Waylander maldijo en voz baja. Kaem le había ofrecido veinticuatro mil piezas de oro por el contrato, y como gesto de confianza había depositado la mitad de la suma a nombre de Waylander en manos de Cheros, el principal banquero de Gulgothir. Waylander había cumplido el contrato con la pericia acostumbrada, aunque el recuerdo lo quemaba a causa de la vergüenza. Volvió a ver el vuelo de la flecha y cerró los ojos con fuerza…
La noche era fresca; las estrellas relucían como puntas de lanzas. Waylander se desperezó, obligando a su mente a volver al presente, pero el rostro de su víctima regresaba una y otra vez, un rostro agradable, asediado por el fracaso, ojos suaves y sonrisa amable, Al inclinarse para recoger una flor la saeta de Waylander le perforó la espalda…
—¡No! —gritó Waylander. Se sentó muy erguido, moviendo bruscamente la mano como para apartar el recuerdo—. Piensa en otra cosa… ¡en cualquier otra cosa!
Después del asesinato se escabulló hacia el este, en dirección a Vagria y a la promesa del oro de Kaem. En la carretera se encontró con un mercader que venía del norte y que le habló de la muerte de Cheros el Banquero. Tres asesinos lo habían matado en su casa y se habían largado con una fortuna en oro y piedras preciosas.
Waylander supo entonces que lo habían traicionado, pero algún instinto, algún impulso interior lo obligó a seguir adelante. Llegó al palacio de Kaem y escaló el muro alto del jardín. Una vez dentro, mató a dos perros guardianes y entró en el edificio principal. Localizar la habitación de Kaem era un problema, pero despertó a una sirvienta y la obligó a punta de cuchillo a conducirlo al dormitorio del general. Kaem dormía en sus aposentos de la tercera planta del palacio. Waylander golpeó a la chica en el cuello, la sujetó al caer y la depositó sobre una alfombra de piel blanca. Se acercó a la cama y tocó con el cuchillo la garganta de Kaem. Los ojos del general se abrieron de par en par.
—Podrías haber venido a una hora más razonable —le había dicho en tono uniforme.
Waylander empujó el cuchillo una fracción de pulgada y la sangre manó del corte mientras Kaem miraba fijamente los ojos oscuros que estaban sobre él,
—Ya veo que te has enterado de lo de Cheros. Espero que no creas que fui yo. —El cuchillo se hundió más; esta vez Kaem se encogió de dolor.
—Sé que fuiste tú —siseó Waylander.
—¿Podemos hablarlo?
—Podemos hablar de veinticuatro mil piezas de oro.
—Desde luego.
De repente Kaem se retorció y extendió el brazo para golpear a Waylander desde la cama. La velocidad del ataque sorprendió al asesino, que se echó rodando al suelo, encontrándose con que el escurridizo general se había bajado de la cama y había extraído una espada de la vaina que colgaba del pilar de la cama.
—Te estás haciendo viejo, Waylander —dijo Kaem.
La puerta se abrió bruscamente y un joven entró corriendo. Llevaba un arco con una flecha colocada en la cuerda.
Waylander lanzó el brazo hacia delante y el joven cayó con un cuchillo negro en la garganta. Waylander corrió hacia la puerta, saltando por encima del cadáver.
—¡Morirás por esto! —gritó Kaem—. ¿Me oyes? ¡Morirás!
El sonido de los sollozos persiguió a Waylander mientras bajaba corriendo por las anchas escalinatas, pues el joven era el único hijo de Kaem…
Y ahora los cazadores iban en busca del asesino.
Envuelto en las mantas con la espalda apoyada en el saliente de una roca, Waylander oyó aproximarse al anciano; la tela áspera de sus vestiduras rozaba las hierbas altas.
—¿Puedo acompañarte?
—¿Por qué no?
—Una noche maravillosa, ¿verdad?
—¿Cómo es posible que un ciego la defina como maravillosa?
