Read Week-end en Guatemala Online

Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (21 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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Estuve a punto de soltar la fría verdad sobre el entusiasmo de aquel buen hombre que vivía mi aventura, a falta de lances propios se viven los ajenos, contándole lisa y llanamente lo que me había ocurrido; pero en ese momento, viéndome, sintiéndome admirado, me enfundé en el falso don Juan, el de los triunfos amorosos, el de las mujeres rendidas a sus pies, me atusé las cejas, a falta de bigotes, y sin mucho explicar, me despedí de él, enigmático y triste…

Risas, carcajadas, manotazos, pataleos arrancaba el relato a Luis Néstor y don Félix, extenuados por verdaderos cólicos de hilaridad.

—Después, ya ustedes saben. Me honré con la hembra aquella y ella se honró conmigo, matrimonio de hecho, como se dice ahora, concubinato público y escandaloso, como se decía entonces, terminología que no impidió que fuéramos felices…

—Y por eso le regaló Terranova, la mejor de sus fincas de café —acotó Luis Néstor con cierta tristeza en la voz, ya que él y su familia, sobre todo Coralia, su hija, se consideraban sus herederos, y lo eran legalmente.

—Sí, la mejor de sus fincas, de lo que jamás me arrepentí, menos ahora que me la hubieran quitado para repartirla entre los indios, como le va a pasar a Félix y a su hermana, dos solterones dueños de tanta tierra ociosa. Pero ya está saliendo el sol y vamos a cerrar las puertas de la casa, las puertas y las ventanas, si quieren que les explique mi método de producción intensiva. Esta casa permanece abierta toda la noche, todas las noches, abierta y de parranda, pero en llegadas las luces del alba, se cierra, se oscurece y empieza el trabajo del señor.

Los tres, más mareado por la bebida don Félix que Los Tártaros, fueron cerrando la casa.

—Lo primero que hice, dentro de mi plan de productividad intensiva —se oía la voz de Tocho, y se le adivinaban los bigotones en la penumbra lechosa del amanecer—, lo primero que hice, como les decía, fue producir energía eléctrica…

—Es mucho gasto… Son palabras mayores… La Trinis mi hermana, ya ni en candelas de estearina quiere gastar y de ajuste la Ley Agraria… Bueno, con esa ley, vamos a tener los ricos que usar candelas de sebo…

—Pues sin energía eléctrica, no es posible mi sistema que parece contradictorio, porque, como ustedes ven, ahora que amanece, cuando todos se levantan a trabajar, yo me voy a mi cama.

Y avanzó hacia su habitación, cuidando de no derribar las botellas, seguido de don Félix y Luis Néstor.

—Llegado aquí, enciendo la luz, es habitación interior y si se puede encender la luz, me desvisto, me meto en mi cama desnudo, enciendo un purito, me preparo un buen
high-ball
, y… a impulsar mis cultivos…

—¿En la cama? —no soportó más la risa don Félix, quien creyó que les estaba tomando el pelo, al menos a él, porque su hermano algo sabría y se prestaba a la broma, como simple compinche.

—En la cama, acompañado de Anatole France, Oscar Wilde, Larra, Eca de Queiroz… cualquiera de esos libros me acompañan… Leo y mientras leo…
La isla de los Pingüinos
, por ejemplo, extraigo de bajo mi almohada este aparatito, lo conecto y… sálganse… vayan a oír afuera…

El sol alanceaba los campos arrepollados de neblinas y los bosques, donde la noche se refugiaba, ya fugitiva, bajo las copas de los árboles, untando con sus manos, los troncos, de una negra vellosidad de sueño, sueño cascarudo en el que se daban las más bellas orquídeas. Ya había labradores repartidos en los campos, surconeando con ayuda de caballos, o acarreando en carretas tiradas por bueyes, caña de azúcar recién cortada, sin faltar los que juntaba el ganado lechero para el ordeño.

