—Has escindido nuestra congregación. Veintinueve sacerdotes se preparan para la guerra y la muerte. Eso no puede ser correcto.
—Si es un error, lo pagaremos, pues la Fuente es justa y no tolerará el mal.
—Dardalion, he venido a razonar contigo. Vete de aquí, busca un monasterio retirado en otras tierras y reanuda tus estudios. La Fuente te mostrará el camino.
—Ya me lo ha mostrado, mi señor.
—¿De modo que no puedo hacer nada contra ti? —dijo el viejo después de inclinar la cabeza y regar la hierba con lágrimas.
—No, mi señor. Yo, por mi parte, no estoy contra vos en absoluto.
—Ahora eres un líder elegido por tus seguidores. ¿Qué título llevarás, Dardalion? ¿Abad de la Muerte?
—No, no soy abad. Lucharemos sin odio y no disfrutaremos del combate. Y después de la victoria, o de la derrota, volveremos a ser los mismos.
—¿No te das cuenta de la insensatez de tus palabras? Combatirás al mal en su terreno, con sus armas. Lo vencerás. Pero ¿acabaréis con la guerra? Puede que detengáis a la Hermandad, pero hay otras hermandades y otros males. El mal nunca muere, Dardalion. Es una mala hierba en el jardín de la vida. Por mucho que la cortes, que la quemes, que la arranques, renace con más fuerza. El vuestro es un camino sin final: la guerra se limita a cambiar de forma.
Dardalion no respondió; la exactitud de las palabras del abad resonaba en su interior.
—En eso tenéis razón, mi señor. Me doy cuenta. Y también de que no os equivocáis al llamarme «abad». No podemos simplemente convertirnos en Guerreros Espirituales. Tiene que haber orden y nuestra misión debe ser finita. Consideraré con detenimiento vuestras palabras.
—Pero ¿no cambiarás el curso inmediato de tus actos?
—Está decidido. He actuado de buena fe y no me desdiré, del mismo modo que vos tampoco lo haríais.
—¿Por qué no, Dardalion? Ya has faltado una vez a tu palabra. Hiciste un voto en virtud del cual toda vida humana, todo tipo de vida, en realidad, sería sagrada para ti. Ahora has matado a varias personas y has comido carne. ¿Por qué iba a importarte no cumplir tu palabra una vez más?
—No puedo discutirlo, mi señor —dijo Dardalion—. Lamento reconocer que tenéis razón.
—Espero que la historia no te recuerde a ti ni a los Treinta, Dardalion, aunque me temo que lo hará. Los actos violentos siempre impresionan al hombre. Crea con cuidado tu leyenda, no sea que arruine todo aquello en lo que creemos.
El abad se alejó en la penumbra creciente. Astila y los demás sacerdotes aguardaban en silencio, y cuando pasó le hicieron una reverencia, pero él no se dio por aludido.
Los sacerdotes formaron un círculo en torno a Dardalion y esperaron a que concluyera sus plegarias.
—Bienvenidos, amigos míos —dijo por fin, alzando la vista—. Esta noche debemos ayudar a lord Karnak, pero sobre todo hemos de saber algo que nos atañe. Hay bastantes probabilidades de que el camino que seguimos sea la senda de la perdición, pues quizá todo lo que hacemos se opone a la voluntad de la Fuente. De modo que tenemos que mantener en nuestros corazones la fuerza de la fe y la creencia en nuestra causa. Puede que esta noche alguno de nosotros muera. No vayamos a la Fuente albergando el odio. Empezaremos ahora uniéndonos en oración. Rogaremos por nuestros enemigos y los perdonaremos de corazón.
—¿Cómo podemos perdonarlos y después matarlos? —preguntó un sacerdote joven.
—Si no perdonamos, florecerá el odio. Pero pensad en lo siguiente: si vuestro perro se pone rabioso, lo mataréis, aunque os duela. No lo odiaréis. Eso es lo que pido. Oremos.
