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Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (17 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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La Quinancha vio moverse un bulto. Tanteaba de un lado a otro en la entretela de la oscuridad y la penumbra. Vestía trapos blancos. ¿Quién pudo entrar? ¿No estaban los guardias, los guardaespaldas y el asistente, todos armados y con orden de disparar al que intentara entrar donde el jefe descansaba?

La Quinancha se levantó. No era producto de su fiebre. Tenía que cubrir a su guerrero y fue al encuentro de aquel ser que se le quedó en las manos. Una viejita que olía a maíz viejo y hablaba con voz de río que apenas tiene agua para correr sobre la arena del cauce.

De las mangas de su camisa, trapo molido de tan usado, salían unos brazos, hueso y pellejo negro, en actitud suplicante, y unas manos casi sin uñas de tan gastadas.

—Pierda cuidado —le dijo la Quinancha, ensordecida por el roncar del jefe y con una terrible sensación de que iba a quedarse paralizada de las piernas y los brazos, bajo la amenaza de un calambre—, pierda cuidado, mañana le hablo y le aseguro que lo conseguiremos.

En la costa entra luego el día.

La Quinancha no hubiera soportado un momento más sin gritar, sin gritar como ya estaba gritando, aquel relampagueante quemársele el cuerpo, abierta de par en par la boca, rígidas las mandíbulas, presa de estertores, bañada en sudor de ponzoña.

El Coronel le echó una sábana encima, horrorizado del cambio de una carita tan linda en un carotón contraído, violáceo, y aun cuando se calmó, desmenuzando en seguidos sollozos el llanto, el Coronel no consintió en destaparla, en espera del médico llamado con urgencia, no sólo para no verla, sino para ahogar sus gritos que de nuevo y más desgarradores tremaban, tremaban, hasta un punto en que se quedaba áfona, desbitocada, a ras de una especie de convulsivo rezo, ametralladora con dientes que tableteaba con las mandíbulas rígidas su ruego por los muertos de la zanja.

—Debes dejar que se los lleven al camposanto, ahora que todavía son reconocibles —y lo pedís vos que ya no sos reconocible pensó el Coronel—, permití que los saquen de la zanja…

—Sí, sí… —accedió el Coronel—, que los saquen, que los saquen… —todo menos que se destapara y mirarle la cara paralizada, color de estiércol, recubierta por un tizne velloso como pelo de mono.

El médico vino inútilmente. No había nada que hacer. Matarla o esperar que muriera presa de los dolores más horribles, peor que quemada, peor que rabiosa, con todos los síntomas del que muere envenenado con estricnina. Hasta le hizo seña al Coronel de despenarla de un pistoletazo, moviendo el índice de su mano derecha igual que en el gatillo de un revólver.

—Los cadáveres… los cadáveres… —parlamentaba gemebunda, delirante, con voz de loca y la sombra de la cara de mona velluda bajo la sábana blanca.

—¡Sí! ¡Sí!… Que los desentierren en seguida, que se los lleven al camposanto. ¿Oyes, Quinancha? Estoy dando la orden…

—Una viejita me lo vino a pedir anoche, mientras dormías, Gerardino y yo le dije que sí, le aseguré que sí, y tú estás dando la orden por mí, qué bueno eres…

—¿Una viejita?… Lo soñaste, Quinancha, en tu delirio…

—Pues lo soñé, Gerardino, pero que los saquen, que los saquen…

—Comandante…

—Sí, mi Coronel…

—Como usted es el que va a quedar al mando de la retaguardia, al solo salir el grueso de las tropas, permita que esa gente saque los cadáveres de los pícaros de los sindicatos y los lleve al camposanto, para darles sepultura. Hubo que matarlos por pícaros… se sublevaron… se alzaron contra mí…

—Estoy oyendo la orden, Gerardino —se agitó bajo la sábana el bulto de la Quinancha—; qué bueno eres con tu cachorra dientes de caimana… al sólo componerme te besaré bajo el huesito… cómo te gusta… bajo el huesito…

—Puede retirarse, Comandante…

—¿Por qué lo despediste? ¿Para que no sepa que yo te beso bajo el huesito? ¡Y a mucho orgullo!…

Nuevas convulsiones la agitaron, ya no hablaba, poco a poco fue dejando de pronunciar las palabras que ahora eran chasquidos de lengua gelatinosa, acalambrada de brazos y piernas, hecha un ovillo como araña que se quema.

Pero de pronto empezó a gritar:

—¡Gerardino!… ¡Gerardino!… ¡Tu caimana!… ¡La Quinancha!… ¡Tu caimana!…

El Coronel se iba alejando con sus tropas. Sólo quedaban los piquetes de retaguardia al mando del Comandante Pablo Salas y el médico que dijo a la Quinancha que la iba a libertar de la sábana y ayudado por un enfermero que traía una cuerda, le cayó encima, para atarla, hasta inmovilizarla y dejarla convertida en una momia blanca.

Madres, viudas, huérfanos, hermanos, parientes, trasladaban a sus muertos de las zanjas al camposanto.

