—¿Intentas ganar tiempo, Waylander?
—No, lo digo en serio. ¿Crees que quien ansia la gloria es un estúpido? Yo también. Pero esto no tiene nada que ver con la gloria, sino con el honor. He vivido de forma vergonzosa durante años; he caído más bajo de lo que habría creído posible. Maté a un buen hombre… acabé con su vida por dinero. Eso ya no tiene remedio. Pero puedo intentar reparar la falta. Creo en la existencia de dioses que se preocupan por los seres humanos. No busco que una autoridad superior me perdone. Quiero perdonarme a mí mismo. Quiero encontrar la Armadura para dársela a Egel y a los drenai y cumplir la promesa que le hice a Orien.
—No tienes por qué morir por ello —dijo Danyal suavemente, poniendo con delicadeza la mano sobre la de él.
—No, no hay por qué, y preferiría vivir. Pero todos me persiguen. Cadoras va a por mí. La Hermandad me busca. Y Durmast me venderá cuando llegue el momento.
—¿Por qué quedarse aquí como una cabra amarrada, entonces? Ataca tú también.
—No. Necesito a Durmast para la primera etapa de mi viaje. Cuento con una ventaja: conozco a mis enemigos y no dependo de nadie.
—Me parece absurdo.
—Porque eres mujer y no entiendes que lo que te digo es muy simple. Estoy solo, de modo que nadie puede fallarme. Cuando huyo, si es que huyo, no llevo equipaje. Soy autosuficiente y muy, muy letal.
—Con lo cual volvemos a estar como al principio —dijo Danyal—. Intentas decirme que soy un lastre para ti.
—Sí. Durmast no debe darse cuenta de que nos conocemos, de lo contrario te utilizará contra mí.
—Demasiado tarde —dijo Danyal, desviando la mirada—. Me preguntaba por qué había cambiado de opinión y me había permitido unirme a la caravana a pesar de no tener dinero. Pero pensé que era mi cuerpo lo que deseaba.
—Explícate —dijo Waylander con expresión de hastío.
—Conocí a una mujer que me remitió a Durmast, pero éste me dijo que sin dinero no había nada que hacer. Me preguntó de dónde era, pues no me había visto nunca en Skarta, y le conté que había ido contigo. Entonces cambió de actitud. Me hizo muchas preguntas acerca de ti y dijo que podía ir con él.
—Te dejas algo.
—Sí. Le dije que te amaba.
—¿Por qué? ¿Por qué tenías que decirle eso?
—¡Porque es verdad! —replicó ella bruscamente.
—¿Y te preguntó si yo sentía lo mismo?
—Sí. Le dije que no.
—Pero no te creyó.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque estás aquí. —Waylander se quedó en silencio, recordando las palabras de Hewla acerca de la mujer pelirroja y la enigmática advertencia de Orien respecto a sus compañías. ¿Qué había dicho el anciano?
Que el éxito o el fracaso dependían de los compañeros de Waylander. O más bien, de cómo escogiera él a sus acompañantes.
—¿En qué piensas? —le preguntó ella al ver que sonreía y que la tensión se le esfumaba del rostro.
—Pensaba que me alegra que estés aquí. Es muy egoísta de mi parte. Voy a morir, Danyal. Soy realista; es demasiado probable. Pero me encanta saber que estarás conmigo al menos unos días.
—¿Aunque Durmast me utilice contra ti?
—Aun así.
—¿Tienes una moneda de cobre pequeña? —preguntó ella.
—¿Para qué la quieres? —rebuscó en su monedero y le entregó una moneda diminuta con la efigie de Niallad.
—Dijiste una vez que nunca estabas con una mujer sin pagar. Ahora ya has pagado. —Inclinándose, lo besó suavemente. Waylander le rodeó la cintura con los brazos y la atrajo hacia él.
Oculto entre los árboles, Durmast observó a los amantes mientras se dirigían a la hierba detrás de las piedras. Meneó la cabeza y sonrió.