Cuando se hizo de noche concluyeron su comunión y sus espíritus se elevaron en el cielo nocturno.
Dardalion echó una ojeada a su alrededor. Todos los sacerdotes llevaban armadura de plata, escudos relucientes y espadas de fuego. Las estrellas fulguraban como piedras preciosas y las montañas de la luna proyectaban sombras nítidas mientras los Treinta aguardaban a la Hermandad. Todo estaba en silencio.
Dardalion podía percibir la tensión de los sacerdotes, ya que sus mentes seguían enlazadas. Las dudas e incertidumbres pasaron revoloteando y se desvanecieron. La noche era clara y tranquila; abajo, el bosque estaba bañado en una luz plateada.
Las horas se dilataban, increíblemente largas, y el flujo y reflujo del miedo tocaba con dedos helados a los sacerdotes.
La noche se volvía cada vez más amenazadora, y al oeste se acumulaban nubes sombrías que manchaban la luz de la ¡una.
—¡Ya vienen! —La mente de Astila emitió un impulso—. Puedo sentirlo.
—Calma —recomendó Dardalion.
Las nubes oscuras se acercaron y la espada flameó en su mano; la hoja ardía con un fuego blanco.
Las nubes se abatieron sobre ellos descargando guerreros de capa negra. Una ola de odio engulló a los Treinta. La siniestra emoción se abatió sobre Dardalion, pero se la sacudió de encima, se remontó e hizo frente a los atacantes. Su hoja asestaba tajos y estocadas en la masa enemiga, y el escudo restallaba cuando le devolvían el golpe. Los Treinta volaron en su auxilio y se trabaron en combate.
Los guerreros negros eran más de cincuenta, pero no podían rivalizar con los sacerdotes de armadura de plata y espadas llameantes, y retrocedieron hacia las nubes. Los Treinta los persiguieron.
De repente Astila aulló mentalmente una advertencia. Dardalion, a punto de penetrar en las nubes, cambió de dirección y se alejó.
La nube se concentró, formando un cuerpo abultado, escamoso y oscuro. Se desplegaron unas alas enormes, y unas profundas fauces rojas se abrieron en el rostro de la bestia. La masa absorbió a la Hermandad y se hizo aún más sólida.
—¡Atrás! —transmitió Dardalion con un impulso mental. Los Treinta huyeron en dirección al bosque.
La bestia los perseguía. Dardalion detuvo el vuelo; su mente funcionaba a toda velocidad. De algún modo las fuerzas combinadas de la Hermandad habían creado esa cosa. ¿Era real? El instinto le decía que sí.
—¡A mí! —ordenó. Los Treinta lo rodearon—. Un guerrero. Una mente. Una misión —entonó, y los Treinta se fusionaron. El mar de espíritus engulló a Dardalion y, al sumergirse en él, su poder se multiplicó.
Donde antes eran Treinta, ahora sólo había Uno, de ojos llameantes y una espada dentada como un rayo congelado.
Con un rugido de rabia, el Uno se abalanzó sobre la bestia. La criatura retrocedió y extendió las garras para arañarlo, pero el Uno le atravesó el cuerpo con el relámpago de su espada, amputándole un miembro de un tajo. La bestia se encogió de dolor y con las mandíbulas muy abiertas se lanzó sobre su atacante. Al alzar la vista hacia las fauces del gigante, el Uno vio una fila tras otra de dientes con la forma de las oscuras espadas oscuras de la Hermandad. Alzó el arma y la lanzó como si fuera un rayo a la caverna de la boca. Cada vez que la hoja alcanzaba su objetivo el Uno creaba otra y la arrojaba a las profundidades del monstruo. La bestia retrocedió; su forma se desplazaba y cambiaba cada vez que las hojas relampagueantes le alcanzaban el cuerpo.
