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Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (13 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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El que cuidaba la pequeña granja, vino, apareció, se hizo presente en la irrealidad de las cosas reales, al detener o medio detener un
sulky
para que saltara Valeria, fustigar al caballo y volverse…

—Allá con nosotros cayó la bomba… —Valeria oía las palabras rasgadas en el viento—. No… No… a los muchachitos no les pasó nada… Su tía Luz fue la que se quedó…

Al pie de unas matas de claveles japoneses yacía la tía Luz. Un lampo de sol le besaba los cabellos de nieve. La sorda, inclinada sobre su pecho, trataba de oírle el corazón que había dejado de latir.

Sorda la muerta en su féretro blanco, sorda la sorda en su vestido negro de luto riguroso y sorda ella a todo lo que no fueran sus hijos en el caserón que fue cuartel y donde los chiquillos, que la espiaban, la sorprendieron muchas veces, repitiendo por los rincones la palabra «Ocelotle».

Fue en la sala, junto a la mesa de mármol, estaba deshaciendo el altar de ánimas, acababan de terminar los nueve días. Se detuvo. Puso la mano sobre la plancha de hielo blanco y recordó que allí había oído por primera vez lo que ahora murmuraba en voz alta:

—Ocelotle 33…

Tras el cortinaje estaban sus hijos escondidos y salieron, encabezados por el mayorcito que esgrimía una espada, el segundo era dueño y señor de una escopeta y el más chico de un revólver, más grande que él.

—¡Mamita, mamita! —le gritaron—. ¿Dónde está para que lo matemos?

Momentáneamente confundida por la pregunta de los niños, ella pareció buscarlo, como si en verdad estuviera allí.

—No, mis hombrecitos, no… el Ocelotle 33 ya se ha ido… fue una pesadilla y de las pesadillas, se despierta. —Y luego, sólo para ella, sin saber si tragarse o soltar las lágrimas—, de las pesadillas se despierta, pero no de la realidad. De la realidad no hay quien despierte.

La Galla
— 1 —

Arriba, en lo alto, se columpiaba con el viento un árbol de matasano. Tendía sus ramas sobre una hondonada siempre verde. El verdor cenizo del matasano, cenizo amarillento, contrastaba con la joyosa esmeralda de la hondonada. Pero a partir de estos dos verdes, los ojos de Diego Hun Ig, empezaban a contar los once verdes del corazón de la Abuela del Agua, hasta juntar los trece verdes necesarios para la felicidad de la mañana. Diego Hun Ig, principal de la Cofradía Grande, bajaba a que el Consejero, le explicara el asunto de las tierras. Y así fue como se juntaron, en el corredor del Cabildo, el Consejero y Diego Hun Ig.

Se vieron. Se aproximaron. Se saludaron. Al mismo tiempo retiraron sus sombreros blancos de sus cabezas negras. Más que estrecharse las manos, se las acercaron en forma hierática. El Consejero, después del saludo, dio camino, él adelante, al «visita», por el corredor del Cabildo, a esa hora bañado de sol, y le hizo pasar a un aposento sin muebles. A la pared, adosados, se veían largos escaños. Sólo en el extremo, al centro, mirábase una mesa y un sillón con respaldo. Eso era todo. Los caites del Consejero, y los caites del «visita», resonaron sobre el piso de piedra.

En uno de los escaños, al rincón, en la penumbra olorosa a caoba por las enormes vigas del techo, desnudas y fragantes, el Consejero y Diego Hun Ig, tras ocupar ceremoniosamente cada cual un pedazo del escaño, trataron el asunto de las tierras.

—Ley Agraria… —dijo el Consejero, y sacó de su camisa blanca un cuadernito no más grande que las novenas de los santos y la entregó a Hun Ig, el cual la tomó, respetuoso, y se la llevó a la frente, en señal de que quedaba en su cabeza, y a su pecho, en señal de que quedaba en su corazón.

Los tambores gigantes resonaron toda esa tarde y toda esa noche, en el portón de la casa que ocupaba la Cofradía Grande. Un sábado. Según el resonar incesante, ensordecedor, de los enormes tambores, se convocaba a todos los cofrades, para estar presentes, hombres y mujeres, niños y ancianos, a la mañana siguiente. Hacía mucho tiempo que no se daba una llamada igual. Mientras los tamborones atronaban el aire, el ambiente de tempestad que su sonido iba poniendo se redoblaba de momento en momento. La tarde se sentía como un frío helado. Pero nada más, porque casi no se daban cuenta de la caída del sol, los que en tropel barrían un gran patio con escobas de raíces, regaban abundante agua, y luego cubrían el piso de hojas y flores. Diego Hun Ig, acompañado de los otros principales, Procopio Cay, Circuncisión Tulul, Julián Aceituno, Santos Chavar, Pedro Roca, procedían mientras tanto, a colocar las insignias de la Cofradía Grande, en un altar compuesto de ramazones verdes.