Desenterrarlos, reconocerlos, llevar a sus tumbas los cuerpos de los miembros del sindicato de trabajadores campesinos, del sindicato de trabajadores del banano, del sindicato de trabajadores ferroviarios, del sindicato de trabajadores portuarios, mientras en el camposanto se estaba abriendo otra tumba, una sepultura tubular, para enterrar a alguien parado. Fueron las instrucciones del médico antes de marcharse. Ponerle la tierra a la Quinancha como camisa de fuerza para contener sus convulsiones que irían en aumento. Y allí quedó rígida la cara de máscara enterrada hasta el cuello, acercando y separando sus ojos, como las dos puntas de una tenaza para tratar de asir algo… algo… el pedacito de su muerte… allí donde la muerte era todo, le faltaba a ella su pedacito, su terroncito de muerte, y con los ojos trataba de aislarlo, juntándolos y separándolos en movimientos dispersos que por momento hacía que se le vieran las córneas blancas, y por de pronto invadidas de toda la sombra hambrienta de sus pupilas. Mientras agonizaba le mojaban los labios con jugo de lima. Al sentirse los labios húmedos, casi desquijarada, repetía sus gritos:

—¡Gerardino!… ¡Gerardino!… ¡Tu caimana!… ¡La Quinancha!… ¡Tu caimana!…

Moscas, sol, arena en el viento y pies de gente que cargaba cadáveres. Un torrente de muertos llenó de pronto el cementerio aldeano.

Expiró la Quinancha. Las gentes levantaron los ojos al cielo.

— 3 —

De los muros, de los postes, de los árboles, de los puentes, de todos lados arrancaron o borraron, las nuevas autoridades, rótulo o impreso en que se mencionaba la palabra sindicato. Los cartelones rasgados quedaban como banderas rotas. Se apoderó de las autoridades una furia incontenible contra todo lo que fuera campesino, obrero o sindical. No quedó domicilio sin registrar en busca de documentos, propaganda, armas y gente escondida. Menos mal que los capturados iban a la cárcel y no a la zafia. Menos mal hasta cierto punto. Las cárceles eran zanjas donde se enterraban vivos hombres y mujeres. Algunos salían para otras cárceles o de una vez al paredón. Se fusilaba todos los días y a todas horas. En la mañana, en la tarde, en la noche.

Al mundo llegaban otras noticias. Las del gobierno que hablaba de desfalcos. A fuerza de ceros a la derecha, único sitio en que valen los ceros, pretendían conmover a los banqueros que los usan como argollas de empréstitos para encadenar continentes. Desfalcos y más desfalcos. Ceros y más ceros, hasta hacer miles los cientos y cientos los millones. Y las noticias de los corresponsales que describían la hazaña de una maestra que ametralladora en mano, montada a caballo, sola ella cubrió la retirada de trabajadores combatientes que defendían un puerto. Los amitos criollos gritaban hasta desgalillarse:

—¡Los desfalcos!… ¡Los desfalcos!… Pero la prensa extranjera no se interesaba por los desfalcos, sino por la cinematográfica maestra que vestida de cosaco, montada en un caballo negro, movíase a la velocidad del viento…

—¡Los desfalcos!… ¡Los desfalcos!…
Tarzana, Demonio rojo
y varios otros nombres fabulosos recibía la heroína…

… «Después de matar a su caballo negro y arrojarlo desde un acantilado a las embravecidas olas del Mar Caribe, la “Tarzana” saltó a una pequeña embarcación indígena, una piragua larga como un espinazo y desapareció en la noche, sobre la superficie de las aguas de plata relumbrante, escoltada por un ejército de tiburones, entre arcos de peces voladores, orquesta de peces musicales, y caballitos marinos»…

Y por el estilo seguía la noticia en tecnicolor.

Los corresponsales extranjeros fueron llamados. Se les darían pocas horas para salir del país de seguir creando aquella aureola de heroísmo a la
Tarzana
, cuya acción de retaguardia permitió la fuga de autoridades «moscovitas».

Amablemente y en mal español, uno de los periodistas preguntó qué otra noticia sensacional había, y en el acto se oyó el coro:

—¡Los desfalcos!… ¡Los desfalcos!…

Las agencias noticiosas y los periódicos del exterior se negaron a dar una noticia más sobre los desfalcos. Ni la
Tarzana
ni los desfalcos. Los amitos criollos se alarmaron. No podía ser. Un país del que no se dan noticias no existe, aunque figure en el mapa. Se multiplicaron las partidas del presupuesto destinadas a la publicidad. Se creó un Ministerio de Propaganda. Y nada. El mundo empezaba a desentenderse de aquel átomo geográfico que lo mantuvo en vela.

Una palabra salvó la situación. La pronunció con toda la humedad de la saliva tabacosa en la boca, estaba terminando de comerse un habano, lo mascaba y lo fumaba, el
Master
de la publicidad neoyorquina, Jerome McFee.

