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Authors: David Gemmell

Tags: #Novela, Fantasía

Waylander (7 page)

BOOK: Waylander
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—A ese bastardo tendrían que haberlo achicharrado en la hoguera —dijo Jonat.

—¿A quién? —preguntó Sarvaj.

—Al rey, ¡que los dioses pudran su alma! Se dice que lo mató un asesino. Tendrían que haberlo llevado encadenado por todo el imperio para que viera los resultados de su estupidez.

—Hizo lo que creía mejor —dijo Sarvaj—. Tenía buenas intenciones.

—Oh, sí —se burló Jonat—. ¡Las mejores intenciones! Quería ahorrar dinero. ¡Nuestro dinero! Si algo bueno ha tenido esta guerra es que la nobleza ha desaparecido para siempre.

—Quizá. Sin embargo, Gellan es noble.

—¿Sí?

—No lo odias, ¿verdad?

—No es mejor que el resto.

—Creía que te caía bien.

—Supongo que no es un mal oficial. Demasiado blando. Pero en el fondo nos desprecia.

—Nunca lo he notado —dijo Sarvaj.

—Porque no te fijas bien —contestó Jonat.

Un jinete entró al galope en la arboleda y los hombres se pusieron de pie dando tumbos, con la mano en la empuñadura de la espada. Era Kapra, el oteador.

Gellan apareció entre los árboles cuando él hombre desmontó.

—¿Alguna novedad al este? —preguntó.

—Tres pueblos quemados, señor. Algunos refugiados. He visto una columna de infantería vagriana, unos dos mil tal vez. Han acampado cerca de Ostry, junto al río.

—¿No había indicios de caballería?

—No, señor.

—¡Jonat! —llamó Gellan.

—Sí, señor.

—La infantería debe de estar esperando provisiones. Llévate dos hombres y haz un reconocimiento por el este. Cuando veas las carretas, vuelve lo más pronto que puedas.

—Sí, señor.

—Kapra, coge algo de comida, cambia de caballo y vete con Jonat. Os esperaremos aquí.

Sarvaj sonrió. En Gellan se advertía un cambio sorprendente ahora que estaba en el aire la perspectiva de entrar en acción: tenía los ojos brillantes y vivaces, y la voz tajante y autoritaria. Había desaparecido la postura encorvada habitual y los modales distantes e indiferentes.

Egel los había enviado en busca de provisiones para alimentar a sus tropas sitiadas y llevaban tres días cabalgando sin éxito. Habían arrasado los pueblos y saqueado o quemado los almacenes de alimentos. Se habían llevado el ganado vacuno y habían envenenado a las ovejas.

—¡Sarvaj!

—¿Señor?

—Ordena que aten los caballos y separa a los hombres en cinco grupos. Hay una hondonada al otro lado de aquel soto, y sitio para tres hogueras; pero que no se enciendan hasta que la estrella del norte esté clara y brillante. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Cuatro hombres de guardia, cambio cada cuatro horas. Escoge tú los lugares.

—Sí, señor.

—Ojalá lleven cecina. ¡Recemos por que la tengan, Sarvaj! —Gellan se alisó el oscuro bigote y sonrió como un niño.

—Y una escolta pequeña. Valdría la pena rezar por una Decena.

—No es probable. —La sonrisa de Gellan se desvaneció—. Tendrán al menos un Cuarto, puede que más. Y eso sin contar a los carreteros. En fin, ya nos preocuparemos por eso cuando llegue el momento. Cuando los hombres estén descansando, pasa revista a los sables. No quiero armas desafiladas.

—Sí, señor. ¿Por qué no descansáis?

—Estoy bien.

—Os sentaría bien —lo urgió Sarvaj.

—Pareces una vieja, siempre pendiente de mí. Y no creas que no lo agradezco, pero estoy bien, te lo aseguro. —Gellan sonrió para disimular la mentira, pero no engañó a Sarvaj.

Los hombres se alegraban de poder descansar, y sin Jonat los ánimos se distendieron. Sarvaj y Gellan se sentaron apartados de la tropa, charlando animadamente sobre el pasado. Sarvaj hablaba sobre todo de recuerdos del regimiento; evitaba cuidadosamente mencionar temas que pudieran hacer que Gellan recordara a su mujer y sus hijos.

