Read Week-end en Guatemala Online

Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (6 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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Frenó, apagó el motor y saltó a tierra bamboleándose. Me di cuenta que se dirigía hacia lo de atrás del camión y me oculté en la pestaña del toldo que me cubría por entero, y de la que yo era como un alfiler en una solapa. Abrió la compuerta de muy mal humor, entre escupidas y manotazos. No sé si intentó subir. Yo seguía, escuadra en mano cada uno de sus movimientos, dispuesta a darle muerte sin haberlo visto nunca, sin conocerlo, sin hablarle, como se mata en la guerra, porque sólo los de nuestra sociedad patriótica aceptábamos el hecho de que estábamos en guerra, contra la opinión del gobierno, militares y dirigentes políticos que creían que se trataba de un
chantage
, y por eso nos llamábamos S. P. S. (en guerra), para recordarnos en todo momento que estábamos en guerra.

Se alejó hacia los matorrales, donde vi caer el paracaídas, quién sabe si lanzaron varios, yo sólo uno vi, y adonde había aproximado el camión para quedar más cerca, y no tardó mucho en volver, en incorporarse ante mis ojos en medio de la noche quemante, llena de astros, blanco papel del día que el sol de la costa, al incendiarlo, convierte en una hoja de carbón en la que las estrellas se van encendiendo y apagando, como brillantitos y rubíes. Regresaba con un fardo a la espalda, no tan grande cuanto pesado a juzgar por el esfuerzo que hacía para sacar las botas de la arena, donde, a cada paso, se clavaba. Por fin llegó hasta la pestaña de la carrocería y con gran trabajo y palabrotas lo empujó hacia el fondo. Lejos estaba de pensar que había una pistola apuntándole al entrecejo. Se detuvo a enjugarse el sudor con el pañuelo y se alejó en seguida buscando hacia el matorral. Volvió con otro fardo sobre la espalda, tratando de no hundir mucho los pies en el arenal, pero se hundía, alcanzó a llegar al camión, tornó a depositar el bulto en el borde de la carrocería y a empujarlo hacia adentro. Me di cuenta, mientras trasladaba el cargamento del matorral al camión, que al final tendría que subirse adonde yo estaba para apercharlos, y era entonces cuando debía actuar, decididamente, o lo capturaba o lo mataba antes de que pudiera hacer uso de sus armas, evidencia que era mayor a medida que aumentaba el número de bultos que obstruían en la compuerta, el paso de los que iba trayendo. Y si él ya se miraba extenuado, yo estaba cubierta por un sudor de espera agoniosa, desesperada, frío tastasear de mis dientes, igual que si la conciencia lúcida con que iba a dispararle, en la guerra como en la guerra, me precipitara a enfrentar el momento, cada vez que se acercaba. Gotas de ese sudor helado me corrían por las mejillas. Las enjugaba con el revés de mi mano izquierda, donde hasta hace un momento tenía la pistola. Sé tirar con las dos manos, pero esta vez debía usar la derecha, al menos no era la del corazón, ya que me daba cuenta que al final lo iba a liquidar sorprendiéndole y un poco traidoramente, pero ¿qué es lo que ellos estaban haciendo sino traicionar, en un país indefenso, el espíritu de América?

Y en aquella apartada planicie marina, junto al Océano Pacífico, me di cuenta del doloroso destino que nos esperaba: el poderoso y los pequeños luchando frente a frente, por generaciones de generaciones.