—El aire es fresco y el silencio como una máscara, una capa que esconde tanta vida. Ahí a la derecha está sentada una liebre que se pregunta por qué hay dos hombres tan cerca de su madriguera. Más lejos, a la izquierda, hay un zorro rojo, una zorra a juzgar por el olor, que quiere cazar la liebre. Y por encima de nosotros han salido los murciélagos, que disfrutan de la noche al igual que yo.
—Demasiado clara para mi gusto —dijo Waylander.
—Siempre resulta duro verse perseguido.
—Tengo la impresión de que lo sabes bien.
—¿Qué? ¿Lo que significa sentirse perseguido, o que la Hermandad Oscura va a por ti?
—Cualquiera de las dos cosas. Ambas. No importa.
—Tenías razón, Waylander. Te buscaba, y te he ocultado el motivo. ¿Dejaremos ya de estar a la defensiva?
—Como quieras.
—Tengo un mensaje para ti.
—¿De quién?
—Eso no forma parte de mis instrucciones. Además, explicártelo me llevaría más tiempo del que dispongo. Permíteme decir únicamente que se te ofrece la oportunidad de redimirte.
—Muy amable. No obstante, no hay nada que redimir.
—Si tú lo dices… No quiero discutir. Pronto llegarás al campamento de Egel, donde encontrarás un ejército desmantelado, condenado a la derrota definitiva. Tú puedes ayudarlos.
—¿Chocheas, viejo? Nada puede salvar a Egel.
—No he dicho «salvar». He dicho «ayudar».
—¿Qué sentido tiene ayudar a un hombre muerto?
—¿Qué sentido tenía salvar al sacerdote?
—¡Fue un impulso, maldita sea! Y pasará mucho tiempo antes de que me permita otro por el estilo.
—¿Por qué te enfadas? —Waylander ahogó una risita, pero fue un sonido carente de humor—. ¿Sabes qué te ha pasado? —preguntó el anciano—. La Fuente te ha tocado, y ésas son las cadenas contra las que te debates. Hubo un tiempo en que eras un buen hombre y conocías el amor. Pero el amor murió, y como nadie puede vivir con un vacío, tú lo llenaste no de odio, sino de indiferencia. En los últimos veinte años no has estado vivo, has sido un cadáver ambulante. Salvar al sacerdote es lo único decente que has hecho en dos décadas.
—¿De modo que has venido a sermonearme?
—No, lo hago a mi pesar. No puedo explicarte qué es la Fuente. La Fuente tiene que ver con la locura, con una locura espléndida; tiene que ver con la pureza y la alegría. Pero fracasa ante la sensatez del mundo, porque la Fuente no sabe nada de la avaricia, de la lujuria, del engaño, del odio ni de ninguna clase de mal. Y sin embargo siempre triunfa. Pues la Fuente siempre da algo por nada: bien por mal, amor por odio.
—Sofismas. Ayer murió un niño. No odiaba a nadie, pero un bastardo lo abatió. Por todo el país personas buenas y decentes mueren a miles. No me hables de triunfos. Los triunfos se edifican sobre la sangre del inocente.
—¿Lo ves? Digo tonterías. Pero al hablar contigo aprendo qué significa el triunfo. Comprendo un fragmento más.
—Me alegro por ti —se mofó Waylander, despreciándose al mismo tiempo.
—Déjame que te explique algo —dijo el viejo suavemente—. Tuve un hijo: no era un chico deslumbrante, no era la persona más brillante del mundo. Pero había muchas cosas que le importaban. Tenía un perro al que un lobo hirió en una pelea; tendríamos que haber matado al perro, pues estaba gravemente herido. Pero mi hijo no lo permitió; le suturó él mismo las heridas y se quedó sentado a su lado durante cinco días con sus noches, deseando que viviera. Pero murió. Y se le rompió el corazón, ya que la vida era algo muy preciado para él. Cuando se convirtió en un hombre dejé todo lo que tenía a su cuidado. Se convirtió en el administrador y yo me fui de viaje. Mi hijo jamás olvidó al perro y ese recuerdo teñía todo lo que hacía.
