Me exasperaba que me interrogara en aquella forma velada, pero me abstuve de reaccionar, contentándome con rascarme la cabeza y decir a manera de conclusión:
—Por otra parte era un secreto militar…
—Era, dijo usted bien, era, porque para mí que había dejado de ser un secreto… El espionaje de estos salvajes está operando muy bien en Panamá. Lo que no se puede negar es que ha sido un golpe de mano maestra, y ya verá cómo se confirma lo que yo sostengo: la clave de este enigma está en el accidente… Ya tendremos noticias de Panamá y también de esa Profesorcita de Educación Física, Ada Nuffio…
Sobre las pistas negras, charoladas, superficies de agua dura, hielo de alquitrán, la modorra de las luces de los hangares, los trompos rutilantes de los faros aquí y allá encendiéndose y apagándose y en un extremo, hacia el mar, en medio de la más mojada oscuridad, un trozo del día conseguido a costa de millares de voltios, claridad cegante que bañaba las masas de un enorme avión de transporte y un Tunderbolt P47.
De espaldas a la luz, pegados a las superficies metálicas de los aviones, grupos humanos igual que títeres mostraban sus rostros ensangrentados, y no era sangre, sino pintura, al ir borrando las marcas rojas de las alas y los costados.
…Yo me quiero divorciar
para casarme contigo…
…Yo me quiero divorciar
para casarme contigo…
El negro Turundré seguía haciendo tambor en la panzota del Tunderbolt, con la mano que no borraba estrella, pabellón, letras, números… que no borraba… que no borraba…
…Yo me quiero divorciar
para casarme contigo…
Muchas otras manos borraban, pero la de él, la que tocaba el tamborcito en la panzota del avión, no borraba estrella, pabellón…
No eran tantos los del turno extraordinario y se trabajaba en un lugar apartado del tráfico, con paga igual a la del tiempo de guerra…
—¿Volverá la guerra, Turundré? —le preguntó un mulato que también borraba a su lado, estrella, pabellón…
—¿Volverá?, qué pregunta. Si no se ha acabado. Sólo que le llaman «guerra fría»…
—Guerra pobre debe ser… —apuntó el mulato dejando quietas las pupilas de miel negra en las córneas de aluminio—. ¿Y para esa guerra fría, chico, estaremos borrándole las identificaciones a estos aviones?
—¡Ah!… —abrió la bocaza el negro, mostrando la cavidad roja con las filas de dientes blancos—. Para guerra ahora bombardero. Solo mejor, solo bombardero, sin estrella, sin pabellón, sin letras… mejor…
—Mejor para qué…
—Mejor para todo…
—Y qué estabas hablando con el Administrador del Teatro…
—¿Hablando?… —se sorprendió Turundré.
—Te vi… —y con un dedo colorado de polvo de pintura, el mulato se tiró el pellejo de la mejilla para dejar más desnuda su plateada córnea de aluminio.
—Hablando… —se alzó de hombros el negro.
—Te vi… Le estabas preguntando, Turundré, ¿para qué nos ponen a borrar el pabellón de estos aviones?
—Sí, eso le estaba preguntando…
—¿Y él qué te dijo?
—Que pa que hubiela tlabajo… hay mucho desocupao…
—Si están recién pintados… ¡Carajo, como que no supiera yo para qué… quién no lo sabe!
Los mares se lanzaban uno contra otro a través de aquella delgada cintura de tierra, sin alcanzar a morderse, encadenados por sus oleajes, mostrándose los dientes de espuma a cada tarascada de cristal, y dejando oír hasta muy lejos sus bramidos. Empezó a llover. Turundré no se mojaba. Veía mojarse a los compañeros, a los que trabajaban en la cola del avión, raspando los números, hasta hacerlos desaparecer. El, bajo un ala, muy contento, borra y borra pabellón y estrella… Pero ahora hasta de día estaban despintando aviones de transportes y bombarderos. Turundré asomó por el Teatro Cometa a media siesta. Cerrado. Todo cerrado. Ni las palmeras parpadeaban.