Bajé la guardia cansada de esperarlo. No volvía. Su tardanza me hizo concebir la idea de robarle el camión cargado, por el ruido de los fardos al chocar en la cama de la carrocería metálica, y la forma de los bultos, me di cuenta que eran armas. Mejor robarle el cargamento que matarlo. Y me aligeró la alegría de encontrar aquella salida a la situación, pero me di cuenta que mi propósito fracasaría en la arena y además, ya el gringo venía de vuelta con luz de estrellas, con canto de grillos, con aserrar de chicharras, croar de ranas y el vuelo de uno que otro murciélago cegatón. Venía arrastrando un bulto y si antes, cada vez que se acercaba cargado, tuve la impresión de que era el último, lo que significaba el comienzo de mí batalla, esta vez me fue impuesto por el corazón el creerlo así, porque de ser, como lo presentía, el último este bulto que traía arrastrando, lógico era que se subiese a ponerlos uno sobre otro y al solo intentarlo yo abriría fuego desde el fondo. Nunca sentí el estómago más pegado a la columna vertebral, hundido el vientre, lleno y vacío el pecho de contracciones de garra que al apretar, para la carnicería, siente en las uñas humedad de lloro, seca la boca hasta el galillo, presta a responder al instante en que me iba a encontrar con él, sin conocerlo, para hacerlo rodar fulminado por un rayo que no se guardaba en la nube iracunda, sino en un estuche pavonado del tamaño de una polvera.

Pasó arrastrando el bulto al lado del camión y se detuvo como a oír algo a la par de la cabina, a unos centímetros de donde yo estaba, detrás de la lona, izada en alto, como un burladero. Lo sentí respirar, agitado, sudoroso, hipando. ¿Por qué no intimarlo para que se diera preso? Allí mismo, por sorpresa, o cuando subiera ahora que ya daba los pocos pasos que le faltaban para llegar a la parte posterior. Mis ojos apuntaron hacia él en espera de que trepara de un salto. Pero estaba en la lucha de subir el bulto. Varias veces lo intentó sin lograrlo. Haciendo un gran esfuerzo a la tercera o cuarta, lo prendió del filo de la carrocería, antes de empujarlo al interior. ¡Al fin!, se debió decir, con tal abandono desplomó los brazos cerca del fardo y de los otros fardos amontonados en la entrada, y sobre los brazos, la cara. Más tarde, al rato, alzó la cabeza y lo vi alargar las manos hacia adentro… ¡Eh!, me dije, se apoya para saltar… y nunca sentí más firme la escuadra en mi mano, pero noté que sólo manoteaba las compuertas para cerrarlas, lo que no pudo hacer antes de remover las armas que estaban muy a la orilla. Duró siglos en aquella operación que para mí terminaría subiéndose él a apilar los fardos y yo capturándolo o matándolo. Por último cerró. Oí caer los pernos y trabar las cadenas en los ganchos, tironear la lona para cubrir mejor lo de atrás, y cuando ya estábamos separados por la compuerta, mientras él se sacudía las manos, yo bajaba la guardia en mi escondite, más oscuro ahora que cerró mejor el toldo, decidida a seguir en el camión a fin de saber el destino de esas armas. Lo importante ahora era saber a dónde las llevaba. Y listos para marchar… ¿a dónde?… si el motor rugía llevado al máximo de su potencia, sin hacer andar el camión. Las ruedas giraban en la arena como en el vacío, muertas, pues por más que se enterraban no encontraban terreno firme, y en balde los cambios de velocidades, avance, retroceso, avance, otra vez retroceso queriendo sacarlo para atrás, y los ligerísimos movimientos que alcanzaba a dar al timón… Ni muerto ni capturado, atrapado por la arena, como si la tierra también participara en la defensa de sus hijos en aquella forma oscura. Se oía que entraba y sacaba el cuerpo, que manoteaba las palancas, que se le soltaban ya de los pies los pedales, sin conseguir otra cosa que el trémulo sacudirse del gigantesco transporte, interminablemente, en el mismo lugar. Una simple capa de arena reducía a la impotencia a quién sabe cuántos miles de caballos de fuerza. Recurrirá a las cadenas, pensé en seguida que paró el motor y eso era tenerlo otra vez moviéndose a los lados. Mis sentimientos eran confusos. Ahora me pesaba el haberme alegrado de que la arena lo atrapara, como a una mosca verde. Lo importante era salir de allí y conocer el sitio a donde conducía el armamento. No le oí más, igual que si se hubiera quedado dormido… Y en el estar atisbando que hacía, empecé a sentir que se nublaban los ojos, que me faltaba aire, que el toldo daba vuelta con todo y mi cabeza, ínterin en el que echó a funcionar el motor sin que yo me diera cuenta, asfixiada, mareada, a punto de caerme, como que me desplomé lanzada contra lo de atrás de la cabina al arrancar el transporte hacia adelante, que no arrancó, saltó igual que un edificio lanzado fuera de sus cimientos. Di con el hombro en la cabina y caí de rodillas apoyando una mano en el piso de metal caliente de la carrocería y con la otra sosteniendo el arma, la boca llena de agua, duros los ojos en suspenso, esperando que se detuviera al salir a la carretera, pues sin duda me había oído. Pero no paró, volábamos por las primeras rectas, pronto sabría a dónde llevaba las armas… A todas partes, me dije, menos a poder de las gentes contra quienes van a ser usadas en acciones de represión mortífera, peones, obreros, campesinos… ¡Ah!… pero eso estaba en mi mano, que fueran a manos de ellos estaba en mi mano… y vi mi mano y vi las manos de todo un pueblo tomando las armas para defenderse… No lo dudé ni un minuto, había que proceder sobre la marcha, como quien se quita una brasa de encima. Guardé la escuadra en mi cintura y fui hacia las compuertas tropezando con el armamento que bajo el toldo y en la oscuridad de la noche no veía bien, y estuve a punto de perder pie, me quedé prendida del camión vaya a saber cómo, pero el susto se me tornó contento al oír caer el primer fardo en la carretera… el segundo… el tercero… después ya no conté…