De tramo en tramo, abarcando amplísimos radios sobre los campos y cultivos, Tocha había hecho instalar altoparlantes y por ellos, como por inmensas regaderas de sonidos, manaba su voz, invitando a los peones a trabajar…

—¡Trabajen! ¡Trabajen! Es el patrón que les habla… Desde las 5 de la mañana estoy trabajando… ¡Trabajen!… ¡Trabajen!… ¡Trabajar dignifica!… ¡Trabajar enriquece!… ¡El que come sin trabajar les roba el pan a los que trabajan para comer!… ¡Trabajen!… ¡Trabajen! ¡El trabajo es la ley de la vida, es la ley de Dios, es la ley del hombre, es la ley del mundo!… ¡Trabajen!… ¡Trabajen!… ¡Cuando el patrón les habla, es que los está viendo, los está observando!

Y con la voz pastosa del que se va quedando dormido:

—¡La vagancia es delito, pero no sólo son vagos los que no trabajan, sino los que en su labor hacen como que trabajan!…

Se quedó dormido.

Esa tarde, la reunión sería en casa de Luis Néstor. Así lo convinieron al tomar don Félix su mula y el bigotudo de Marchena, mayor en años, menor en bigotes, un caballo zaino de doble andar, y despedirse con un apretón de manos.

—¡Trabajen!… ¡Trabajen!… —se oía repetir a lo lejos, pero ya no era la voz de Tocho, sino un disco que él había grabado—. ¡Trabajen! ¡Trabajar dignifica!… ¡Trabajar enriquece!…

— 4 —

Mujeres trigueñas de rostros frescos, olorosas a agua de río y perfume de hierbas, entraron con un ejército de chicos de todas edades, desde el pequeñín en brazos, hasta el que ya montaba una escoba, sin faltar la que arrastraba una muñeca, el que esgrimía una caña, la que rascaba una guitarrita, el que trataba de hacer volar un avión de papel. Saludaron al mismo tiempo, alternando en el guirigay las palabras papá, tío y señor, ora se acercaran a Luis Néstor, Tocho o don Félix.

—Anoche sí que ustedes se la dieron buena con mi señor cuñado —entró reclamando doña Lucrecia dirigiéndose a don Félix—. ¡Ah! —exclamó al ver a Tocho—, si aquí está usted, completo los tres padres de la misa del gallo, ¿dónde la dijeron, es lo que yo quisiera saber, y si fue con música, y si hubo mucha gente?…

Tocho se pasó la mano pausadamente por los bigotes, en espera de que don Félix hablara, porque su hermano estaba como esos hombres que después que les pegan las mujeres, les lloran encima.

—No lo creerá, doña Lucrecia, pero no fue misa de gallo, sino misa de muerto.

Lo dijo con tal convicción don Félix, que ella preguntó ya en serio:

—¿Y quién falleció?

—El latifundio… —terció Tocho, haciendo reír a todos, menos a la señora que no estaba dispuesta a que le tomaran el pelo, pensamiento que la hizo pasarse la mano cubierta de anillos con esmeraldas y brillantes, por la cabellera negra.

—Fuera de broma —siguió don Félix—: siempre que nos reunimos es para hablar de lo mismo, somos como los deudos de nuestras propiedades en vía de desaparecer por la Ley Agraria, y como donde su señor cuñado no hay reloj, cuando sentimos estaba amaneciendo.

—Sólo porque usted lo dice lo creo, don Félix… Y qué resolvieron… Traguitearon mucho es lo único que sé…

—Resolvimos que hay que botar al gobierno…

—¡Muy bien —aprobó doña Lucrecia—, ya no estamos para paños tibios! Hay que botar al gobierno, fusilar a unos cuantos y ya verán cómo nadie vuelve a hablar de la Ley Agraria.

Las jóvenes hermanas de doña Lucrecia siguieron hacia el interior de la casa con la chiquillada, y no tardó en entrar una sirvienta portando una bandeja con vasos de horchata y un azafate con pastelitos.

—Se sirven… —invitó doña Lucrecia.

—Sí, gracias… —arrimó la mano Tocho.