Dormitando bajo los chorros calientes del sol perpendicular, Turundré tampoco parpadeó, sus grandes pestañas negras se quedaron en la orilla de sus párpados, como barbas de hoja de palmera. Era horrible cantar cuando todos hacen la siesta. Pero tenía que hacerlo. Ya por allí tenía que hacerlo. Y tarareó primero, sin la letra, luego silbó la música, y por último, soltó la voz de negro, que sólo abre la boca y emite el sonido, desde la garganta:
…Yo me quiero divorciar
para casarme contigo…
…Yo me quiero divorciar
para casarme contigo…
Apenas cantó, a un ventanuco se asomó una cabeza, saludándolo desde arriba con su nombre:
—¿Qué tal, Turundré?
Y no tuvo tiempo de contestar ni de escupir dos veces, ya estaba junto a él, el Administrador del Teatro Cometa:
—¿Cuántos limpiaron hoy? —se apresuró a preguntarle; hombre enjuto, narigón, de amplia frente, con la boca olorosa a carbón vegetal, santo remedio para los agrios, que son las vísperas de la úlcera, que es la víspera del cáncer.
—Un transporte que va a salir en seguida, y un bombardero de los grandes aunque algo viejo.
En la mano de Turundré quedó un puñado de billetes crocantes.
—¿Y al piloto colombiano lo viste? —preguntó aquél, mientras se abrochaba la bragueta, había bajado de su casa con la bragueta abierta.
—No, a Silvano no lo vi. Esos aviones grandes no se los dan a ninguno, sólo ellos los manejan.
Al desaparecer el Administrador del Teatro Cometa, Turundré se detuvo a contar el dinero que le había dado, junto a una palmera. Luego siguió por la Avenida Central. Una leche de coco le estaba pidiendo el cuerpo.
El transporte despegó fácilmente de la pista y encumbróse en vuelo rasante sobre hangares y edificios de Panamá que pronto no fueron sino borrosos puntos blancos, manchas de colores. Hubo que anunciar que un aerotransporte sin identificaciones partía en ese momento hacia el norte, y no obstante el aviso, ciegos y casi instintivos, moviéronse hacia la silueta cruciforme, miles de baterías antiaéreas.
Bajo un cielo cubierto de nubes, en los lugares en que el toldo se rasgaba, veíanse confundirse en piélagos de esmeralda y turquesa tierras y mares a lo largo de las costas de Centroamérica, y después de algunas horas de vuelo, cuando el transporte empezó a descender, la inmensa masa de agua de dos lagos, tan próximo uno del otro que antojaban dos copas en el momento de un brindis.
No aterrizaban del todo y ya una tropa de sombras blancas, como enfermos de un asilo de locos, los pies desnudos, algunos con sombreros de palma, asaltaban la nave cargados de fardos y cajas, en procesión silenciosa. Una doble fila de guardias de uniformes blancos, botas relumbrantes y sombreros de
cow-boys
, pistolón al cinto y fuste en mano, seguía con ojos atentos el ir venir de los cargadores. Nadie se atrevía a pronunciar palabra, pero todos sabían que cargaban armas y parque, y menos a pronunciar el nombre del país adonde, más tarde, se dirigiría el transporte que mostraba contra el cielo, sobre el campo seco, las cuatro cruces de sus hélices girantes.