El día amaneció claro y luminoso, pero al norte se veían nubes oscuras y Durmast se puso a maldecir a gritos.
—Lluvia —escupió—. ¡Lo que nos faltaba!
La primera carreta ascendió a la cima del paso. Tirada por seis bueyes, tenía unos veinte pies de largo e iba muy cargada con cajas y canastos. El conductor se humedeció los labios y entornó los ojos calibrando los peligros del sendero. Hizo restallar el látigo sobre la cabeza del buey guía y la carreta dio una sacudida hacia delante. Waylander caminaba detrás con Durmast y siete de sus hombres. Las primeras doscientas yardas eran empinadas, aunque de tránsito relativamente fácil, pues el camino era ancho y firme. Pero después se estrechaba y bajaba abruptamente hacia la derecha. El conductor tiró de las riendas y apretó con fuerza el freno contra el aro de la rueda, pero la carreta se deslizó lentamente a un lado, hacia el profundo precipicio a la izquierda.
—¡Cuerdas! —aulló Durmast. Los hombres corrieron a enlazar cuerdas de cáñamo de una pulgada de grosor alrededor de los ejes. La carreta dejó de deslizarse. Waylander, Durmast y los demás recogieron las dos cuerdas y enrollaron los extremos sueltos.
—¡Ahora! —gritó Durmast. El carretero soltó con suavidad el freno. La carreta avanzó centímetro a centímetro, resbalando hasta detenerse unos veinte pasos más adelante. Allí el sendero se inclinaba a un lado y la carreta, impulsada por su peso, se deslizó hasta el borde. Pero los que sujetaban la cuerda eran fuertes y estaban habituados a los peligros del paso de Delnoch.
Al cabo de una hora de esforzadas maniobras, la carreta por fin llegó a terreno llano.
La segunda carreta inició el descenso. Otros siete hombres tiraban afanosamente de las cuerdas. El gigante se sentó cómodamente a observarlos.
—Se ganan el jornal cuando trabajan conmigo —dijo. Waylander asintió con un gesto, demasiado agotado para hablar—. Te has vuelto blando, Waylander. ¡Un poco de ejercicio suave y empiezas a sudar como un cerdo en celo!
—Por lo general no me ocupo de tirar carretas —dijo Waylander.
—¿Has dormido bien? —preguntó Durmast.
—Sí.
—¿Solo?
—¿Qué clase de pregunta es ésa en boca de alguien que se esconde a espiar entre los arbustos?
—No se te escapa nada, amigo mío. —Durmast rió entre dientes y se rascó la barba—. Puede que te hayas reblandecido, pero sigues teniendo buena vista.
—Gracias por dejarla venir —dijo Waylander—. Los primeros días de viaje resultarán más placenteros.
—Es lo menos que haría por un viejo amigo. ¿Estás encariñado con ella?
—Me quiere —replicó Waylander con una sonrisa irónica.
—¿Y tú?
—Lamentándolo mucho, tendré que decirle adiós en Gulgothir.
—Entonces ¿te gusta?
—Durmast, ya nos viste anoche. ¿Te fijaste en qué hice antes de acostarme con ella?
—Vi que le dabas algo.
—Viste que le daba dinero. ¿Amor? No me digas.
—¿Nunca has echado de menos un hogar ni has formado una familia?
—Una vez —contestó Waylander—. Murieron.
—Yo también. Sólo que los míos no murieron: mi mujer se fugó con un comerciante ventriano y se llevó a mis hijos.
—Me sorprende que no hayas ido tras ella.
—Lo hice, Waylander —dijo Durmast, levantándose y estirándose. —¿Y?
—Al comerciante lo destripé.
—¿Y ella?
—Se dedicó a la prostitución en las tabernas del puerto.
—¡Vaya par somos! Yo pago por el placer porque nunca volveré a arriesgarme a amar, mientras que a ti te obsesiona una traición amorosa.