—¿Puedo preguntarte algo? —dijo de repente.

—¿Por qué no? —contestó Gellan.

—¿Por qué ascendiste a Jonat?

—Porque tiene talento, aunque todavía no se dé cuenta.

—No le gustas.

—Eso no importa. Obsérvalo: lo hará bien.

—Hunde a los hombres, baja la moral.

—Lo sé. Ten paciencia.

—Nos presiona para que huyamos al norte, para que escapemos de Skultik.

—Deja de preocuparte por eso, Sarvaj. Confía en mí.

«Confío en ti —pensó Sarvaj—. Sé que eres el mejor espadachín de la Legión, un oficial responsable y prudente, y un amigo leal. Pero ¿Jonat? Jonat es una víbora, y Gellan demasiado confiado para advertirlo, Jonat acabará desencadenando un motín que se extenderá como el fuego en una pradera por las desanimadas filas del ejército de Egel.»

Aquella noche, Gellan se echó a descansar lejos del fuego, cubierto con la capa. Cayó en un sueño profundo y las pesadillas volvieron. Se despertó sobresaltado y le saltaron las lágrimas, pero se tragó los sollozos que pugnaban por brotar. Se levantó y se fue a dar un paseo. Sarvaj se volvió y abrió los ojos.

—¡Maldición! —susurró.

Hacia el amanecer, Sarvaj se levantó e inspeccionó a los centinelas. Era el peor momento de la noche para concentrarse, y a menudo al mismo hombre que podía soportar un turno desde la puesta de sol hasta medianoche le resultaba imposible mantenerse despierto desde la medianoche al amanecer. Sarvaj no tenía ni idea de la causa del fenómeno, pero sabía cómo curarlo: el hombre sorprendido durmiendo cuando estaba de guardia recibía veinte azotes, y la segunda falta significaba la pena de muerte. Sarvaj no tenía ningún deseo de ver ahorcados a sus hombres, de modo que se forjó fama de rondador nocturno.

Aquella noche avanzó con cautela por el bosque y halló a los cuatro hombres alertas y vigilantes. Complacido, volvió adonde estaban sus mantas y allí encontró a Gellan, que lo esperaba. El oficial parecía cansado, pero tenía los ojos brillantes.

—No has dormido —dijo Sarvaj.

—No, pensaba en la caravana. Debemos destruir lo que no podamos saquear; tenemos que enseñarles a los vagrianos a sufrir. No comprendo la forma en que llevan adelante la guerra. Si dejaran en paz a los granjeros siempre tendrían provisiones suficientes, pero violan, queman y matan, de modo que están convirtiendo la región en un desierto. Se volverá en su contra. Cuando llegue el invierno los víveres escasearán y entonces, por todos los dioses, caeremos sobre ellos.

—¿Cuántas carretas crees que habrá?

—¿Para un contingente de dos mil hombres? No menos de veinticinco.

—De modo que sí atrapamos la caravana sin sufrir bajas tendremos que esquivar a unos veinte exploradores y avanzar durante tres días a campo abierto para llegar a Skultik. Es pedir mucha suerte.

—Tenemos derecho a un poquito de suerte, amigo mío —replicó Gellan.

—Tener derecho no significa nada. ¡He perdido a los dados diez días seguidos!

—¿Y el undécimo?

—Volví a perder. Ya sabes que nunca gano a los dados.

—Sé que nunca pagas tus deudas —dijo Gellan—. Aún me debes tres piezas de plata. Reúne a los hombres; Jonat regresará pronto.

Pero Jonat y sus hombres no irrumpieron a medio galope en el claro hasta media mañana. Jonat pasó la pierna sobre la perilla y se deslizó al suelo mientras Gellan se acercaba a recibirlos.

—¿Qué novedades hay? —preguntó.

—Teníais razón, señor: hay una caravana a tres horas al este. Veintisiete carretas. Pero hay cincuenta guardias montados y una avanzadilla de dos exploradores.

—¿Os han visto?

—No lo creo —replicó Jonat muy erguido.