—Un chipotazo le daba yo… —le dijo sonriendo a su cuñado al tiempo de entregarle el vaso—, ¡mal cabestro!… —Y se volvió a don Félix que mordisqueaba un pastelito—: ¡Botar al gobierno!, se dice fácil, pero ¿cómo?


That is the question

—¿Sabe hablar inglés, don Félix?

—Lo hablo bastante bien, doña Lucrecia.

—Haberlo sabido antes… —pensó decir algo más, pero se conformó con añadir—. Después vamos a hablar…

—Cuando usted quiera…

—Porque con los militares ya no se cuenta…

—Son peores que la Ley Agraria —encontró terreno firme, para intervenir Luis Néstor y tratando de pacificar a su mujer—: Lucrecia es testigo, a su hermano Eduardo le conté yo aquí tres mil dólares, la primera vez, siete mil dólares, la segunda, como contribución a los cuarenta mil dólares que pedía el jefe de una de las bases, y todo quedó en nada… no se puede despilfarrar tanta plata… si los milicos en el poder nos quitan las tierras con el pretexto de que no las cultivamos, y los milicos en la oposición nos sacan el dinero haciéndonos creer en cuartelazos, revoluciones, atentados, golpes de Estado… entonces sí nos vamos a quedar en las cuatro esquinas.

Tocho se pasó la horchata a grandes tragos para limpiarse el gañote y entrar en batalla:

—Mi cuñadísima y don Félix saben que no estoy de acuerdo con la idea de romper en la República el orden institucional, sólo porque a nosotros, unos cuantos propietarios, unas cuantas familias, nos están quitando, comprando mejor dicho, porque pagan en bonos el valor de las tierras, según la declaración fiscal, unas cuantas hectáreas de campo inculto y alejado de los centros urbanos…

—No se le puede oír —alzó la voz doña Lucrecia, pálida de indignación.

—Pero me tienen que oír —gritó más fuerte Tocho—, porque hay otras razones: ese reparto de tierras es indirectamente un seguro que nos garantiza el goce pacífico de nuestras propiedades.

—Sí, sí, la medio teoría de este Tocho es que los peones con acomodo, no serán, como ahora, nuestros enemigos en potencia, sino nuestros aliados…

—¡Eso crees vos!… —descargó doña Lucrecia su cólera contra su marido, vociferante, los ojos de plomo negro derretido en los hornos del alma:

—No, yo no creo nada… Tocho…

—¡Tocho!… ¡Tocho!… ¡Te llenas la boca con el nombre de tu hermano!

—Sí, cuñada, mi teoría es ésa… —saltó Tocho Marchena en defensa de su hermano— más vale vivitos y coleando en la tierra repartidita entre muchos que finaditos tres metros bajo suelo.

—Pues no opino como usted, no acepto su teoría, prefiero los tres metros bajo tierra a mis propiedades repartidas…

—Ah, es que no va a ser sólo muerta, degolladita con toda la familia…

—Pues degollada con toda mi familia… Es una verdadera desesperación. No sabemos en qué vamos a parar. A papá le acaban de quitar tres caballerías.

—Y a nosotros, que sólo somos mi pobre hermana y yo, se nos metió en la propiedad un indio, un tal Tiburcio Sotoj, feo y callado como un ídolo.

—Yo sé que es muy trabajador…

—¡Cuándo iba mi cuñado a ignorar algo que favoreciera a los enemigos… parece mentira!

—El indio más abusivo que ustedes han visto, inimaginable, y fue peón allá conmigo, peón, peón… Bueno, pues ahora pretende que la tierra que nos quitaron a mi pobre hermana y a mí, era de ellos, y que el gobierno de estos salvajes, no ha hecho más que devolverles lo que les pertenecía, poseído por sus comunidades, desde el tiempo del Rey de España…

—¡Mentira, ya no hallan qué inventar! —exclamó doña Lucrecia.

—Yo el Rey… dice el indio que principia el título… Conste que estos títulos los tenían escondidos, ahora los han sacado.