—¿Quién te ha dicho que estoy obsesionado? —preguntó el gigante.
—Lo digo yo. Y no te enfades demasiado, amigo; por muy blando que me haya vuelto, no puedes conmigo.
—Al menos algo queda del viejo Waylander —dijo Durmast sonriendo. Su mirada colérica se había desvanecido—. Vamos, ya es hora de emprender la larga subida a por otra carreta.
Los hombres estuvieron afanándose todo el día, y al atardecer todas las carretas habían llegado a salvo al pie del paso. Waylander había descansado después del mediodía; el instinto le advertía que en los próximos días necesitaría todas sus fuerzas.
La lluvia pasó de largo y al caer la noche las hogueras ardían y un aroma a carne asada flotaba en el aire. Waylander se encaminó a la carreta de Caymal, el panadero, que le había permitido a Danyal ir con él y su familia. Al llegar encontró a Caymal curándose un ojo magullado, con Lyda, su esposa, a su lado.
—¿Dónde está Danyal? —preguntó Waylander.
—¡Animales! —siseó Lyda, una mujer delgada y de ojos oscuros que rozaba la cuarentena. Caymal se encogió de hombros.
—¿Dónde está?
—Ya te llegará el turno —dijo Lyda con labios temblorosos.
—Escúchame, mujer. Soy amigo de Danyal. Dime, ¿dónde está?
—Un hombre se la llevó. Ella no quería ir y mi marido intentó detenerlo, pero él le pegó con un palo.
—¿Hacia dónde se fueron?
La mujer señaló un bosquecillo. Waylander recogió una cuerda del fondo de la carreta, se la enrolló al hombro y salió disparado en esa dirección. La luna brillaba en el cielo claro. Aminoró el paso al acercarse a la espesura, cerró los ojos y agudizó el oído.
Oyó a la izquierda el roce de una tela áspera contra la corteza de los árboles. Y a la derecha, un grito ahogado. Waylander giró a la izquierda, avanzó poco a poco y al llegar a los árboles se lanzó a la carrera.
Un cuchillo le pasó relampagueando junto a la cabeza; se tiró al suelo sobre un hombro y se echó a rodar. Una sombra oscura se recortó entre los árboles. La luz de la luna se reflejó en una espada curva. Waylander se agazapó y de un salto le estampó el pie derecho en la cabeza. Mientras el desconocido se tambaleaba, Waylander pivotó sobre un talón y lo golpeó en el oído con el codo derecho. El hombre cayó sin hacer ruido. Waylander se dirigió con cautela hacia la derecha. Allí, en una hondonada poco profunda, estaba tumbada Danyal, con el vestido desgarrado y las piernas abiertas. Un hombre estaba inclinado de rodillas sobre ella. Waylander deslizó la cuerda del hombro y abrió el lazo.
Avanzó en silencio y cuando estuvo detrás del desconocido le pasó el lazo por el cuello y lo tensó con fuerza. Este cayó hacia atrás arañando el lazo, pero Waylander tiró de la cuerda obligándolo a ponerse de pie y lo arrastró por la hondonada hasta un olmo alto. Lanzó rápidamente la cuerda por encima de una rama que estaba a unos diez pies del suelo e izó al hombre hasta ponerlo de pie. Los ojos se le salieron de las órbitas y el rostro adquirió un tinte púrpura que contrastaba con la barba oscura.
Waylander no lo había visto jamás.
Un susurro a sus espaldas le hizo soltar la cuerda y zambullirse a la derecha. Una flecha pasó silbando a su lado y se clavó en el barbudo. El hombre lanzó un gemido y se le aflojaron las rodillas. Waylander flexionó las piernas y se irguió, corriendo en zigzag para impedir que el asesino oculto diera en el blanco. Al llegar a los árboles se echó a tierra y empezó a reptar entre los arbustos, rodeando la hondonada.