La proximidad de Escuintla me inquietaba: la guarnición militar con sus centinelas, la policía, los trasnochadores o los que se levantan a trabajar de buena madrugada, alguien que viera que aquel camión iba perdiendo la carga trataría de avisarle al chófer, pero afortunadamente, el gringo corría como bala y dejamos Escuintla, sus casas, sus calles, sus cocoteros… Me parecía un sueño… Sólo en los sueños suceden las cosas como uno quiere…

Los bultos que faltaban cayeron sin mayor dificultad como si de ellos mismos salieran a buscar las manos en que debían estar, el camión al ir subiendo la cuesta cada vez más acentuada llevaba la parte de atrás de la carrocería inclinada hacia abajo, y tan pronto como vi saltar el último, cerré las compuertas, asegurándolas con sus pernos y cadenas en los ganchos, y en la última vuelta, ya para asomar a Palín, donde la carretera pasa bajo un puente de ferrocarril, me tiré…

La altura desde la punta de una pértiga al suelo entre una nube de polvo. Olor a grama mojada, y después los globos rojos del enorme transporte perdiéndose a mis ojos, como dos inmensas gotas de sangre. Me levanté y corrí en busca de mi cartera que tuve cuidado de arrojar antes de saltar del camión. Interminablemente caía el agua en las cascadas de la Planta Eléctrica de Palín, entre montañas y bosques alumbrados con focos incandescentes. Lo importante ahora era no quedarse en la carretera. Recogí la bolsa y eché a andar hacia un cercado de piedras que separaba el camino de una casa iluminada al final de un campo arado, donde los surcos al ir saliendo el sol parecían parpadear. Sus moradores, que ya andaban en los quehaceres del día, me recibieron sorprendidos, haciendo callar los perros que despedazaban con sus ladridos el mentido accidente que yo trataba de explicar. No es a la primera persona que le ocurre, eso de dormirse y caerse en la camioneta, comentaban crédulos y hube de excusar sus atenciones agobiantes, feliz de tener en las manos una taza de café caliente y bajo el cuerpo una hamaca mecida al compás de mares de bambú que balanceaba sus redondas ramas como los tumbos de un oleaje vegetal, y en la que poco a poco me quedé dormida.

Desperté casi a la hora de almorzar, entre chiquillos pobremente vestidos, medio desnudos, que me miraban, como si fuera una aparición, y hube de aceptar, para no ofenderlos, compartir con ellos un «sanchocho» que fue todo un banquete campestre, pues además hubo carne de armado, palomitas, aguacate, fruta y para engañar el bocado, tortillas de maíz recién sacadas del comal.