—Allí tienen ustedes —intervino Tocho—, mis queridos parientes y mi querido amigo don Félix, que tal que en lugar de este gobierno con sus agraristas apareciera por los campos, con el pendón real, un heraldo del Rey de España que empezara su pregón con esas palabras: «Yo el Rey»… y a renglón seguido mandara que nos echaran a todos nosotros que somos en verdad los que hemos despojado de sus tierras a los indios…

—Ya mi cuñado está desvariando…

—No, cuñada, en el origen de toda propiedad encontramos el robo…

—¡Comunista!

—Si supiera quién fue Proudhon, no le llamaría así…

—Entramos en el terreno que a usted, cuñado, le gusta y a donde quiere arrastrar a mi pobre marido… Las novelas… Los sueños… Las botellas vacías… No, si sólo se lo perdono porque adora a mi Coralita… Está de linda en el último retrato que mandó… no lo ha visto, Tocho… traélo, Luis Néstor… Se va a recibir muy pronto…

—Una señorita… —exclamó don Félix ante el retrato.

—Se recibe de técnica en publicidad —siguió doña Lucrecia, pasando la foto a manos de su cuñado— y a usted le va a dedicar su tesis, tío-padrino que no se merece la sobrina que tiene…

—Sobrina-hija —reaccionó aquél—, porque yo la formé espiritualmente: sus primeras lectura, sus gustos, el gusto por la naturaleza, por su país…

—Y Trinitas, don Félix, usted sí que tan egoísta, no la saca para nada, hace tiempo que no viene por aquí. Anúnciele que cuando llegue Coralita vamos a dar una gran fiesta, celebrando su regreso y su título… marimba, chuntos y whisky, ¿verdad, cuñado?…

—Siempre que se invite al Rey Tiburcio Sotoj…

—¡Ja, ja, ja!… —rieron todos, Luis Néstor con toda la boca, menos don Félix, a quien hacía poca gracia aquel indio color de astilla de ocote, pelo de crin de caballo, echado para atrás con natural altanería desde que le devolvieron sus tierras.

— 5 —

Marchaban por la carretera conversando de las excentricidades de Tocho, ten con ten en sus cabalgaduras, ella pequeñita en un caballón prieto y él grandulón en un caballito criollo retinto, mas al apartar por el camino de herradura de Piñuelas, doña Lucrecia tomó la delantera; vestía pantalón gris caído sobre la bota baja, blusón suelto, sombrero de panamá y guantes y fusta del color del pañuelo amarillo trigo que llevaba anudado al cuello, y tras ella, siguiéndola, enfiló don Félix, sombrero tejano, espuelas, pistolas y su inseparable chicote en la muñeca, reloj de pulsera como decía él, cuando daba las horas de trabajo en las espaldas desnudas de los peones.

Vadearon un río transparente que corría sobre panecitos de piedras redondas, marchando por en medio un buen rato, el gusto de oír chapotear los caballos a paso de ganso, hasta salir a un playón en que el agua se arrinconaba para que todo el río se arrodillara en aquella curva a besar los helechos de fuego que caían de las peñas de tierra morada en lluvias de chispas, y del playón llegaron, por el mismo camino que se cubría de hojarasca quebradiza, entre barrancas lechosas de neblinas bajas, a lo espeso de un bosque lloroso de trementinas, ratos con ojos de cielo y ratos cegado por los matorrales que bajaban, como párpados de pesadas pestañas, a encortinar sus perspectivas.

—Aquí será el
pic-nic
… —detuvo su caballo doña Lucrecia, al tiempo de volver la cabeza tratando de que la oyera su acompañante, luego añadió—: ¿Qué horas tiene exactamente?… No es cosa que hayamos llegado tarde…

—Van a ser las nueve… —contestó don Félix, después de consultar su cronómetro, relojón que marcaba el tiempo lejos de la vida, como si fueran todavía horas antiguas, aislado, sepultado bajo cuatro tapas de oro profundo.

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