Read Week-end en Guatemala Online

Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (3 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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—Hace un momento decía que no…

—Pero ahora digo que sí. Si usted afirma que nuestro país, el más poderoso del mundo, está en guerra con está república en miniatura, estoy borracho, totalmente borracho.

—Se le entregará el pasaje para Panamá y debe presentarse, bajo su palabra, a las autoridades militares de la Zona.

—Antes tengo que presentarme aquí a la policía, porque anoche atropellé a una mujer.

Pero el diplomático ya no oyó mis palabras. Había vuelto las espaldas y salía militarmente, seguido de los dos propietarios del Grano de Oro. Junto a estos aindiados, se veía corpulento como un verdugo disfrazado de deportista.

Me desplomé en la silla. Estaba borracho. Sólo borracho podía creer que mi país, el país más poderoso del mundo, pudiera estar en guerra con un país tan pequeño, tan inofensivo… ¡ja, ja, ja!… era una vergüenza y había que estar total, absoluta, completamente borracho y seguir así, para creerlo… borracho… borracho de caerse…

¡Condenada cosa estar en Brooklyn!…

— 2 —

El encargado de dar las informaciones policiales a la prensa, gendarme al que le faltaba un brazo y sobraban ojos, conocía muy bien a los reporteros de los diarios. Aquella mañana no llegaban en ayunas del notición, sino a que él se los confirmara oficialmente. Le bastó oírlos acercarse en pelotón de asalto a su despacho, verles entrar lápiz y papel en mano quitándose la delantera, el sombrero bajo la bisagra del sobaco, los que aún usaban esa prenda inútil, sin corbata algunos, otros sin saco, con guayabera, todos nerviosos, gesticulantes, sin alcanzar aliento, tantos eran los signos de interrogación que, como anzuelos, traían de la ciudad que hervía de rumores.

Pero se dieron con el pisapapeles en los dientes o él mismo les hubiera dado, pues si siempre que ellos entraban lo escondía, no faltan cleptómanos entre la gente de pluma, esta vez lo empuñó para hacerse respetar, apretando con los dedos de la mano derecha el globo de cristal en que se veían las figuritas de un hombre y una mujer faltando a uno de los mandamientos.

Los reporteros se replegaron ante la actitud del belicoso manquizurdo que no sólo no les daba oídos, sino los amenazaba con expulsarlos, mientras ellos le explicaban que la gravedad de la noticia que venían a confirmar, les había hecho perder la cabeza y precipitarse a su despacho en forma irrespetuosa. No eran píldoras ni palillos de dientes lo que se encontraron esa madrugada en la carretera del Pacífico, sino armas de todo calibre y millares de balas.

Uno de todos salvó la situación:

—Yo tengo un pisapapeles igual al suyo, sólo que el hombre y la mujer están vestidos.

El manquizurdo se desarmó. Su lado flaco eran los pisapapeles obscenos.

—Vestidos, pero… ooo…

—Sí, sí, vestidos, qué tiene de particular…

—Entonces es mejor el mío… en cueros, vea… en cueros…

—No sé si es mejor… el que yo tengo es muy gracioso… el hombre está con sotana y la mujer con mantilla…

Al manquizurdo se le llenó la boca de sanguaza, los ojos brillantes, y como no se podía frotar las manos, se estrujó de gusto una rodilla con otra.

—¡Un cura con su hembra!… —gritó—. Y se ve bien que están…

—Sí, se ve bien…

—¿Y cómo están?

—¿Cómo, cómo están?… ¡En algo que sólo un hombre y una mujer pueden hacer juntos!…

—¡Ella, ella! ¿cómo está?

—Arrodillada…

—Arrodillada… —repitió el manco con voz de babas, antes de inquirir, curioso, lascivo—: ¿Y el cura?… ¿Y el cura?…

—Sentado…

—¿Sentado?…

—¡Y cómo quería que estuviera, si la está confesando!…

Todos soltaron la carcajada y el manco celebró la broma con tales risotadas que ya se ahogaba, llorosos los ojos, los bigotones en desorden, la manga sin brazo bailoteándole como moco de chompipe, y no deja de reírse si los periodistas, creyéndolo anestesiado por las carcajadas, no tratan de extraerle la confirmación oficial de la noticia.

Le cambió la cara.

—Váyanse al M… de la Defensa… queriéndome embrocar… —les vomitó—; ésa es información militar y no de la policía, y si les falta papel, aquí les preparé un boletín con la noticia de un abrigo de mujer que se encontró cerca de la estación «Eureka»…

—¡Qué susto le daría la policía a esa pobre pareja, para que ella haya dejado abandonado hasta el abrigo! —exclamó el que le había hecho la broma.

—Y que no estarían como en su pisapapeles, vestidos y confesándose —acotó el manco—, sino como en el mío…

—¿Y le parece justo, jefe, que mientras usted colecciona pisapapeles con parejas desnudas, la policía no deje en paz a las parejas que proveen a la ciudad de pisapapeles vivos? —le argumentó uno de los reporteros, el único que le recibió el boletín. Los otros ni se dignaron leerlo. Andar a caza de la confirmación oficial del notición de las armas encontradas en el camino y volver a sus diarios con la nueva de un abrigo de mujer abandonado cerca de la estación Eureka, era para que los echaran.