Oyó un ruido de cascos. Se irguió soltando una maldición y envainó la daga. Al volver al claro encontró a Danyal inconsciente. Alguien le había depositado sobre el pecho desnudo una flecha rematada con una pluma de ganso. Waylander la partió por la mitad.
¡Cadoras!
Levantó a Danyal y la llevó a la caravana. La dejó allí con la mujer del panadero y volvió al bosque. El primer atacante seguía tendido en el mismo sitio en el que había caído; Waylander habría deseado interrogarlo, pero tenía la garganta cortada. Registró deprisa el cadáver, pero no encontró nada que lo identificara. El otro tenía tres monedas de oro en un bolsillo del cinturón. Waylander se llevó las monedas al campamento y se las dio a Lyda.
—Escóndetelas en el cuerpo —le dijo.
Ella asintió y levantó el toldo de lona para que Waylander trepara a la carreta.
Danyal estaba despierta. Tenía el labio hinchado y una magulladura en la mejilla. Caymal estaba sentado a su lado. El espacio en la carreta era reducido y los dos niños pequeños del panadero dormían junto a Danyal.
—Gracias —dijo ella, forzando una sonrisa.
—No volverán a molestarte.
Caymal pasó como pudo junto a Waylander y salió por la compuerta trasera.
—¿Estás herida? —preguntó Waylander a Danyal, sentándose a su lado.
—No. No mucho, en todo caso. ¿Los has matado?
—Sí.
—¿Cómo lo consigues?
—Práctica.
—No, no me refiero a eso. Caymal intentó detenerlo… y, aunque es fuerte, lo apartó como si fuera un niño.
—Depende del miedo, Danyal. ¿Quieres descansar?
—No, necesito tomar un poco el aire. Vamos a dar un paseo.
La ayudó a bajar de la carreta, caminaron hasta el borde del acantilado y se sentaron sobre las piedras.
—Explícame eso del miedo —pidió ella.
Waylander se alejó y se agachó a recoger un guijarro.
—Cógelo —dijo, lanzándole la piedra. Ella estiró el brazo rápidamente y atrapó el guijarro con destreza—. Ha sido fácil, ¿verdad?
—Sí —admitió.
—Ahora bien, si Krylla y Miriel estuvieran aquí, y dos hombres les pusieran un cuchillo en la garganta, y a ti te dijeran que si no atrapabas la piedra ellas morirían, ¿te resultaría tan fácil? Fíjate en esas ocasiones en tu vida en que estabas nerviosa y no coordinabas los movimientos.
»El miedo nos idiotiza. Lo mismo sucede con la cólera, la rabia y el entusiasmo. Nos movemos demasiado deprisa y perdemos el control. ¿Me sigues?
—Creo que sí. Cuando tuve que actuar por primera vez ante el rey en Drenan, me quedé paralizada. Todo lo que tenía que hacer era atravesar caminando el escenario, pero sentía las piernas como si fueran de madera.
—Eso es. ¡Exacto! Cuando el miedo nos asalta, la acción más simple resulta compleja y difícil. Lo mismo sucede cuando luchamos…, Lucho mejor que la mayoría porque me concentro en los pequeños detalles. El guijarro es un guijarro, sin que importen las consecuencias del éxito o el fracaso.
—¿Puedes enseñarme?
—No tengo tiempo.
—Desobedeces tu máxima. Se trata de algo sin importancia. Olvida tu misión y concéntrate en mí, Waylander, tengo que aprender.
—¿A luchar?
—No, a dominar el miedo. Después podrás enseñarme a luchar.
—De acuerdo. Empieza por decirme qué es la muerte.
—El final.
—Exprésalo de la peor manera posible.
—¿Gusanos, carne gris y podrida?
—Bien. ¿Y qué sucede contigo?
—He muerto. Todo ha terminado.
—¿Sientes algo?
—No… tal vez, siempre y cuando exista el paraíso.
—Olvida el paraíso.
—Entonces no siento nada. Ya no estoy viva.