—Nada dices… —apremió Alarica, ya su melena recogida en un borbotón de pelo de oro.
—Nada… —articuló aquél, tratando de esconder las pupilas, trozos de vidrio negro que nublaba el llanto, la humedad del llanto—. Nada,
darling
—endulzó la voz lo más que pudo, para no traicionar sus intenciones y con el pretexto de saber si el chófer estaba listo, debían seguir viaje esa misma mañana con los demás turistas hacia el Lago de Atitlán, descendió por una escalera en busca de aire, aire… aire… tan rápidamente que bajo sus pies no pasaban gradas, sino las aspas de un ventilador.
Los turistas, hombres y mujeres seriamente disfrazados de niños preguntones, alineáronse en los asientos del bus, presto a partir de la Ciudad Colonial a la región de ese lago maravilloso, rodeado por doce pueblecitos que llevaban los nombres de los Apóstoles, y en el que, según la leyenda indígena, se guarda en caracol de roca viva, el gran ombligo del huracán.
Retrasado y sin la orquídea de su risa para turistas, apareció Milocho por la amplísima puerta de la posada, puerta de claveteados cachetes y adornos de forja que se abría sobre una inmensa plaza de grama friolenta tutelada por árboles centenarios, y tras un cortante
Ladies and gentlemen
anunció a los viajeros que por enfermedad del chófer, se veía obligado a ir manejando él, si ellos le daban su confianza, todos aplaudieron. Agradeció y fue a ocupar el asiento frente al volante, el corazón más duro que sus dientes no palpitaba, le masticaba las entrañas, decidido a probar a la persona que se sentó a su lado, Miss Alarica Powell —qué extraño le parecía su nombre, qué extraña le parecía ella, su risa, sus movimientos, su perfume— que teniendo los medios y ninguna moral todo se puede ser… hasta poderoso…
Mas al poner los pies en los controles, las manos en el timón y en las palancas, las pupilas en el tablero que una vuelta de llave iluminó con luz mortecina, sintió que se le aguadaba el cuerpo, que perdía presencia, flojas las coyunturas, fluctuante el ánimo, y si saltó al volante con agilidad felina, decidido a que no lo humillara más Miss Powell, resuelto a tomarse la revancha, ya por sus venas no corrían torrentes de rabia negra; rabia para la muerte, que sus pulmones convertían en rabia para la vida, ni veía más aquel mundo de luto y sangre que pretendía destruir, reducido a su dimensión de criado, los labios sacudidos por el miedo como las agujitas del amperímetro, y la mano temblorosa, incapaz de encender el motor con el botón de arranque.
Mientras tanto, los turistas en espera de la partida renovaban los cigarrillos en sus boquillas, el tabaco en sus pipas, los rollitos de películas en sus cámaras fotográficas, o revisaban lapiceras, apuntes de viaje, documentos, sin faltar los que se comían las uñas, se escarbaban las narices o se entregaban al
relax
, para hacerse más muebles de lo que eran.
Plantado frente al timón, fijos y solitarios los ojos en la incandescencia luctuosa del tablero, sin mirar nada, aunque parecía leer atentamente los indicadores de aceite y gasolina, puso en marcha el motor y echó a andar el vehículo, igual que un autómata, al oír la palabra
ready
. Probablemente fue Miss Powell quien la pronunció.
—¿
Ready
?
Ya iban rodando…
Altísimas gravileas de flores amarillas y follaje plomizo por el polvo del verano regaban sobre la carretera sus sombras salpicadas de luz en retaceo cinematográfico. Corría el bus hacia las colinas que formaban las primeras estribaciones a los volcanes, por un valle sembrado de cafetales rumorosos de miel viva, miel convertida en insectos enloquecidos en la mañana de sol, hortalizas cruzadas por serpientes de riego, huertos de frutas, jardines de rosas y párvulas poblaciones con iglesitas de rosicler que se anunciaban al asomar el puente y se despedían al desaparecer el camposanto.