—¡Armas… armas… la noticia del día… se descubren armas en la carretera del Pacífico… armas…!

Los voceadores de los diarios recorrieron la ciudad con este grito, y la gente asomaba a las ventanas, salía a las puertas, corría tras ellos, hasta tener el papel con letras en las manos. No les bastaba oír la noticia a los voceadores. Oída la tenían desde que circuló el rumor por la ciudad. Querían leerla, deletrearla…

—¡Armas!… ¡Armas!… ¡La noticia del día… se descubren armas en la carretera del Pacífico… armas… armas!

—Sí, señor, me llamo Marcos Paz…

—Tenemos ante el micrófono, amigos oyentes, al señor Marcos Paz, uno de los chóferes que descubrió en la madrugada de hoy, los primeros fardos del gran cargamento de armas y parque, regados a lo largo de la ruta Capital-Puerto de San José. Es un hombre de mediana estatura, moreno, sin mucha nariz, por eso le llaman «Chato», y va a contarnos cómo descubrió esos bultos. La palabra del señor Marcos Paz…

—¡Pu… ru… pupú!, no hay mucho que contar, que se diga… Salí del puerto en la madrugada con pasajeros…

—Han oído ustedes —intervino el perifoneador—, salió del puerto con un cargamento de pasajeros dormidos…

—No sé si venían dormidos, pero ¡pu… ru… pupú!, yo venía bien despierto. Adelantito de Masagua apareció el primer bulto botado en medio de la carretera… ¡pu… ru… pupú!, nunca pensé lo que era…

—¿Qué hizo usted?

—¿Cómo, qué hice?… parar…

—Sí, se entiende que paró…

—Sacudí a mi ayudante que venía cabeceando, para que bajara a ver de qué se trataba, y volvió con la cara pálida a decirme que era un bulto con armas. ¡Pu… ru… pupú!… dije yo… y me bajé.

Efectivamente eran armas… Allí nomás las alzamos, para echarlas en la camioneta, y adelante encontramos un segundo y un tercer bulto… tres encontré yo…

—¿Y cómo estaban?

—Botados… como cuando un camión en marcha va dejando caer la carga que lleva…

—¿Esto lo podría usted afirmar?… ¿No cree usted que hayan sido arrojadas de un avión?…

—¡Pu… ru… pupú! firmar no…

—Afirmar.

—Tampoco, tampoco… pura suposición…

—¿En qué se basa?

—Bueno, en que por donde estaban los bultos caídos, se miraban las huellas de llantas de bocadillos grandes, que sólo podían ser las de un camión de más de dos toneladas… ¡Pu… ru… pupú, los aviones no dejan huellas, y allí sí que se miraban patentes las huellas de un camión!…

—Y qué más podría usted decirnos… qué hizo con las armas… ¿se las llevó a casita?

—¡Dios guarde!… la entregué en la Comandancia de Santa María, y quién le dice a usted que hubo que hacer cola, con todos los que allí estaban entregando los fardos encontrados… camioneros… automovilistas, hasta carreteros…

—Agradecemos al señor Marcos Paz ¡pu… ru… pupú!, haber hablado para nuestros oyentes por estos micrófonos…

La noticia del día eran las armas. ¿Quién entonces estaba para fijarse en aquel pequeño suelto publicado en una página anterior? Pocas líneas: «Ayer a las 21 horas y 53 minutos, cerca de la estación Eureka se encontró abandonado al borde de la vía pública que va del "Guarda Viejo" a "La Reforma", un abrigo de mujer color vino tinto con la manga del lado derecho casi desprendida. En los bolsillos se le hallaron dos fichas de ruleta, una de diez dólares color marfil, y otra de cinco dólares, color rojo, así como una tarjeta de visita con el nombre de "Ada Nuffio, Profesora de Educación Física"».

— 3 —

—¡Condenada cosa estar en Brooklyn!… No les negué más mi borrachera… para qué… mejor que me creyeran borracho… sólo considerándome yo mismo en completo estado de ebriedad, inconsciente, totalmente inconsciente, podía aceptar que obraran conmigo como si en verdad lo hubiera estado… ¿Iba o no iba borracho cuando fui a traer las armas?… Ya convenimos en que no iba borracho de caerme, pues… de caerme no iba borracho, de tambalearme, sí… y desde entonces no he dejado de beber un solo día… ¿eso es suicidarse?… si eso es suicidarse, yo no me dejo de suicidar un solo día… me suicido todos los días… desde entonces me suicido todos los días… antes me rasuraba todos los días como las personas educadas… ahora me suicido todos los días…

—El encargado de investigar lo que ya se llamaba «
Affaire
Harkins», miembro del Servicio de Inteligencia Federal, de la Agencia Central de Inteligencia y hombre de confianza del
Ambassador
, trajo la Biblia… Creí que me iba a hacer jurar borracho… No fue así… La trajo, la abrió y dijo:

—¿Sabe usted algo de la resurrección de Cristo?…

—Algo… —le contesté.

