Read Week-end en Guatemala Online

Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala

BOOK: Week-end en Guatemala
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Miguel Ángel Asturias
, novelista hispanoamericano distinguido con el Premio Nobel de Literatura, expresó en toda su obra el mismo compromiso político y social que asumió también en su carrera diplomática y en su vida personal.

Week-end en Guatemala
es una crónica ficticia de la terrible guerra relámpago que abatió al gobierno de Jacobo Arbenz e impuso la dictadura de Carlos Castillo Armas, con la intervención de los
trusts
norteamericanos de explotación frutera, a mediados de los años cincuenta en Guatemala.

Publicado en 1956, recoge ocho «relatos de la invasión», como él mismo los definió, conectados los unos a los otros por un motivo central, la invasión, precisamente.

Es un libro apasionado, vibrante, con el que Asturias reaccionó exaltando el momento trágico y heroico de su gente frente al drama que se desataba en su patria y cuya realidad histórica, plasmada con una violencia verbal plenamente justificada, hace creíbles todos los excesos que denuncia.

Los ocho episodios que componen la obra, introducen al lector vigorosamente en el drama guatemalteco, animados como están por la inmediatez y la fuerza expresiva que les comunica la pasión.

Miguel Ángel Asturias

Week-end en Guatemala

ePUB v1.0

Cygnus
26.05.12

Título original:
Week-end en Guatemala
.

Miguel Ángel Asturias, 1956.

Diseño de portada: Ana María Vargas.

Retoque de portada: Cygnus.

Editor original: Cygnus.

ePub base v2.0.

¿No ve las cosas que pasan?…

¡Mejor llamarlas novelas!…

A GUATEMALA

Mi patria,

viva en la sangre de sus estudiantes-héroes,

sus campesinos-mártires,

sus trabajadores sacrificados

y su pueblo en lucha.

Dedicatoria íntima.

A BLANCA

Week-end en Guatemala
— 1 —

Recogía del piso la parte de la persona que se llama pie, tan olvidada siempre, lo prendía con ayuda del tacón a uno de los travesaños del taburete que giraba con todo y su persona, como un satélite, frente al bar y echándose de espaldas sobre la barra del mostrador, horizonte infinito sobado y resobado por infinitas manos de borrachos, ensayaba fruncidos de risa con los labios y sus desiguales dientes amarillos, paseaba los ojos por los gaznates de los otros bebedores, las ganas de ahorcarlos que tenía, y mientras el
barman
le servía whisky y cerveza, aumentando la dosis de whisky en proporción geométrica y la de cerveza en proporción aritmética, descargaba un manotazo sobre el testuz sin cuernos de su rodilla.

¡Soy el sargento Peter Harkins! y como no fui a ninguna
blitz
, sino a un
week-end
, me emborrachaba, ¿entienden?… ¡me emborrachaba…! ¡Pero ese día no estaba borracho…! Había bebido, pero no estaba borracho y el que diga lo contrario confunde miserablemente caer y tambalearse… el borracho se cae… el bebido se tambalea… y como ese día, cuando yo salí a buscar el camión, me tambaleaba, estaba bebido, no estaba borracho. ¿Desde cuándo, sargento Harkins, saluda usted militarmente a su camión?… Reí cuando me encontré haciéndole la venia a un jefe de dos toneladas y media… y, nada de manotear, sin encontrar la portezuela… de una vez le eché mano al picaporte y al solo abrir me colgué del timón como de una argolla para izarme a golpe de bíceps y caer sentado en mi lugar… Un cigarrillo y la luz en los faros, que por algo fue primero el relámpago y después el trueno… primerísimamente, los faros y el trueno de la portezuela de la cabina, al cerrarla, ya andando el camión que saqué de retroceso y enderecé en la calle listo para cubrir los ciento sesenta kilómetros que me separaban de la costa. La luz eléctrica se comía las uñas en las medias lunas iluminadas del tablero, el reloj se comía el tiempo, las nueve y treinta y tres minutos de la noche, y yo empezaba a comerme la distancia.