—Háblame del terreno.

—Únicamente hay un sitio en el que podríamos atacarlos, pero está cerca de Ostry y de la infantería. Sin embargo, el camino serpentea entre dos colinas boscosas; hay lugar para esconderse a ambos lados y las carretas se moverán lentamente, ya que el camino es empinado y está embarrado.

—¿Cuánto podemos tardar en llegar allí y apostarnos?

—Dos horas. Pero sería muy justo, señor. Puede que llegáramos mientras las carretas entran por el otro lado del bosque.

—Es demasiado justo —dijo Sarvaj—, sobre todo teniendo en cuenta que los exploradores van delante.

Gellan sabía que había demasiados riesgos, pero Egel necesitaba desesperadamente las provisiones. Y lo que era peor, no había tiempo para hacer planes, para pensar.

—¡Montad! —gritó.

Mientras la tropa se dirigía como una tromba hacia el este, Gellan maldecía sus limitaciones. Lo que hacía falta antes de emprender la marcha era una breve y poderosa arenga a sus hombres, algo que les encendiera la sangre. Pero nunca había servido para manejar un grupo y sabía que lo consideraban un líder frío y distante. Ahora tenía la incómoda certeza de que estaba llevando a algunos, tal vez a todos, a la muerte, en un ataque atolondrado más propio de hombres temerarios y pintorescos como Karnak o Dundas. ¡Cómo los adoraban los soldados! Jóvenes, briosos e intrépidos, atacaban una y otra vez con sus Centurias a los vagrianos, asestaban un golpe y desaparecían, y demostraban al enemigo que los drenai seguían resistiendo.

No tenían tiempo para veteranos como Gellan.

«Quizá hacen bien —pensó mientras el viento le azotaba el rostro—. Tendría que haberme retirado.» Había decidido dejar el ejército ese otoño, pero para los oficiales drenai ya no era posible un retiro tranquilo.

Llegaron al bosque en menos de dos horas. Gellan convocó una reunión rápida con sus oficiales. Despachó a dos de sus mejores arqueros para que se encargaran de la avanzadilla, y dividió sus fuerzas a derecha e izquierda del sendero. Él mismo tomó el mando en la ladera derecha, dejando a Jonat la izquierda, sin hacer caso de la mirada reprobadora de Sarvaj.

Una vez dadas las órdenes, los hombres se dispusieron a esperar y Gellan se mordió el labio. Su mente daba vueltas en círculos furiosos, intentando descubrir un fallo en el plan; tenía la certeza de que ese fallo estaba a la vista de todos.

Jonat estaba en la ladera izquierda agazapado detrás de un espeso matorral, frotándose el cuello para aliviar la tensión. Sus hombres aguardaban a ambos lados con los arcos preparados y las flechas encajadas.

Habría deseado que Gellan hubiera puesto a Sarvaj al mando; se sentía incómodo con la responsabilidad.

—¿Por qué no vienen? —siseó un hombre a su derecha..

—Mantén la calma —se oyó decir Jonat—. Ya vendrán. Y cuando eso suceda, los mataremos. ¡A todos! Les enseñaremos qué significa invadir las tierras drenai.

Le sonrió, y cuando el soldado le devolvió la sonrisa Jonat sintió que la tensión se aflojaba. El plan de Gellan era bueno; sin embargo, Jonat no esperaba mucho más de un hombre tan gélido. Oyéndolo hablar se diría que sólo era una maniobra más; pero es que Gellan pertenecía a la clase guerrera. ¡Maldita sea! No era el hijo de un campesino famoso sólo por su capacidad para bailar borracho. Se encolerizó, pero se contuvo al oír los primeros chirridos de las carretas.

—¡Quietos! —susurró—. Que nadie se mueva antes de que lo ordene. Haced correr la voz. ¡Despellejaré vivo al que desobedezca!

Seis jinetes encabezaban la caravana, espada en mano y con los negros yelmos astados con la visera bajada. Tras ellos rodaban los pesados carros y carretas; veintidós jinetes se alineaban a ambos lados del sendero.

