Tizonelli inquiría a diestra y siniestra quiénes eran los muertos, pero a gente que la explosión golpeó, conmovió, sacudió, no le importaba quiénes eran los muertos, bastándoles con saber que no eran ellos, friolentos, animalizados, vivos en sus trapos, sin volver la cabeza temerosos de que se les presentaran los techos de sus casas derrumbándose entre el silencio de los que ya no lograron salir y los gritos de los heridos.
Se estaba dando el asalto. Se escuchaba el cañoneo y la fusilería al centro y sur de la ciudad que empinaba sus casas para no quedar sumida en la sombra de sus calles apagadas, mientras hubiera luz en el cielo de peltre nocturno, nubes carbonosas disgregándose al paso de los reflectores y aves fugitivas. A Tizonelli se le extraviaron sus compañeros. Su meta seguía siendo la casa del alquilador de disfraces. Pero cómo avanzar entre la multitud, la confusión, el estruendo. Avanzaba y lo retrocedían. Demudado, con una tela de llanto caliente sobre las pupilas de plomo, empezó a temer que no hubieran llegado los invitados. De haber volado con la casa del alquilador de disfraces no se estaría dando aquella batalla. ¿Por qué no le oían? ¿Por qué pasaban sin responderle? Tenía la llave del triunfo y no le escuchaban. Dejarían de resistir las bases y cuarteles que estaban resistiendo, pero que le oyeran, que le oyeran. De balde se empinaba y de balde gritaba. Había que saber si llegaron los invitados. Redujo sus pretensiones de hacerse oír de la multitud. Se orilló en una puerta a tomar aliento. Otras personas se detenían junto a él. Sintió los bultos y preguntó al tanteo: ¿Dígame, señora, no sabe si llegó Monseñor?… Joven, ¿no sabe usted si llegó el Nuncio?… ¿El señor me podría decir si el Presidente estaba en casa del alquilador de disfraces?… No le veían, pero escabullíanse del refugio de la puerta, temerosos de haber dado con un loco. Y sí que tenía cara de loco, pálido, blanco, huesudo, el cabello alborotado bajo la gorra, los pantalones bombachos, los zapatos de suelas dobles, la camisa abierta mostrando la pelambre arenosa del pecho y la como risa de hielo preguntando si habían llegado los invitados. Alguien le tiró del brazo, por poco le arranca la manga del saco de jerga, y le preguntó qué fiesta tenía y quiénes eran sus invitados…
—Mi fiesta —parpadeó Tizonelli—, la quema de Carne Cruda y mis invitados el señor Arzobispo, el señor Nuncio, el señor Presidente y un incógnito yanqui con su capuchón… El que le tenía de la manga, le soltó, pero ya cuando se le había ido de la mano y perdido en la noche, se dio cuenta que no estaba tan loco. Alguien pasó contando y pronto corrió la voz que en casa del alquilador de disfraces se hallaban entre los escombros los cuerpos de unos que se habían disfrazado de arzobispos y el de un fulano que en su afán de que no faltara detalle a su disfraz de Presidente de la República hasta la banda azul y blanco tenía cruzada en el pecho.
Pero a la turba que el pavor empujaba a ponerse a salvo, sucedió el paso de los que ya sin bailar seguían adelante al ritmo del Torotumbo en la conquista de las posiciones que tenían señaladas y la voz de Tizonelli que anunciaba que no eran disfrazados los que habían muerto en el siniestro. La noticia quebró la resistencia. Los agentes de policía se arrancaban los uniformes y los dejaban botados como disfraces. Por la 12 Avenida avanzó un tanque, disparaba en las esquinas, las calles iban quedando desiertas, acercóse, entre el temblor de las casas que trepidaban a su paso, hasta el lugar del atentado, enfocó un reflector sobre los escombros, lo apagó al chocar su luz con los despojos de los que en verdad parecían disfrazados, silenció sus fuegos y desapareció. Más tarde se le vio en las cercanías de la Comandancia de Armas, abandonado junto a los uniformes que los hombres que lo tripularon alcanzaron a quitarse y a dejar tirados en la calle, como otros tantos disfraces. Ecos de morteros. Algún retumbo de artillería. La noche titilante. Y los gritos de Tizonelli: ¡No eran disfrazados, eran ellos!… ¡No eran disfrazados, eran ellos!… ¡Yo puse la bomba en la cabeza del Diablo!… ¡Yo puse la dinamita a los pies de Tamagás!…
El pueblo subía a la conquista de las montañas, de sus montañas, al compás del Torotumbo. En la cabeza, las plumas que el huracán no domó. En los pies, las calzas que el terreno no gastó. En sus ojos, ya no la sombra de la noche, sino la luz del nuevo día. Y a sus espaldas, prietas y desnudas, un manto de sudor de siglos. Su andar de piedra, de raíz de árbol, de torrente de agua, dejaba atrás, como basura, todos los disfraces con que se vistió la ciudad para engañarlo. El pueblo ascendía hacia sus montañas bajo banderas de plumas azules de quetzal bailando el Torotumbo.