—¡Anterior volumen indíqueme, otro no!… ¡Anterior volumen indíqueme, otro no!… —se oyó la cháchara monocorde de un radioaficionado de Panamá (que tenía su transmisor en el Teatro Cometa)… Aquí Panamá, aquí Panamá, aquí Panamá llamando a Luis Morh a Guatemala… llamando a Guatemala… Guatemala… ¡Anterior volumen indíqueme, otro no! ¡Anterior volumen indíqueme, otro no!…
En Guatemala, calle del Cementerio, al fondo de un jardín cerrado por una puertecita que de tanto llevar sol parecía de hueso muerto, despintando el rótulo «Se venden flores», en una casa de dos aleros, entre enredaderas y alambres, un radioaficionado capta: «Anterior volumen indíqueme, otro no» y deduce, escribiéndolo de corrido y extrayendo la primera letra de cada palabra:
¡AVIÓN!
Cambio… cambio… cambio… le estaba pidiendo Panamá…, y se oyó Guatemala…
… Le estoy dando el cambio… Panamá… Panamá… Panamá… le estoy dando el cambio… aquí Guatemala… aquí Guatemala… Guatemala le está reportando… ha tomado nota de su pedido… «anterior volumen indíqueme, otro no»… pero le voy a dar de nuevo la palabra… cambio… cambio… Panamá… cambio… cambio… le voy a dar de nuevo la palabra, porque es inútil que le dé el volumen que me pide, sin saber en qué onda ha salido… si ha salido en la de costumbre, porque no es cuestión de volumen.
…Ya sé, ya sé, pero recuerde que soy aficionado y no sé muy bien eso de volúmenes y salidas de ondas… lo cierto es que la mía salió y llegó allá con usted… y voy a fijarme bien en qué onda salió… pero habiéndome captado usted, yo ya sé que salió… aunque creo que carga mal mi condensador… ¿carga mal?… no está cargando… no carga nada… me oye, Guatemala, Guate… Guate… Guate… me oye…
En Guatemala, calle del Cementerio, acaba de pararse frente a la puertecita de un jardín donde se venden flores, un viejo quebrado en tres pedazos: hasta las rodillas que al arrastrar los pies inclina hacia adelante, uno; de las rodillas a la cintura echada hacia atrás, otro; y de la cintura a la espalda cargada de años, el tercero, faltando mencionar la cabeza tronchada sobre el pecho.
—¿Botella hay… botella?… —grita golpeando la puerta con su bordón.
Nadie responde. Sólo se oye, tras la puerta de hueso muerto, el vuelo de las mariposas que van recorriendo las flores en su ronda de mieles y perfume.
La mano del radioaficionado anota sobre un papel, ajeno a los golpes que están dando en la puerta, no los oye porque tiene los auriculares puestos: «Avión salió de Panamá sin carga…»
Panamá le estaba pidiendo el cambio y se lo dio…
…Panamá… Panamá… Panamá… le estoy dando el cambio… le escucho en perfectas condiciones, aunque al principio no me fue fácil identificar su llamada…
…¿Era la incógnita en su cuadrante?… rió Panamá en una especie de estornudo… pues seguiré llegando siempre de incógnito… sin identificarme… alguien nos está interfiriendo… aló, Guatemala, Guatemala, Guatemala…, nos están interfiriendo…
El viejo quebrado en tres pedazos golpea desde la calle, preguntando con su voz tostada por el catarro de las edades, si hay botellas vacías en venta, y tras esperar un rato largo que alguien le abra, se voltea y va acercando las posaderas a la grada de la puerta, para sentarse y descansar un poco.