Por el espejo empotrado en la parte alta, frente al timón, Milocho contó el número de turistas que llevaba… veintinueve… todos compatriotas… Miss Powell treinta y él treinta y uno… todos conciudadanos… sí, mejor sentirse «ciudadano» que nativo… Un «ciudadano» por el solo hecho de serlo debe ser respetado en todos los puntos de la tierra y puede permitirse el lujo de la venganza colectiva, espectacular, planetaria… Sí, sí, la de él sería una «Operación Planetaria», llevar turistas a visitar planetas…
Los contó de nuevo… veintinueve… Los volvió a contar… veintinueve… Los siguió contando… veintinueve… veintinueve… veintinueve… al compás del bus que rodaba cada vez más veloz… y habría seguido contándolos… veintinueve… veintinueve… veintinueve… más y más veloz, si no se le despedaza el vocablo en los dientes, al darse cuenta que con la misma cifra contaba a los fusilados de Nagualcachita…
Apartó los ojos del espejo para no ver los aparecidos, turistas de pompas fúnebres condecorados de agujeros de pólvora y de sangre…
El «ciudadano» contaba a sus compatriotas… El nativo a los fusilados… Sin estar borracho se enfrentaban de nuevo el «ciudadano imperial» y el pobre diablo nacido allí, aquél, dueño de una nacionalidad que lo hacía invulnerable, capaz de lanzarse en cualquier momento a la «Operación Planetaria», precipicios abismales no faltaban, cuestión de dar un timonazo, y este infeliz, sin otro papel que el de contener al «ciudadano» en su frenesí de exterminio.
Corrían hacia el horizonte cordillerano por la mesa de un valle inacabable, el pie de Milocho a fondo en el acelerador y sus ojos como pájaros rastreros, parpadeantes, sobre el camino, temeroso de alzarlos y encontrarse en el espejo nuevamente a los fusilados de Nagualcachita con sus caras amarillentas, color de jengibre, sus barbas de basura pegada a las mejillas, y sus ojos entelados de hielo de muerte…
Sacó el pie del acelerador. Cruzaban una población importante, con muchas ventas de aguardientes y chicherías. Levantó los ojos del camino convertido momentáneamente en una calle empedrada que los hacía zangolotearse a todos, para ver la hora en el reloj de la torre municipal. Las 10 y 35 de la mañana… De momento sus pupilas quedaron en los techos rojizos de las casas, las araucarias y algunos pájaros que volaban, pero no pudo mantenerlas fuera, se le fueron en el espejo, donde en lugar de los fusilados, encontró a los turistas consultando sus relojes. Las 10 y 35… Sí, sí, se dijo, mejor que lleven la hora exacta… En veintinueve relojes… en treinta y un relojes… en treinta y dos relojes, contando el de Mis Powell, el de él y el del bus, las 10 y 35… las 10 y 35… las 10 y 35… moviéndose… moviéndose contra las 2 y 35 de la tarde que llevaba el reloj de Moloy, cuando lo echaron al río…
Dejaban el valle por un camino de rápido descenso, los turistas celebrando con voces de niños locos la forma tan perfecta de rodar como si volaran por una carretera estrecha, zigzagueante, entre precipicios cortados verticalmente en roca viva, y Miss Powell feliz de hacer velocidades entre abismos. Volvióse a Milocho y le puso un cigarrillo en los labios, se lo encendió y tras susurrarle al oído algo así como «manejas tan bien que te confiaré uno de mis bombarderos», se caló los anteojos ahumados, la hería el sol de vidrio brillante, dobló una de sus hermosas piernas sobre la otra, extendió en su regazo un mapa de la ruta y con la uña guinda de su índice fue siguiendo en la carta el camino por donde corrían vertiginosamente. El cigarrillo que llevaba en los dedos repetía el caprichoso movimiento de aquel fugar en serpentina de una carretera que, olvidada en el valle la línea recta, se enrollaba y desenrollaba como una voluta de humo entre cerros y barrancos cortados a pique.