Shangri-lá, El Tigre, verano de 1955.
MIGUEL ÁNGEL ASTURIAS, (Guatemala, 1899 – Madrid, 1974) Poeta, narrador, dramaturgo, periodista y diplomático guatemalteco, considerado uno de los protagonistas de la literatura hispanoamericana del siglo XX. El empleo personal que hace de la lengua castellana constituye uno de los mundos verbales más densos, sugerentes y dignos de estudio de las letras hispánicas.
Se graduó de abogado en la Universidad de San Carlos, en Guatemala, donde participó en la lucha contra la dictadura de Estrada Cabrera, hasta que éste fue derrocado. Fundó y dirigió la Universidad Popular en 1922. Ya en ese entonces empezó escribir. Partió luego a Europa, donde vivió intensamente los movimientos y sucesos que la transformaban. Estudió lingüística y antropología maya con Raynaud, y de esa época es su traducción del
Popol Vuh
, junto con José María Hurtado de Mendoza.
Regresó a Guatemala en 1933, donde ejerció la docencia universitaria, fundó el
Diario del Aire
, primer radio periódico del país y vivió una agitada vida cultural y académica. En el período revolucionario de 1944 a 1954 desempeñó varios cargos diplomáticos. En 1966 ganó el Premio Lenin de la Paz y en 1967 el Premio Nobel de Literatura. Murió en Madrid el 9 de junio de 1974. Sus restos reposan en el cementerio de Pere Lachaise, en París.
Su obra se inserta en la vanguardia literaria y abarca géneros diversos. Como narrador, Asturias alcanzó su máximo prestigio. Sus novelas y cuentos revelan una apasionada y subjetiva captación de la realidad en diversas facetas: la tragedia de las dictaduras, el mundo mágico del indígena, el mundo de magia y ensueño de la niñez, las tradiciones de Guatemala… en sus novelas asoman los influjos entremezclados de diversas tendencias, movimientos y corrientes literarias.
Su primera obra importante es
Leyendas de Guatemala
(1930), conjunto de relatos que pertenece a su primer ciclo junto con
El Señor Presidente
(1946) y
Hombres de maíz
(1949). En esta última, se puede ver el realismo mágico que subyace en toda su creación literaria. Representa, además, una consideración acerca del desarrollo de la humanidad desde una sociedad primitiva, analfabeta, y desde el mundo actual, liberal y capitalista.
En el género del cuento escribió además
Week-end en Guatemala
(1956),
El espejo de Lida Sal
(1967),
Tres de cuatro soles
(1971). Además de las novelas mencionadas, publicó
Viento fuerte
(1950),
El Papa verde
(1954),
Los ojos de los enterrados
(1960),
El alhajadito
(1961),
Mulata de tal
(1963),
Maladrón
(1969) y
Viernes de dolores
(1972).
En teatro merecen citarse
Soluna
(1955),
La audiencia de los confines
(1957),
Chantaje
y
Dique seco
(1964). En poesía,
Anoche, 10 de marzo de 1543
(1943),
Sien de alondra
(1948),
Ejercicios poéticos en forma de soneto sobre temas de Horacio
(1951),
Alto en el sur
(1952),
Bolívar, Canto al libertador
(1955),
Nombre custodio e imagen pasajera
(1959) y
Clarivigilia primaveral
(1965). En ensayo,
El problema social del indio
(1923),
Arquitectura de la vida nueva
(1928),
Carta aérea a mis amigos de América
(1952) y
Latinoamérica y otros ensayos
(1968).