Aló… aló… Guatemala… Guatemala… le decía que nos estaban interfiriendo… es un buen amigo de Nicaragua que me reporta todas las veces que puede, y me carga porque siempre sale a decirme que es de Managua, como enjuagándose con vocales y a burlarse de mí… sin duda me oyó decir que mi batería no cargaba, porque me resultó invitando a trasladarme a Managua, para cargar… véngase… véngase… y ya verá que carga ahora mismo…
En Guatemala, calle del Cementerio, jardín donde se venden flores y no botellas vacías, el viejecito se ha dormido en la puerta, las moscas en la cara, resollando, roncando, separado por rosas, claveles, dalias, magnolias, hortensias, azucenas, de la casa en que el radioaficionado copia: «Avión salió Panamá sin carga, para cargar ahora mismo en Managua»…
Cargar qué…
…aquí Guatemala… aquí Guatemala… dígame, Panamá, Panamá, Panamá… dígame, Panamá… cómo le quedó su armazón que estaba haciendo para su antena… armazón le llamamos nosotros… ¿Cómo le llaman ustedes, armazón?… armazón… cambio… cambio… cambio… Panamá… Panamá… le voy a dar el cambio… le preguntaba si instaló su antena y si le puso lo que nosotros le llamamos armazón… y que no sé si ustedes también le llaman así, armazón…
Sí, sí, armazón… armazón le llamamos nosotros… sí… sí… Guatemala… armazón… armazón… así le llamamos en Panamá… me quedó buena, pero creo que la voy a cambiar de lugar, que la voy a poner frente al parque… el parque que hay aquí frente a mi casa… un parque tan lindo que todos dicen que es mucho parque para Panamá… pero lo dejo, amigo de Guatemala y volveremos a conversar si está usted por allí en la madrugada… no se me vaya a dormir… y no se olvide de saludar al señor que me ofreció obsequiarme el anillo de esmeraldas… dígale que no lo vaya a jugar a la ruleta…
El parte estaba completo:
«Avión salió de Panamá sin carga, para cargar ahora mismo en Managua armas y llegar a Guatemala en la madrugada, avisarle en el casino al amigo del anillo de esmeraldas».
Al salir el radioaficionado se llevó por delante al viejecito que dormía en la puerta.
—¡Eh, viejo, aquí no es lugar de dormir!
—¡Espérese… ya me va a tocar dormir enfrente! —y señaló con un movimiento de cabeza el cementerio—. Me senté, mientras venían a abrir, pero como que aquí no vive gente o son sordos… tal vez tienen botellas vacías para vender…
—Para romper, diría yo… —y le señaló una botella que se le había hecho pedazos frente a la puerta.
—¡Ya hice una que no sirve!… —exclamó el viejo, y con la voz mohosa de aflicción, moviendo la cabeza de un lado a otro ante lo irreparable—: Una gran pérdida para mí…
—Un veinticincón para que se ayude… —largóle aquél una moneda de veinticinco centavos—, y para que recoja los chayes…
—Lo haré… lo haré… no se disguste… —pujó el viejo, dispuesto a barrer los vidrios con la bolsa de brin que llevaba al hombro, pero antes se encaró con el radioaficionado, y le dijo—: Diz que es mal agüero quebrar una botella vacía, pero cuando la botella es verde, color de esperanza, trae buena suerte…
Aquél ya no oyó lo que sobre botellas y agüeros siguió explicando el viejo. Había que ganar tiempo, movilizarse. El era un S. P. S. en guerra y llevaba hacia el cuartel general de los S. P. S. (Sociedad Patriótica Secreta), el parte transmitido desde Panamá. No era supersticioso, pero mientras cruzaba un baldío buscando hacia la puerta del cementerio, donde siempre había automóviles de alquiler, pensó que alguna relación debía haber entre el anillo de esmeraldas y la botella verde que se le rompió al viejo ante la puerta… y que por ser de buen agüero, les traería la suerte de capturar las armas.
—¡Condenada cosa estar en Brooklyn!… No sabíamos quién era Ada Nuffio ni el policía aquel dejaba de suponer imposibles… sí, imposibles… como tuve que gritárselo a la cochina cara inmóvil de cartón mascado… Eso de que la persona atropellada por mí, hombre o mujer, hubiera caído dentro del camión era imposible… Se le paralizó más la cara cuando le hice ver que el camión iba cubierto con una lona, y que de haber caído un cuerpo cualquiera, habría rebotado en el toldo y en seguida, largo a largo, dado en el piso, donde yo no era ciego para encontrarlo.