¡Hala… quítense esos anteojos… tuvo el impulso ele gritarles… vean el sol que dentro de un momento ya no verán nada!…
Iba acelerando, acelerando, acelerando… veintinueve… veintinueve… acelerando… acelerando… ya no verán nada… dentro de un momento ya no verán nada… quítense esos anteojos… acelerando… acelerando… escupan esos chicles, recen… recen… acelerando… acelerando… su visión era doble… ya no sólo veía a los turistas, sino a los fusilados… sobre cada turista iba un fusilado… le acariciaba la cara… el fusilado le acariciaba la cara al turista y le decía… «¡Quítate esos anteojos gringos, que dentro de un momento ya no verás nada… gringo, míranos… aún es tiempo de que veas… aún es tiempo de que escupas el chicle y reces… gringo… gringo!…»
En uno de los sacudones del enorme transporte chocó su pierna contra el muslo de Alarica, y en milésimos de segundos se dio cuenta que iba hacia el abismo con un bus cargado de turistas con anteojos negros masticando chicles. Timoneó a tiempo, la parte alta de la carrocería rozó las ramas de los árboles que bordeaban el camino, logrando enfilar a toda velocidad por una recta, entre las voces y risas de los viajeros, desplazados de sus asientos que se pedían excusas o buscaban a sus pies o en redor suyo los objetos que se les escaparon de las manos: pipas, broches, whiskeras, encendedores, limas de uñas…
Se aflojó la corbata de un tirón. El muslo de Alarica seguía junto a su pierna. De otro tirón hizo saltar el botón de su camisa. Tener el cuello libre, respirar, no ahogarse ante la carcajada muda de las veintinueve bocas terrosas de los fusilados de Nagualcachita, riéndose de él en el espejo, como de un cobarde… frente a la mano de Moloy, exvoto de cera amarilla colgada del parabrisas con su hora inmóvil contra todos los relojes en marcha… frente al machetear inútil de Martín Santos que hacía trizas el aire en que iban los aviones, impotente, sin poder otra cosa… frente al escupitajo santo del viejo Talavera… el incendio en girasoles de fuego tras la cumbre de La Lora… el grito de la Cubana comiéndose los granizos del llanto…
Se reclinó contra el timón. Todo el dolor de su pecho de nativo, de mestizo, de ínfimo sobre aquella rueda ciega, decisiva, apretada en sus manos mojadas de sudor, rueda de reloj de la que dependía que pasara rápido o ligero el tiempo de muchas vidas…
El muslo de Alarica… Junto a su pierna seguía el muslo de Alarica… Vivirían en California y ganarían miles de dólares con una línea de carga y pasajeros de California a Nueva York y de Nueva York a California. Para eso era «ciudadano americano». ¡Ah, qué confortable ser «ciudadano americano»! ¿Confortable? ¡Formidable! ¿Qué le importaban los indios muertos y los pueblecitos bombardeados? Alarica era lo que lo azuzaba, lo enceguecía, lo precipitaba a querérselos llevar a visitar planetas. Una locura. Una pura locura. ¡Uf!… ¡Uf!… respirar… respirar a todo pulmón… «respirarse» americano… llevar junto a la pierna la extensión amorosa de California en aquel muslo de trigo y de manzana…
—¿Por qué vienes manejando,
darling
?
La pregunta de Alarica lo estremeció.
—¡Yo sé,
darling
, yo sé!…
Imposible. No vendría allí sentada junto a él, si hace un momento hubiera estado en el secreto del timón en sus manos. Se lo arrebata, se arroja andando del bus, alarma a los turistas, reclama auxilio a voces.
—¡Yo sé,
darling
, yo sé!… —repitió Alarica, antes que él despegara los labios para pedirle un cigarrillo.
—¡Aprobado!… —le dijo ella, mimosa, al encendérselo—. ¡Aprobado!… ¡Aprobado!…
—¿Cómo aprobado? —chupeteó Milocho el cigarrillo al hablar.
