¡Libre!
A solas con el Vacío.
Deteniendo con un esfuerzo su ascensión en espiral, oteó el terreno allá abajo en busca de alguna señal de Waylander.
A lo lejos, al sudeste, las ciudades en llamas iluminaban el cielo de la noche formando un arco dentado de color carmesí, mientras que al norte y al oeste ardían hogueras dispuestas de forma regular, lo que indicaba que pertenecían a los puestos de vigilancia vagrianos. Al sur, un fuego aislado titilaba en un bosquecillo. Curioso, Dardalion descendió en picado hasta allí.
Seis hombres dormían alrededor del fuego, en tanto que un séptimo, sentado sobre una roca, comía un guiso que sacaba a cucharadas de una olla de cobre. Dardalion osciló por encima de ellos, sintiendo una punzada de miedo. Percibió algo muy maligno y se dispuso a partir.
De repente, el hombre que estaba sentado alzó la vista.
—Te encontraremos, sacerdote —susurró haciendo una mueca.
Dardalion no se movió. El hombre colocó la olla de cobre a sus pies y cerró los ojos… Dardalion ya no estaba solo. Flotando junto a él había un guerrero armado; sujetaba un escudo y una espada negra. El joven sacerdote se lanzó a los cielos, pero el espíritu del guerrero era más rápido y lo rozó ligeramente al pasar. Dardalion sintió una punzada de dolor y gritó.
—Todavía no te mataré, sacerdote —dijo el guerrero, oscilando delante de él con una sonrisa torva—. Quiero a Waylander. Entrégamelo y vivirás.
—¿Quién eres? —susurró Dardalion, intentando ganar tiempo.
—Mi nombre no te dirá nada. Pero pertenezco a la Hermandad y tengo una misión. Waylander debe morir.
—¿La Hermandad? ¿Eres sacerdote?
—¿Sacerdote? ¡Sí, de un tipo que no comprenderás nunca, cerdo santurrón! La fuerza, el engaño, la astucia, el terror… ésas son las cosas que yo adoro, pues me proporcionan poder. El verdadero poder.
—Entonces ¿sirves a la Oscuridad? —preguntó Dardalion.
—Oscuridad o Luz: juegos de palabras que sólo sirven para confundir. Adoro al Príncipe de las Mentiras, al Creador del Caos.
—¿Por qué buscas a Waylander? No es un místico.
—Mató al hombre equivocado, aunque sin duda se tenía bien merecida la muerte. Y ahora se ha decretado que es él quien debe morir. ¿Me lo entregarás?
—No puedo.
—Pues sigue tu camino, gusano. Tu pasividad me ofende. Mañana te mataré, justo después de que oscurezca. Buscaré tu espíritu dondequiera que se esconda y lo destruiré.
—¿Por qué? ¿Qué ganarás?
—Placer, nada más —contestó el guerrero—. Pero es suficiente.
—Te esperaré, entonces.
—Claro que lo harás. A los de tu especie os gusta sufrir; os santifica.
Waylander estaba encolerizado, lo cual lo sorprendía y lo hacía sentirse inquieto y ridículamente resentido. Guió el caballo hasta una colina boscosa y desmontó.
«¿Cómo es posible que la verdad te ofenda?», se preguntaba.
Pero aun así dolía que lo incluyeran en la misma categoría de los mercenarios que violaban y robaban a inocentes, pues a pesar de su siniestra reputación como mensajero de la muerte jamás había matado a una mujer ni a un niño. Ni había violado ni humillado a nadie. ¿Por qué, entonces, esa mujer lo hacía sentirse tan sucio? ¿Por qué se veía ahora bajo una luz tan sombría?
El sacerdote. El maldito sacerdote.
Waylander había vivido en la sombra los últimos veinte años, y Dardalion era como una linterna que iluminaba los rincones oscuros de su alma.
Se sentó sobre la hierba. La noche era fresca y clara, y el aire, agradable.