Unas pequeñas siluetas oscuras salieron huyendo de la masa, que se encogió. El Uno extendió las manos y se arrojó como una flecha al corazón de la nube, desgarrando la carne astral. Los miembros de la Hermandad morían uno tras otro, llenando su mente de gritos y dolor. La nube se disgregó y los guerreros supervivientes volaron al refugio de sus cuerpos. El Uno les arrojó saetas de luz y se quedó suspendido bajo las estrellas, contemplándolas por primera vez.
«Qué hermoso», pensó. Sus ojos, que podían ver a gran distancia, escudriñaron los planetas, la alternancia de colores, los lejanos remolinos de nubes en un océano seco, y, más allá, descubrieron un cometa que surcaba con una curva la galaxia. Había tanto que ver.
Dardalion se esforzó por recuperar su identidad dentro del Uno; había perdido su nombre y se quedó dormido en la masa. Astila siguió intentándolo; sus pensamientos eran como el flujo y reflujo de la neblina. Uno. El Uno. Más de Uno. Números. Lo anegó una oleada de alegría y quedó cegado por una lluvia de estrellas fugaces que estallaron en la atmósfera en un arco iris. El Uno estaba extremadamente complacido con el despliegue.
Astila se ciñó a su tarea. Números. Un número. No… Uno no. Se obligó a contar poco a poco, rebuscando en lo que le quedaba de memoria pensamientos que fueran sólo suyos. Un nombre lo golpeó. Dardalion. ¿Era su nombre? No. Otro. Gritó débilmente, pero no hubo respuesta. Un número.
Treinta. Era la cifra del poder. Treinta. El Uno se estremeció y Astila se liberó.
—¿Quién eres? —preguntó el Uno.
—Astila.
—¿Por qué te has separado de mí? Somos Uno.
—Busco a Dardalion; está dentro de ti.
—¿Dardalion? —dijo el Uno. En sus entrañas el joven sacerdote despertó a la vida. Uno por uno Astila fue pronunciando los nombres de los Treinta; los sacerdotes volvieron en sí y salieron confusos e inseguros.
Casi al amanecer Astila los condujo a casa.
Una vez en sus cuerpos, durmieron varias horas.
Dardalion fue el primero en levantarse. Despertó a los demás y llamó a Astila.
—Anoche nos salvaste —dijo Dardalion—. Tienes un don para ver a través del engaño.
—Pero tú creaste el Uno —dijo Astila—. De no haber sido por eso, no habríamos sobrevivido.
—Hemos estado a punto de perecer. El Uno era para nosotros un peligro tan grande como la bestia en forma de nube y nos salvaste por segunda vez. Ayer el abad me hizo una advertencia; le dije que pensaría en ello. Necesitamos dar forma a nuestro grupo, Astila…, disciplina. Seré el abad de los Treinta. Pero tú desempeñarás un papel importante. Yo seré la Voz y tú, los Ojos. Juntos encontraremos la senda hacia la voluntad de la Fuente.
Waylander se reclinó en la silla y observó las llanuras nadir, al otro lado del paso de Delnoch. Detrás de él, las carretas se habían arracimado para pasar la noche, listas para el peligroso descenso del día siguiente. El paso bajaba en pendiente a lo largo de más de una milla por una serie de peligrosas cornisas cubiertas de guijarros. Hacía falta mucho coraje para conducir una carreta por el sendero estrecho y serpenteante. Casi todos los refugiados habían pagado a Durmast una cantidad importante para que tomara las riendas durante el descenso; ellos lo seguirían a pie, lo cual, en comparación, resultaba mucho más seguro. Del norte soplaba una brisa fresca y Waylander se permitió relajarse. Ni Cadoras ni la Hermandad habían dado señales de vida, y había verificado cuidadosamente las huellas. De pronto sonrió con una mueca. Se decía que ver a Cadoras implicaba peligro, pero que no verlo significaba la muerte. Waylander desmontó, ató el animal, le quitó la montura, lo cepilló, le dio grano y se dirigió al centro del campamento, donde las hogueras crepitaban bajo las ollas.