—Dejaste al chófer en la Antigua con el pretexto de que estaba enfermo, pero no estaba enfermo…
Milocho ya no la oía. La pulsación del reloj le quemaba la muñeca velluda. Le precisaba olvidar en el menor tiempo posible lo que había pasado, el acelerador a fondo, un chorro de camino entrando por la ventanilla de atrás hasta el espejo con las caras y los cuerpos de los turistas: anteojos carbonosos, saltándoles en las narices al compás del chicle y tórax de viejos en camisolas de papagayos tatuados de áncoras, lunas, barcos, palmeras, sirenas, estrellas o disfrazados de los «horribles durmientes del bosque», cuando se ponían sobre los ojos, los antifaces de oscurecerse el día.
El viento peinaba los pompones de los cañaduzales. Habían descendido tanto en tan poco tiempo que volvían al clima de la caña de azúcar, los cocos y las piñas dulces, pero tras cruzar un puente de tablones flojos empezaron a trepar de nuevo por un camino de tierra colorada que subía en espiral. Conejos y pájaros de vuelo bajo escapaban milagrosamente de las gigantescas ruedas del bus. Por amor al peligro quedábanse a la espera hasta el último momento y saltaban o volaban cuando ya la muerte les rasuraba las orejas o las alas.
—Muy bien,
darling
, muy bien… querías probarme tus habilidades en el volante, por eso dejamos al chófer en la Antigua, y has dado una gran demostración… Golondrina Rubia será la mascota de tus viajes de California a Nueva York, una vez por mes… Una vez tú irás solo y otra vez yo iré contigo… Viajaremos de noche… más de noche que de día… de noche los viajes son como un sueño a gran velocidad… a mí me gusta, me enloquece la velocidad… ver aparecer y desaparecer las ciudades iluminadas, al borde de la ruta, como las monedas en los traganíqueles…
Las primeras resquebrajaduras del terreno, al dominar una nueva cumbre, entre cercas de yerbas cundidoras, pajonales azotados por el viento y peñasquerías con arañas de aguas invernales, anunciaron la proximidad vegetal de los volcanes de tierra húmeda hasta el cráter de piedra quemada, tan rápidamente aparecidos que ocultaron el horizonte y apenas si dejaron tiempo al guía de gritar a los turistas que contemplaran las tres moles impasibles, ya deteniendo el bus para cumplir con la explicación que en aquel sitio daba a los viajeros, empezando por el Volcán de Agua.
Echaron pie a tierra y qué pequeños, qué poca cosa frente al titán que trataban de medir, enmudecidos, unos con los ojos, otros con anteojos de larga vista, entre el corretear de los que filmaban o simplemente hacían funcionar sus cámaras fotográficas.
—
Ladies and gentlemen
, estamos al Sur de la Ciudad Antigua, en la falda del Volcán de Agua, admiración del mundo por su forma de pirámide perfecta de tres mil…
Nunca le había pasado. Tres mil… tres mil… La cifra exacta… A los «americanos» les gusta la cifra exacta. Pero no la encontraba, se la quemó en los labios la risa de Miss Powell.
—Sin emplear sus fuegos ígneos —continuó su explicación— este volcán sepultó una ciudad entera el 10 de septiembre de 1541, dos horas después de anochecido, vengándose de las crueldades de los que diezmaban las poblaciones indígenas, ahorcaban a sus caciques, humillaban a sus gentes… Y aquel otro… —señalando al Volcán de Fuego—, redujo a escombros la segunda ciudad construida en otro lugar, en noviembre de 1773… y aquel otro —señalando al Volcán de Acatenango—, no dejó piedra sobre piedra de la tercera ciudad construida en otro lugar, en diciembre de 1917… —ya no sabía qué decir, adjudicando caprichosamente a cada coloso su parte en la tragedia del país, con tal de no oír reír a Miss Powell.