Avanzaban lentamente, y cuando los jinetes que lideraban la marcha pasaron por donde Jonat estaba apostado, éste colocó una flecha en el arco, esperó, y esperó…

—¡Ahora! —gritó cuando las últimas carretas llegaban al declive.

Las flechas negras brotaron de los árboles a ambos lados. Los caballos retrocedieron relinchando y el caos se apoderó del bosque. Un jinete se derrumbó sobre la grupa de la montura con dos flechas en el pecho. Otro cayó hacia delante cuando una saeta le atravesó la garganta.

La masacre continuaba y los carreteros se apresuraron a escudarse bajo las carretas. Tres jinetes salieron al galope hacia el oeste, inclinados sobre el cuello de los caballos. Uno de ellos cayó cuando una flecha alcanzó a su montura; se tambaleó para ponerse de pie y tres flechas le atravesaron la espalda. Los otros dos consiguieron llegar a la cima de la colina, se irguieron en la silla…

Y se encontraron con que galopaban en dirección a Sarvaj y diez arqueros. Las flechas los acribillaron y los dos caballos cayeron heridos de muerte, arrojando al suelo a los jinetes. Sarvaj y sus hombres se abalanzaron sobre ellos y los mataron antes de que pudieran levantarse.

Jonat y sus soldados abandonaron su escondrijo entre los árboles y cargaron temerariamente contra la caravana. Varios carreteros salieron arrastrándose con las manos en alto, pero los drenai no estaban de humor para hacer prisioneros y los despacharon sin compasión.

Tres minutos después de haber comenzado el encuentro, todos los vagrianos habían muerto.

Gellan bajó lentamente hacia las carretas. Seis de los bueyes que tiraban de la primera habían caído y ordenó que los remataran. La acción había ido mejor de lo que esperaba: setenta vagrianos muertos y ninguno de sus hombres herido.

Pero ahora venía lo más difícil: llevar las carretas a Skultik.

—¡Buen trabajo, Jonat! —dijo—. Has atacado en el momento justo.

—Gracias, señor.

—Quitadles a los muertos las capas y los yelmos, y ocultad los cadáveres en el bosque.

—Sí, señor.

—Nos convertiremos en vagrianos durante un tiempo. —Hay un largo trayecto hasta Skultik —dijo Jonat.

—Conseguiremos llegar —respondió Gellan.

CINCO

Waylander hizo un alto al pie de una colina cubierta de hierba y cogió a Culas y Miriel para bajarlos de la silla. Los árboles empezaban a ralear y una vez en la cima el grupo estaría en terreno abierto. Waylander estaba cansado; las extremidades le pesaban y le dolían los ojos. Era fuerte; no estaba acostumbrado a ese agotamiento físico y no acababa de entenderlo. Dardalion se detuvo a su lado; Danyal bajó a Krylla y la depositó en brazos del sacerdote.

—¿Por qué nos hemos detenido? —preguntó Danyal. Dardalion se encogió de hombros.

Waylander se encaminó a la cima de la colina y echado boca abajo oteó la llanura que se extendía más allá. A lo lejos se veía una columna de carretas que se dirigía hacia el norte escoltada por la caballería vagriana. Waylander se mordisqueó el labio. Y frunció el ceño.

¿Al norte?

¿Adonde estaba Egel?

Eso sólo podía significar que habían obligado a Egel a salir de Skultik, o que había escapado a Purdol. En ambos casos ya no tenía entonces mucho sentido llevar a los niños al bosque. Pero ¿adonde podían ir, si no? Waylander dirigió de nuevo la vista a la llanura: miles de millas cuadradas de praderas chatas e interminables, salpicadas de vez en cuando con algún árbol y setos aferrados a la tierra. Y, sin embargo, sabía que era un terreno engañoso. Lo que aparentaba ser terreno llano ocultaba muchas hondonadas, depresiones y ondulaciones imprevistas. El ejército vagriano entero podría estar acampado ante sus narices sin que ellos lo advirtieran. Miró atrás y vio a las dos niñas recogiendo campanillas. El sonido de las risas resonaba en la ladera de la colina. Waylander maldijo en voz baja. Se alejó con cuidado de la cima, se puso de pie y emprendió el regreso.

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