—¿Conduce a alguna parte esta historia?
—Eso depende de ti, pues llegados a este punto tú entras en ella. Mi hijo vio que todo lo que había dejado a su cuidado estaba en peligro, e hizo desesperados intentos por salvarlo. Pero era demasiado blando. Asaltaron mis tierras y mataron a mi pueblo. Mi hijo aprendió la lección y se convirtió en un verdadero hombre, pues ya sabía que la vida a menudo presenta dilemas difíciles. De modo que reunió a sus generales y elaboró un plan para liberar a su pueblo. Y entonces un asesino lo mató. Su vida se extinguía… Mientras agonizaba sólo veía el fracaso, y de él brotó una desesperación tan terrible que me alcanzó a mí, que estaba a miles de leguas de distancia.
»Me llené de una rabia tremenda y pensé en matarte. Incluso ahora podría. Pero la Fuente me tocó. He venido solamente para hablar.
—¿Tu hijo era el rey Niallad?
—Sí. Soy Orien el de las Dos Espadas. Mejor dicho, en otros tiempos fui Orien.
—Lo siento por tu hijo. Pero es mi oficio.
—Hablas de la muerte de inocentes. Quizá si mi hijo hubiera vivido, muchos de esos inocentes también habrían vivido.
—Lo sé, y lo siento. Pero no puedo cambiarlo.
—No tiene importancia —dijo Orien—. Pero tú sí eres importante. La Fuente te ha elegido, pero la elección es tuya.
—¿Para qué me ha elegido? Mi único talento no es de los que la Fuente admiraría más.
—No es tu único talento. ¿Conoces mi vida anterior?
—Sé que eras un gran guerrero, invencible en la batalla.
—¿Has visto mi estatua en Drenan?
—Sí. Llevas la Armadura de Bronce.
—En efecto. La Armadura. A muchos les gustaría saber cuál es su paradero, y la Hermandad la busca, pues es una amenaza para el imperio vagriano.
—¿Es cierto que tiene propiedades mágicas?
—No. Al menos no en el sentido que tú le das. La hizo el gran Axellian hace mucho tiempo. Una obra soberbia; las dos espadas son de un metal incomparable, un acero de plata que no pierde el brillo jamás. Con la Armadura, Egel tendrá una oportunidad, nada más.
—Pero has dicho que no hay nada mágico en ella.
—La magia está en la mente de los hombres. Cuando Egel se ponga la Armadura será como si Orien hubiera regresado. Y a Orien no lo han vencido jamás. Los hombres se aglutinarán en torno a Egel, y él crecerá. Es el mejor, un hombre de hierro con una voluntad indomable.
—¿Y quieres que busque la Armadura?
—Sí.
—Supongo que eso implica algún riesgo.
—Supones bien.
—Pero ¿la Fuente estará conmigo?
—Tal vez sí. Tal vez no.
—Creo que has dicho que yo he sido elegido para la misión. ¿Qué sentido tiene contar con la ayuda de un dios que carece de poder?
—Buena pregunta, Waylander. Espero que averigües la respuesta.
—¿Dónde está la Armadura?
—La he escondido en una cueva profunda que está casi en la cima de una montaña muy alta.
—En cierta manera no me sorprende. ¿Dónde?
—¿Conoces las estepas nadir?
—Esto no va a gustarme.
—Lo suponía. Pues bien, a doscientas millas al oeste de Gulgothir hay una cadena de montañas…
—Las Montañas de la Luna.
—Exacto. En el centro de la cordillera está el Raboas…
—El Gigante Sagrado.
—Sí —dijo Orien con una amplia sonrisa—. Está allí.
—Es una locura. Ningún drenai se ha internado tanto en territorio nadir.
—Yo sí.