—Pues si sabe recordará, sargento, que en el Capítulo 28, versículo 2, según San Mateo, leemos: «Y he aquí, fue hecho un gran terremoto: porque el Ángel del Señor… (debo estar borrachísimo, me dije, no entiendo nada de lo que este pelo de mierda está leyendo)… porque el Ángel del Señor descendiendo del cielo y llegando había revuelto la piedra y estaba sentado sobre ella».

Y menos iba a entender en seguida, cuando me preguntó a quemarropa, qué ángel había abierto por detrás la compuerta del camión.

—Sí, sí… —afirmó ante mi silencio clavándome en los ojos sus pupilas claras de huevo ligeramente azul y sin esperar respuesta, extrajo del bolsillo lateral de su americana un periódico que traía doblado, lo extendió abriendo los brazos y con la cabeza sepultada en sus páginas, le oí leer, como a un apuntador de teatro, la noticia del abrigo, y, terminando la lectura, sin dejar que yo hablara, al sacar la cabeza del papel, exclamar:

—¿Insignificante, verdad?… Pues para mí, en esta noticia, esté toda la clave de la cuestión… Si la tumba del Señor la abrió un Ángel, la compuerta del camión, la abrió otro Ángel…

Tuve que sacudir la cabeza, como cuando le queda a uno agua en el oído, para darme cuenta que no era yo, que era él, el mejor de los policías del Servicio de Inteligencia, el que deliraba, como borracho.

—¿Insinúa —le dije— que fue la dueña del abrigo, por la tarjeta que llevaba en el bolsillo, probablemente Ada Nuffio, la que abrió la compuerta del camión para que se cayeran las armas?…

—No insinúo nada, sargento…

—Le quería explicar: entre el sitio en que atropellé a esa persona y el lugar en que recogí las armas lanzadas por uno de nuestros aviones, hay una distancia de por lo menos ochenta kilómetros, y entre la hora del accidente, antes de las diez de la noche y la madrugada en que estuve cargando las armas, habían pasado muchas horas. ¿Cómo aceptar entonces que a esa distancia y con esa diferencia de horas, la persona atropellada, probablemente Ada Nuffio, hubiera podido abrir la compuerta del camión, para que se regaran las armas en el camino, cuidando de cerrarla después?

—Esa es la incógnita, y vamos a tratar de resolverla, sargento.

Dice usted, y su declaración fue grabada en cinta magnética, lo que me ha permitido escucharla varias veces, que en el momento del accidente alcanzó con el rabo del ojo, el cuerpo de una persona lanzada al aire con los brazos abiertos y que al detener el camión, más adelante, y volver a prestarle auxilio, esa persona había desaparecido.

—Sí, es muy misterioso… —le respondí.

—¿Podría usted, sargento Harkins, decir si vio la cabeza, la cara, las manos, los pies de esa persona? Ya me dijo que no, que en aquella fracción de segundo sólo le fue dable percibir el bulto, la forma humana que pudo ser sencillamente el abrigo y lo que creyó los brazos, las mangas en movimiento, y en ese caso he llegado a la conclusión que esclarece el enigma: la persona atropellada fue expedida del abrigo, en el momento del choque, y así se explica que usted no la encontrara…

—La habría encontrado en el suelo… —le interrumpí.

—Déjeme concluir… no la encontró, porque cayó donde usted menos se imagina, donde no buscó.

—Ya le he dicho que no estaba borracho de no saber lo que hacía…

—Sí, pero también me ha dicho que en ningún momento subió a revisar el camión, ni siquiera cuando cargó las armas, pues sólo fue empujando los bultos que fácilmente se deslizaron hacia el interior por la cama de la carrocería…

—Sugiere usted… que cayó dentro del camión —le interrumpí—. ¡Imposible… el bulto apenas alcanzó la altura de la rueda y movió los brazos expedido hacia afuera!

—Los brazos o… las mangas, y con lo que usted dice, sargento Harkins, no hace sino confirmar mi hipótesis; mientras el abrigo era lanzado como un cascabillo hacia afuera, una simple cuestión de balística, el cuerpo humano era expedido hacia lo alto como una bala, y al perder el impulso se desplomaba dentro del camión…

—Creo que al parar el camión la habría oído lamentarse, llorar, quejarse… o al volver a buscarla bajo las ruedas…

—¿Y si estaba inconsciente?

—¿Quién?…

—Ella.

—Ah, sí, ella, ella… —me mordí los labios.

—Cayó dentro del camión exánime y no fue sino más tarde cuando recobró el conocimiento, tal vez cuando el aerotransporte sobrevolaba el terreno en que dejó caer las armas…

—¡No podía haber estado tan borracho! —grité desesperado—, y, además, es imposible que una persona que ha sido atropellada, que va exánime, que ha perdido el conocimiento, al recobrarse esté apta para darse cuenta que eran armas lo que yo estaba cargando y hacernos esa jugada…

—No se presentó usted ante las autoridades policiales…

—No…

—En eso ha hecho bien. Sería ponerlos en guardia sobre la identidad del camión que atropelló a esa persona que, sin quererlo y sin que usted lo acepte, fue su pasajera en el camión.

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