sobre él empuñando una hoja siniestramente curvada.
—Ahora morirás —dijo el hombre. Waylander se sentía incapaz de detenerlo. Pero de pronto el hombre se quedó inmóvil y se le aflojó la mandíbula. El asesino consiguió vencer la somnolencia y atrapó con la mano los pies del atacante, haciéndolo caer. Entonces vio que tenía una larga flecha rematada con una pluma de ganso clavada en la base del cráneo.
Waylander rodó hacia la izquierda y se irguió rápidamente, con los cuchillos en la mano, mientras una silueta oscura saltaba sobre él. Detuvo el movimiento descendente de la espada con la guarda del cuchillo que tenía en la mano izquierda. Inclinó el hombro y apuñaló al agresor en la ingle; el hombre se retorció al caer, arrancándole el cuchillo de la mano.
Las nubes volvieron a ocultar la luna. Waylander se arrojó al suelo, rodó unas yardas y se quedó quieto.
A su alrededor no se percibía ningún movimiento.
Cerró los ojos y aquietó la mente, intentando escuchar.
Al cabo de un rato, satisfecho de que sus atacantes hubieran huido, se puso de pie lentamente. Las nubes se apartaron…