Veinte años. Perdidos en el vacío de la memoria. Veinte años sin cólera en los que Waylander se había pegado como una lapa a la roca estéril de la vida.
Pero ahora ¿qué pasaba?
—Morirás, estúpido —se dijo en voz alta—, El sacerdote te matará con su pureza.
¿Era eso? ¿Se trataba del conjuro al que tanto temía?
Durante veinte años Waylander había cabalgado por montañas y llanuras de naciones civilizadas, por las estepas, por los remotos territorios de los salvajes nadir y por los lejanos desiertos de los nómadas. En esos años no se había permitido tener amigos. Nadie lo había tocado. Como una fortaleza móvil, seguro y rodeado de gruesas murallas, Waylander había vagado por la vida como un fantasma, siempre solo, al menos en la medida en que un hombre puede llegar a estarlo.
¿Por qué había rescatado al sacerdote? La pregunta lo atormentaba. Su fortaleza se había derrumbado y sus defensas se habían deshecho como papel mojado.
El instinto le decía que volviera a montar y abandonara al pequeño grupo, y confiaba en su instinto, agudizado por los peligros que su ocupación conllevaba. Su agilidad y velocidad lo habían mantenido con vida; podía atacar como una serpiente y esfumarse antes del amanecer.
Waylander el Destructor, el príncipe de los asesinos. Sólo por casualidad podrían capturarlo, pues no tenía hogar, sólo una lista aleatoria de contactos que lo contrataban en una veintena de ciudades. Aparecía en la oscuridad más profunda, acordaba el contrato o cobraba sus honorarios y partía antes del amanecer. Siempre perseguido y odiado, el Destructor se movía entre sombras, rondando los lugares oscuros.
Ahora también sabía que sus perseguidores estaban cerca. Ahora, más que nunca, tenía que desvanecerse en el extranjero o al otro lado del mar, en Ventria y los reinos orientales.
—Estúpido —musitó—. ¿Quieres morir? —Sin embargo, el sacerdote lo sujetaba con el conjuro que no había lanzado—. Le has cortado las alas al águila, Dardalion —añadió en voz baja.
En la granja había un jardín con flores repleto de jacintos, tulipanes y narcisos. Su hijo estaba allí tumbado tan apaciblemente que la sangre no parecía fuera de lugar entre los capullos. Sintió un dolor desgarrador; los recuerdos lo laceraban como cristales rotos. A Tanya la habían atado a la cama y la habían destripado como a un pez. Las dos niñas… unos bebés…
Waylander lloró por los años perdidos.
Regresó al campamento una hora antes del amanecer y los encontró a todos durmiendo. Meneó la cabeza ante tamaña estupidez, avivó el fuego y preparó avena caliente en una sartén de cobre. Dardalion fue el primero en despertarse; saludó con una sonrisa y se desperezó.
—Me alegro de que hayas vuelto —dijo acercándose al fuego.
—Tendremos que buscar comida —dijo Waylander—; quedan pocas provisiones. Dudo que encontremos un pueblo sin quemar, lo que significa que tendremos que cazar para conseguir carne. Si no quieres desfallecer de hambre, tendrás que olvidarte de tus principios, sacerdote.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó Dardalion.
—Qué solicitud tan extraña. Creía que ya estábamos hablando.
Dardalion se apartó de la hoguera; Waylander suspiró y sacó del fuego la sartén de cobre antes de reunirse con él.
—¿Por qué tan abatido? ¿Te arrepientes de haber cargado con la mujer y los críos?
—No. Yo… tengo que pedirte un favor. No tengo derecho…
—Desembucha, hombre. ¿Qué te pasa?
—¿Te encargarás de que lleguen sanos y salvos a Egel?
—Creía que ése era el plan. ¿Estás bien, Dardalion?