La pronunció cerrados los ojillos de humo azuloso, parecido al del tabaco que fumaba, más párpados que ojos, más cejas que párpados, cabello de lana blanca rizada, tecleando los dedos de su mano derecha en el pequeño bulto del vientre y alargando las piernas cortas para tocar el suelo como el pedal de un piano.

Él tocaba el gran piano de resonancias redondas que se llama el mundo.

Con solo que Jerome McFee apoyara la punta de su pie un poco más, al tiempo de tamborilear su vientre, la resonancia de una noticia era mayor. En miles y millones de oficinas y periódicos reproducirían sus movimientos desde el mecanógrafo hasta el linotipista, sin faltar los grandes virtuosos de los teletipos, la telegrafía y la radiotelegrafía.

Una palabra, una sola palabra pronunció el
Master
, después de hacer el estudio completo de los antecedentes, actividades y programa de acción del gobierno que solicitaba sus servicios.

Una sola palabra. Helada. Calculada. Producto de una mente que era el más perfecto imán para aislar realidades y operar sobre ellas, y la más perfecta máquina de crear
slogans
.


Corpses

Y no terminaba Jerome McFee de pronunciar
Corpses
y ya en torno suyo desencadenábase una batalla con visos de juego deportivo, entre luces, timbres, teléfonos, máquinas de escribir a velocidades eléctricas y empleados a quienes tardaba en llegar con la rapidez de la luz y el sonido, al registro de dicha palabra, cuyo
copyright
se obtuvo en seguida.

Y antes de una semana, por muchos dólares, previa consulta al Departamento de Estado, su uso fue cedido al Coronel-gobierno de los amitos criollos que no se conformaban con el anonimato, que es peor que la derrota.

¡
Corpses
! ¡
Corpses
! ¡
Corpses
!

Todos los derechos de traducción, reproducción y adaptación de la palabra Cadáveres, reservados para todos los países, comprendiendo Rusia, Copyright, by Coronel-gobierno de la «Liberación».

Los amitos criollos saltaban de gusto. Ni desfalcos ni «Tarzana».

Corpses, corpses
… En inglés la palabra tenía un raro sonido de picotazo o grito de ave de rapiña…
Corpses, corpses, corpses

El
Master
fue invitado a pasar un
week-end
en el paraíso de los turistas y a entrevistarse con el Presidente.

¡
Corpses
!… ¡
Corpses
!…

Todo el mundo repetía esta palabra mágica y su Excelencia la lucía en los labios cuando Jerome McFee, entre ametralladoras y silencio, tuvo acceso a su despacho.

—A través de nuestras informaciones —explicó en su entrevista McFee a su Excelencia— el mundo que lee periódicos, escucha la radio, ve televisión en casa o va al cinematógrafo, se alimenta del setenta por ciento de carne muerta y el treinta por ciento de carne viva: las únicas noticias que interesan son las que arrojan mayor número de muertos; a más cadáveres más noticias…

¡
Corpses
!… ¡
Corpses
!

Mejor en inglés que en español… entre ametralladoras y silencio…

Su excelencia va a emplear un arma de que no hicieron uso los nazis, porque no les dimos tiempo. ¡La más espectacular propaganda a base de cadáveres!… —y al decir así McFee, el Presidente rió con jerenguilla, risa de espumita de saliva, saliéndole de entre los dientes.

—Sí, Excelencia, cadáveres… —insistió el
Master
, aguzando sus ojillos azules, azul de humo de tabaco.

—¡
Corpses
! ¡
Corpses
!

Mejor en inglés que en español… entre ametralladoras y silencio…

—¿Por qué cree su Excelencia que los alemanes retrataban a los que mandaban a las cámaras de gas, conservando perfectamente catalogados sus objetos personales, sus ropas, los zapatitos de los niños, los cabellos de las mujeres, las dentaduras postizas, los ojos de vidrio? Porque pensaban lanzar al mundo la más grandiosa propaganda a base de cadáveres, no el cuerpo sino la identificación de la persona, nombre, edad, sexo, raza, religión, origen, oficio o profesión, hubiera sido imposible conservar millones de cuerpos; y eso es lo que con su gobierno vamos a hacer nosotros, en pequeña escala desde luego, pero procurando que tenga la mayor resonancia.

Su Excelencia se amosotó los bigotitos hitlerianos.

—Reunir cuanto cadáver se pueda y listo el material fotografiarlo. Luego lo multiplicaremos en periódicos, revistas, cine, televisores, carteles, por todos los medios, presentándolos como víctimas de la barbarie roja.

Al retirarse el
Master
, complacido de que el Presidente le acompañara hasta la puerta de su despacho, se despidió con una frase que recapitulaba todo:

—Su gobierno, Coronel, anúncielo con cadáveres… ¡
Corpses
!… ¡
Corpses
!… Mejor en inglés que en español, entre ametralladoras y silencio, como picotazo o graznido de ave negra, funeral, que se alimenta de carne de muerto.

No se hicieron esperar los telegramas circulares dirigidos a Gobernadores, Alcaldes y Jefes de Policía.

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