—¿Por qué? ¿Con qué objeto?
—En aquel momento me lo pregunté. Digamos que fue un impulso, Waylander; tú sabes algo de eso. ¿Buscarás la Armadura?
—Dime, Orien, ¿hasta qué punto eres místico?
—¿Qué quieres decir?
—¿Puedes ver el futuro?
—En parte —admitió Orien.
—¿Qué posibilidades de éxito tengo?
—Eso depende de quién te acompañe.
—Pues digamos que la Fuente escoge la compañía adecuada.
—No tienes ninguna posibilidad —admitió el anciano frotándose los ojos inútiles y reclinándose.
—Justo lo que pensaba.
—Pero no hay motivo para rehusar.
—Me pides que haga un viaje de mil millas por tierras hostiles plagadas de salvajes. Dices que la Hermandad también busca la Armadura, ¿saben que está en territorio nadir?
—Lo saben.
—Así que también me perseguirán.
—Ya te persiguen.
—De acuerdo. Pero no saben adonde voy. Si emprendo la misión que me encomiendas, muy pronto lo averiguarán.
—Así es.
—De modo que… habrá guerreros nadir, brujos guerreros y tropas vagrianas. Y si consigo esquivarlos a todos, tengo que escalar el Raboas, el lugar más sagrado de las estepas, y arriesgar la vida en las entrañas de una montaña tenebrosa. Después sólo me quedará el regreso, cargado con media tonelada de armadura.
—Ochenta libras.
—¡Lo que sea!
—También están los hombres bestia que viven en las cuevas del Raboas. No les gusta el fuego.
—Es un consuelo —dijo Waylander.
—Entonces ¿irás?
—Empiezo a entender tus comentarios sobre la locura —dijo el guerrero—. Pero sí, iré.
—¿Por qué? —preguntó Orien.
—¿Tiene que haber una razón?
—No. Pero siento curiosidad.
—Pues digamos que en recuerdo de un perro que no debería haber muerto.
Dardalion cerró los ojos. Danyal dormía junto a las niñas y el joven sacerdote entregó su espíritu al Vacío. La luna era un faro espectral y la luz plateada bañaba la vasta planicie de Sentran, mientras que el bosque de Skultik se extendía como una mancha desde las montañas de Delnoch.
Dardalion flotaba bajo las nubes con la mente libre de dudas y preocupaciones. Por lo general, cuando se remontaba se veía ataviado con vestiduras azul pálido que brillaban tenuemente. Pero ahora estaba desnudo, y por más que lo intentaba, la ropa no aparecía. No le importaba. El parpadeo de un ojo astral lo cubrió con una armadura plateada; una capa blanca le caía ondeando desde los hombros. A un lado llevaba dos espadas de plata, y al desenvainarlas se sintió lleno de gozo. A lo lejos, al oeste, las hogueras de un campamento vagriano ardían como estrellas caídas. Dardalion voló hacia allí con las espadas desenfundadas. Había más de diez mil hombres acampados al pie de las montañas de Skoda. Ochocientas tiendas se alineaban en la zona en filas de cuatro, y una cerca levantada apresuradamente albergaba dos mil caballos. En las laderas pastaban vacas, y habían construido un redil para las ovejas junto a un arroyo de corriente rápida.
Dardalion se dirigió hacia el sur sobre ríos y llanuras, colinas y bosques. Otro contingente vagriano había acampado en las afueras de Drenan, no menos de treinta mil hombres y veinte mil caballos. Habían quebrado las puertas de roble y bronce de la ciudad, y no se veía a ningún habitante en el interior de las murallas. Al este de la ciudad habían cavado una trinchera. Dardalion se lanzó hacia allí y retrocedió horrorizado. La trinchera estaba repleta de cadáveres. La enorme tumba, de doscientas yardas de largo y seis de ancho, albergaba más de un millar de cuerpos. Ninguno llevaba la armadura de los soldados. Se armó de valor y volvió a la trinchera.