Durmast estaba sentado junto a un grupo de viajeros, entreteniéndolos con relatos sobre Gulgothir. A la luz rojiza del fuego su rostro era menos brutal y su sonrisa, cálida y amigable. A su alrededor, los niños contemplaban al gigante con admiración reverente y disfrutaban de sus fantásticas historias. Resultaba difícil creer que todas esas personas estuvieran huyendo de una guerra terrible, que muchos de ellos hubieran perdido amigos, hermanos, hijos… El alivio ante la perspectiva de la huida se manifestaba en bromas y risas estruendosas. Waylander echó un vistazo a los hombres de Durmast, sentados en un grupo aparte. Hombres duros, había dicho Durmast. Waylander conocía a ese tipo de hombres. No eran duros, eran sanguinarios. En días de paz y abundancia, los buenos lugareños que ahora reían y cantaban echarían los cerrojos para impedir la entrada de hombres como ésos; no habrían viajado con Durmast ni por todo el oro del mundo. Ahora se reían como niños, incapaces de ver que el peligro que corrían era exactamente el mismo.
Waylander se volvió para recoger sus mantas. Y se quedó inmóvil. A menos de diez pies, erguida de cara al fuego, estaba Danyal. La luz de la hoguera bailoteaba en su cabello rojo dorado y llevaba una túnica nueva de lana, bordada y ribeteada con hilo de oro. Se llevó la mano al pelo, dio media vuelta y lo vio. La sonrisa que ella le dedicó era auténtica y la odió por eso.
—Por fin adviertes mi presencia —le dijo Danyal acercándose.
—Creía que estabas en Skarta con las niñas.
—Las he dejado con los sacerdotes de la Fuente. Estoy harta de la guerra, Waylander. Quiero ir a algún sitio donde pueda dormir por la noche sin temer al mañana.
—Ese sitio no existe —dijo Waylander con amargura—. Vamos a dar un paseo.
—Estoy preparando la comida.
—Déjalo para después —dijo él, alejándose en dirección al paso. Danyal lo siguió hasta una loma cubierta de hierba, donde se sentaron sobre unas grandes piedras que sobresalían—. ¿Sabes quién conduce la caravana?
—Sí. Un hombre llamado Durmast.
—Es un asesino.
—Tú también.
—No lo entiendes. Corres más peligro aquí que en Skultik.
—Pero tú estás aquí.
—¿Y eso qué tiene que ver? Durmast y yo nos entendemos. Lo necesito para que me ayude a encontrar la Armadura. Conoce a los nadir; no podría atravesar su territorio sin contar con él.
—¿Permitirás que nos haga daño?
—¿Permitir? ¿Cómo diantres crees que podría evitarlo? Tiene veinte hombres. Maldita sea, Danyal, ¿por qué me vas pisando los talones?
—¿Cómo te atreves? —se indignó ella—. No sabía que viajabas con nosotros. Eres de una presunción ilimitada.
—No he querido decir eso —se defendió—. Sólo que da la impresión de que en cuanto me doy la vuelta te encuentro ahí.
—¡Qué deprimente para ti!
—¡Ten compasión, mujer! ¿No puedes dejar ya de atacarme? No quiero pelearme contigo.
—En ese caso, permíteme que te diga que tu manera de llevar una conversación es lamentable.
Permanecieron un rato en silencio, contemplando cómo la luna atravesaba el paso de Delnoch.
—No voy a vivir mucho tiempo, Danyal —dijo él por fin—. Puede que tres semanas, tal vez menos. Me gustaría mucho acabar mi vida con éxito…
—¡Precisamente el tipo de comentario estúpido que esperaría de un hombre! ¿A quién le importa que encuentres esa dichosa Armadura? No es un objeto mágico, es sólo metal. Y ni siquiera un metal precioso.
—A mi me importa.
—¿Por qué?
—¿Qué clase de pregunta es ésa?