Me despedí a media tarde, no sin repartir algunas monedas entre la gente menuda, con la suerte de que al solo asomar a la carretera, pasaba una camioneta
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de las que hacen el servicio de pasajeros de Escuintla a la capital, adonde llegué una hora más tarde, cuando por todos los rumbos, en calles y plazas, se regaban los gritos de los voceadores de periódicos que anunciaban el hallazgo de un gran cargamento de armas en la carretera del Pacífico.

Los S. P. S. (en guerra), estaban sumamente alarmados, temiendo por mí, pues daban por seguro que había encontrado al caballero del anillo de esmeraldas en el anular jugando al 19 colorado en el casino y que con él habíamos marchado a la captura de las armas a la finca El Grano de Oro.

—¡Atala!… ¡Atala!… —gritaron todos al verme entrar, palpándome como a un ser que regresa de un enorme peligro, efusión bulliciosa que se convirtió en silencio cuando empecé a contar lo que me había sucedido:

—Amigos, el Caballero de la Esmeralda no se presentó en el casino a jugar el 19 colorado, pero fue mejor… Al salir me encontré con el azar iluminado por una sortija color de esperanza…

¡Americanos todos!
— 1 —

Alarica Powell sacó la cabeza por la ventanilla del tren; ya estaba parado y le parecía que seguía andando, y alcanzó a ver, entre las estrellas y el alba, una nave blanca junto al muelle color de tiburón. Antes de mediodía iría navegando en aquel barco de papel hacia Nueva Orleans. En la emergencia, suspendidos los servicios aéreos, no hubo sino buscar el primer puerto en el Mar Caribe y llegar a tiempo para tomar el último vapor que se detuvo unas horas a cargar agua, verduras y correspondencia. La acompañó, desde la capital hasta instalarla en el camarote, una noche interminable rodando en un tren de vía angosta, sin más alivio que cigarrillos y
high-balls
, Milocho, el famoso Guía de Turistas, a quien se disputaban todos por su vena festiva, su diminutivo era de payaso. Milocho, y a quien si toneles envidiaban, no tenía fondo conocido como bebedor de whisky, chimeneas temíanle por sus humos, infuloso y fumador, figurines deportivos por sus vestimentas chillonas, prestidigitadores por sus habilidades de salón, conversadores por sus chistes y donjuanes por su piel de banana tibia, irresistible a las beldades que, como Alarica Powell, asomaban al país de vez en cuando entre las manadas de gringos feos, disfrazados de turistas.

Su romance con Alarica terminó en el camarote tan arrebatadamente que mejor hubiera sido esperar la vuelta. Pero qué golondrina regresa. Aunque lo prometa. Y menos éstas de plumaje rubio que hasta el cabello tienen de oro.

Milocho, diminutivo caprichoso de Emilio, guardaba la imagen, el olor, el peso pluma de aquella diosa californiana, más deseable ahora que, forzado por los acontecimientos que se precipitaron, buscó amparo en un caserío del Valle de Motagua, en una casa cercana a un puente colgante, imagen de la hamaca que tenía por lecho, sin otra bebida que el agua del río, y por escaso alimento: frijoles, tortillas y café. Mas cuando dejaba de pensar en la golondrina rubia y medía el peligro de muerte que había corrido antes de llegar a poblado, aquel rincón de humedad vegetal y calor de arena, tupido de helechos gigantes y visitado por aves que, cansadas de volar alto, descendían a la costa raspando sus alas en las peñas, le parecía un sitio amable, a pesar de las nubes de moscas pegajosas, el tufo a cerdo que despedían las callejuelas y los ranchos, los niños desnudos, panzones de lombrices, el croar de las ranas, la modorra de los habitantes, y los gallos que cantaban a mediodía haciendo más profunda la soledad cóncava del cielo metido en añil.

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