Dejé la ciudad por una gran avenida arbolada, paseantes y monumentos, automóviles y bicicletas, aumentando la velocidad a medida que llegaba al final, donde crucé a la derecha para seguir las medias rectas y curvas de una vía tendida entre las arcadas de un viejo acueducto, en partes soterrado, y jardines y chalets iluminados.

El poco peso, la velocidad que llevaba y las malas condiciones del pavimento, hacían saltar el camión en medio de una nube de polvo tan espesa que dejé de verme yo mismo y a no ser por el endiablado ruido de las ruedas y la carrocería, olvido que iba en comisión, tripulando un gigantesco vehículo de la armada. Ni dormido, ni soñando, ni borracho… Oí rugir las fieras al salir de la ciudad… los leones y los tigres que los «comunistas» tenían preparados, cebados de hambre, para que se comieran a los católicos ricos en una fiesta romana que preparaban en el Estadio de la Revolución. Me sentí como un romano piadoso y eso me disgustó. Las naciones jóvenes como la mía no pueden tener piedad. Nada. Endurecí mis facciones bajo el casco que me daba aspecto de soldado del imperio y puse mis ojos en el circo, en el Estadio de la Revolución, donde se jugaba al fútbol, imaginando a los católicos y a los ricos entre las garras y los dientes de las fieras que escuchaba rugir amenazantes y terribles…

¡No, no estaba borracho, ni era una ilusión auditiva! Rugían y por eso decidí detener el camión junto a un guardia y le pregunté en correcto español, si él también oía rugir las fieras con hambre de cristiano rico.

—¿Leones? —le pregunté, sumamente serio.

—Sí, leones… —me contestó.

—¿Tigres?… —le pregunté, sumamente serio.

—Sí, tigres… —me contestó.

—Y usted, guardián del orden —me enfurecí—, ¿no hace nada para que no se coman a los católicos?

—Están en las jaulas del jardín zoológico —me contestó sin disimular más la risa—, y no hay riesgo que se los coman, míster…

Seguí adelante por una cuesta tendida hasta cruzar los rieles de un ferrocarril de trocha angosta, cerca de una estación, donde si no llevo el casco me rompo la cabeza en el techo de la cabina al saltar el camión en el paso a nivel y de allí agarré a sesenta por hora un encallejonamiento en forma de S, entre árboles y casas de techo bajo, toda la luz de los faros encendida y el claxon sonando, y al pasar de la primera a la segunda curva de la S, no obstante el timonazo que di a la izquierda, atropellé a una persona que marchaba a la derecha, en la misma dirección que yo llevaba. Alcancé con el rabo del ojo en fragmentos de segundo, el cuerpo en el aire, con los brazos abiertos.

¡Maldito sea, no hay quien frene de golpe a sesenta por hora!…

Conseguí detener el camión donde lo permitió la cochina inercia, tan adelante que tuve que correr hacia atrás para auxiliar a la víctima. Ya mi lámpara de mano alumbraba desde lejos el bulto tendido en la grama, pero sólo encontré un abrigo de mujer color vino tinto con una de las mangas casi arrancada. Lo palpé y tenía calor humano. La víctima debía estar muy cerca. Calor y un suave perfume de pelo, de piel… Mas al no escuchar queja ni lamento, me entró la congoja de encontrarla muerta. Me sentí endurecido, no era lo mismo encontrar una persona viva, aunque estuviera herida, muy mal herida, que un cadáver. Y con pesado andar fui de un lado a otro, sin encontrar tampoco el cadáver. Apresuré mi búsqueda desesperado, sintiendo que el misterio crecía en proporción al tiempo que pasaba y mi ir y venir en torno del abrigo. Palmo a palmo recorrí de nuevo el lugar del accidente. Removí el agua llovediza estancada en una zanja con ayuda de una rama que primero creí que era ella, cuando vi el bulto en la sombra. Atravesé a saltos la ruta suponiendo que hubiera sido lanzada hasta el otro lado. Me disparé al camión temeroso de haberla arrastrado el buen trecho que anduve sin poderme detener y que fuera a estar el cuerpo triturado, sangrando bajo una rueda, y nuevamente volví adonde seguía el abrigo en la grama, único bulto visible, dando voces para llamar a quien fuera la víctima, voces a las que sólo el eco me respondía…