—Sí… No… Verás, es que voy a morir, —Dardalion se volvió y subió por la ladera hasta la cima de la hondonada. Waylander lo siguió y lo escuchó en silencio mientras le contaba que su espíritu se había encontrado con el cazador. Los senderos de la mística estaban cerrados para él, pero había oído hablar de sus poderes y no dudaba que Dardalion le decía la pura verdad. No lo sorprendía que los cazadores le estuvieran pisando los talones. A fin de cuentas, había matado a uno de ellos.
—En definitiva —concluyó el sacerdote—, espero que lleves a Danyal y los niños a un lugar seguro cuando yo ya no esté.
—¿Tan entrenado estás para la derrota, Dardalion?
—No puedo matar, y ésa sería la única manera de detenerlo.
—¿Dónde estaba su campamento?
—Al sur. Pero no puedes ir; son siete.
—Pero crees que sólo uno con el Poder, ¿verdad?
—Por lo que sé, sí. Dijo que me mataría justo después de la puesta de sol. Por favor, no vayas, Waylander. No quiero ser la causa de la muerte de nadie.
—Esos hombres me persiguen, sacerdote; no tengo elección. Si prometo quedarme con la mujer, me encontrarán de todos modos. Es mejor que los busque y que sea yo quien decida las condiciones del enfrentamiento. Hoy quédate aquí. Espérame. Si por la mañana no he vuelto, dirígete al norte.
Waylander cogió las alforjas y sus pertenencias, y justo cuando rompía el día emprendió la marcha hacia el sur.
—Y apaga el fuego —gritó balanceándose en la silla—, el humo puede verse a muchas millas. No lo vuelvas a encender hasta que oscurezca.
Dardalion, abatido, lo siguió con la mirada.
—¿Adonde va? —preguntó Danyal, acercándose al sacerdote.
—A salvarme la vida —dijo Dardalion, y una vez más contó la historia de los viajes de su espíritu. Vio pena en los ojos de la mujer, que parecía comprender. En ese momento se dio cuenta de que su confesión lo había puesto en un compromiso. Al decírselo a Waylander, lo había obligado a defenderlo.
—No te culpes —dijo Danyal.
—Tendría que haberme callado.
—Eso nos habría sentenciado a todos. Debía de saber que lo perseguían.
—Se lo dije para que me salvara.
—No lo dudo. Pero tenía que saberlo. Tenías que contárselo.
—Sí, pero me guió el egoísmo.
—Dardalion, además de sacerdote, eres humano. No seas tan duro contigo mismo. ¿Cuántos años tienes?
—Veinticinco. ¿Y tú?
—Veinte. ¿Cuánto hace que eres sacerdote?
—Cinco años. Mi padre me educó como arquitecto, pero nunca lo hice de corazón. Siempre quise servir a la Fuente. De niño a menudo tenía visiones. A mis padres les inquietaban. —Dardalion de repente hizo una mueca y meneó la cabeza—. Mi padre tenía el convencimiento de que estaba poseído, y a los ocho años me llevó al templo de la Fuente de Sardia para que me exorcizaran. ¡Se puso furioso cuando le dijeron que no me pasaba nada, y que lo único que me sucedía era que tenía un don! A partir de entonces asistí a la escuela del templo. Tendría que haberme convertido en acólito a los quince, pero mi padre insistió en que me quedara en casa y aprendiera a llevar un negocio. Cuando conseguí convencerlo ya tenía veinte años.
—¿Tu padre aún vive?
—No lo sé. Los vagrianos quemaron Sardia y asesinaron a los sacerdotes. Supongo que habrán hecho lo mismo con todo el pueblo.
—¿Cómo escapaste?
—Yo no presencié ese horror; el abad me había enviado a Skoda para que llevara unos mensajes al Monasterio de la Montaña, pero cuando llegué también ardía. Al regresar me capturaron, y Waylander me rescató.
—No tiene aspecto de ser persona que se moleste en rescatar a nadie.