¿Dónde, dónde estaba mi atropellada? ¿Seria joven? ¿Sería vieja? ¿Sería linda? ¿Sería fea?

Me estremeció el rugir de las fieras que del tono más agudo pasaba a una queja de blandura lacerante, nostálgica…

Sólo a un borracho le podía ocurrir aquello y yo no estaba borracho. Ver el cuerpo de una persona lanzado al aire con los brazos abiertos, correr en su auxilio y no encontrarlo, como si hubiera sido una visión… ¿Una visión? ¿Una visión de borracho? Pero, cómo podía ser, si allí estaba el abrigo.

Apagué mi lámpara y volví al camión, después de encender un cigarrillo. El olor nauseabundo de la gasolina, pestilencia de curtiembre, se llevó de mis narices algo de lo que traía como parte de mi desaparecida víctima, el aroma de camelias dulces de esa noche de junio.

No tenía tiempo, si no, doy máquina atrás y vuelvo por el agente apostado junto al zoológico, lo monto al camión y lo traigo para que me ayudara a esclarecer el misterio… La cara que hubiera puesto mi hombre, si después de lo que pregunté de los tigres, los leones y los católicos, voy y le cuento que venía de atropellar a una mujer con mi rueda delantera derecha, pero que no encontraba el cuerpo… Habría dicho lo que están pensando ustedes… Una visión de borracho… pero… ¿cómo podía ser una visión, si estaba el abrigo? ¡Ja!… estaba para probar que no era una visión de borracho, porque ya les digo, y les repito, yo no estaba borracho…

Salí a camino abierto, como una exhalación, hundiéndome en un valle que bañaban millares de estrellas. Las manos se me fueron durmiendo en el timón y el cuerpo en el asiento. Sólo contemplaba a lo lejos la faja de la carretera que parecía mullirse en las ondulaciones y endurecerse en las rectas. Autos, buses, camiones, carretas se abrían para darme paso. Pero poco dura una planicie a ochenta por hora y el camino se desgajó hacia lo hondo, como si el peso de la noche lo hiciera caer, hasta cruzar un puente sobre un río de aguas pavonadas, de donde, entre cercados de plantas con hojas de puñales verdes y flores de enmudecidos cascabeles de luna blanca, bajé hacia la costa.

¡Condenada cosa estar en Brooklyn!… El cigarrillo se consumía, pegado a su labio inferior semicaído, como una segunda respiración humeante.

—¡Estúpidos…! ¿Borracho, yo, el sargento Harkins?… Los cocoteros se alinearon a la entrada de una población que debía llamarse de las once mil piedras calientes y que por fortuna dejé pronto atrás. Nuevas rectas me permitieron aumentar la velocidad y respirar en aquel ambiente caliginoso, asfixiante, de árboles gigantes, altísimos, torneados en plata luminosa a la luz de las estrellas, únicos habitantes de aquellas desnudas extensiones limitadas por el Océano Pacífico. A distancia, sobre la carretera, apareció la señal de
stop
que yo sólo conocía y empecé a frenar, hasta llegar a ella, punto en que sin detenerme viré hacia la derecha deslizando la inmensa mole rodante del afirmado del camino a un pedregal y más adelante, después de unas malezas, a un como lago de arena que bajo las llantas producía el rumor de millares de bocas haciéndome: ¡
chits
!… ¡
chits
!… ¡
chits
!… para imponer silencio.

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