—Pues no. —Dardalion se rió entre dientes—. En realidad estaba recuperando el caballo que los mercenarios le habían robado, y yo, de un modo algo bochornoso, era parte del equipaje. —Dardalion volvió a reír y cogió a Danyal de la mano—. Te doy las gracias, hermana.
—¿Por qué?
—Por tomarte la molestia de alejarme de los senderos de la autocompasión. Siento haberte resultado una carga.
—No has sido una carga. Eres amable y nos ayudas.
—Y tú eres muy sensata —dijo Dardalion besándole la mano—; me alegro de haberte conocido. Vamos, despertemos a los niños.
Dardalion y Danyal jugaron en el bosque con los niños durante todo el día. El sacerdote les contó cuentos, y Danyal jugó con ellos a la caza del tesoro, recogieron flores y enhebraron guirnaldas. El sol brilló casi toda la mañana, pero después del mediodía el cielo se oscureció y la lluvia obligó al grupo a volver al campamento a refugiarse bajo la amplia copa de un pino. Allí se comieron los restos de pan y algunos frutos secos que había dejado Waylander.
—Está oscureciendo —dijo Danyal—. ¿Crees que ya es seguro encender la hoguera?
Dardalion no le contestó. Tenía la mirada fija en los siete hombres que avanzaban entre los árboles espada en mano.
Dardalion se puso de pie pesadamente. Los puntos en el pecho le tiraban y las magulladuras en las costillas le hacían dar respingos. Aunque hubiera sido guerrero, no podría haberse enfrentado solo ni siquiera a uno de los hombres que se le acercaban con lentitud.
Los encabezaba, sonriente, el mismo que lo había dejado aterrorizado la noche anterior. Tras él avanzaban en semicírculo seis soldados con largas capas azules sobre petos negros. Los yelmos les cubrían la cara y sólo se les veían los ojos a través de rendijas rectangulares en el metal.
Danyal, detrás de Dardalion, había dado la espalda a los guerreros y abrazaba a los niños, estrechándolos contra sí para ahorrarles, al menos, el terror de la matanza.
El sacerdote se sintió invadido de una impotencia tremenda. Sólo unos días atrás ansiaba soportar la tortura; la tortura y la muerte. Pero ahora sentía el miedo de los niños y habría querido tener una espada o un arco para defenderlos.
El avance del grupo se detuvo y el guerrero que lo encabezaba se volvió de repente, apartando la vista de Dardalion y dirigiéndola al otro lado de la hondonada. Dardalion miró en la misma dirección.
Allí, bajo la luz roja y mortecina del atardecer, estaba Waylander, con la capa pegada al cuerpo. El sol se ponía tras él y la silueta del guerrero se recortaba contra el cielo rojo sangre, una figura inmóvil pero tan poderosa que hechizaba la escena. Su capa de cuero relucía a la luz que se iba extinguiendo, y Dardalion sintió que el corazón le daba un vuelco. Ya había presenciado una vez la representación del mismo drama y sabía que bajo la capa Waylander llevaba la ballesta mortífera, tensa y preparada.
Pero sus esperanzas murieron al nacer. Pues donde antes había habido cinco mercenarios desprevenidos, ahora había siete guerreros con armadura. Asesinos entrenados. La Jauría del Caos vagriana.
Waylander no podría con ellos.
En la quietud de esos momentos iniciales, Dardalion se preguntó por qué habría vuelto, implicándose en una empresa tan desesperada. Waylander no tenía ningún motivo para dar la vida por ninguno de ellos, carecía de creencias, de convicciones fuertes.
Pero allí estaba, como una estatua en el bosque.
El silencio era enervante, más para los vagrianos que para Dardalion. Los guerreros sabían que en escasos segundos se perderían vidas, que la muerte caería de golpe sobre el claro y que la sangre se filtraría por la blanda tierra negra. La muerte era su compañera habitual y la mantenían a raya a golpes de habilidad o de furia, ahogando sus temores en el ansia de sangre. Pero allí los habían sorprendido en frío… y todos ellos se sentían solos.