Nueve eran las insignias mayores. Un disco de plata en una vara. Al centro, de un lado llevaba la imagen de Santiago, y del otro, el «J-H-S», de Jesucristo. Esta insignia la empuñaría en el momento de la ceremonia, Diego Hun Ig. Discos de plata de menor importancia, algunos con campanillas que resonaban al moverlos, otros con rayos solares emergiendo del círculo de metal relumbrante, formaban las demás insignias. Algunas, en la parte superior, llevaban cruces. Frente a las insignias, una vez colocadas en el altar, se encendieron algunas velas, y los presentes, imitando a Diego, doblaron la rodilla, y se persignaron.

Ya era de noche. La población, pobremente alumbrada por la luna que no alcanzaba a salir de las nubes, desierta, vacía y retemblante por el eco de los tamborones.

En la pulpería de doña Bernardina Coatepec, se le conocía con este apellido porque era de Coatepeque, aunque todos la llamaban
La Galla
, ésta se movía de un lado a otro, desesperada por el ruido de los tambores, sin atender en forma debida a los clientes que compraban menudencias.

—Esos de la cofradía, no tienen madre… otra vez no nos van a dejar dormir, ¿quién va a pegar los ojos con semejante ruido?… es un ruido bestial… y que no haya autoridad… ¿Qué querés vos, muchachita? —se volvía a una de las compradoras.

—Cinco centavos de incienso…

—¿Y para qué querés incienso?…

—Para quemar…

—Sí, ya sé que es para quemar… Pero lo que te pregunto… ¡Ay, santo Dios, yo ya tengo basca con esos tambores, me voy a enloquecer, indios malditos! Lo que te pregunto es ¿por qué van a quemar incienso?

—Porque hoy se acaba la novena del Dulce Nombre…

—¿Y usted, señora, qué quería?

—Una arrobita de harina…

—¿Y vos?…

—Uno de esos machetes…

—¿Para qué querés el machete?

—Para tener…

—¡Dios santo, Dios santo, esos tambores!

De la sombra de la pulpería, hundida en una misteriosa tiniebla, oscuridad y especias, surgió una voz ronca, que dijo:

—Podías cerrar, vos, Bernardina; tal vez así se oye menos, y para lo que compran no vale la pena tener abierto…

—Podían cerrar —dijo aquélla, con sorna—. Acomedite…

Un hombre huesudo, bigotudo, con el sombrero puesto y un cigarrillo a medio fumar en la boca, se alzó de un banco, y con la tranca en la mano, ya cerrada media puerta, esperó que salieran los últimos clientes, para cerrar del todo.

De momento, efectivamente, se escuchó menos el retumbo de los tamborones. En la medialuz, el gato se despertó, asomóse a los trastos vacíos, olorosos a leche, lavados, listos para recibir la leche de la mañana, y de un salto escabullóse entre los sombreros de palma que uno sobre otro, en grandes pilas, se alineaban en una mesa, casi al lado de la puerta.

—Voy a contar la venta —dijo
La Galla
— y después cenamos… —y extrajo una gaveta grande, bajo el mostrador, donde en billetes y monedas de metal tenía lo que había vendido en el día. Allí mismo encontró un lápiz y un cuaderno, en el que fue haciendo apuntes.

—Yo sé por qué te hostiga el ruido de los tamborones…

—Vos sabes todo… Vos… déjame hacer las cuentas…

—Mal te cae…

—Déjame en paz, o te estás yendo en seguida, que no quiero jodarrias en mi casa…

—Te cae mal.

—Que te calles, te digo… —y en esto diciendo,
La Galla
, golpeó sobre el mostrador, un látigo que siempre llevaba prendido a la cintura.

El huesoso torció los ojos para ver el látigo que, como culebra muerta, esperaba en el mostrador amenazante. Sin decir palabra, alzó los hombros, en señal de protesta, y acercóse a uno de los estantes, de donde retiró una botellita de cerveza.

—Mejor eso, ve, mejor que te bebas toda la cerveza que hay en el pueblo, y no que me estés chivando con los recuerdos.

El huesoso no la escuchó. Se había ido al interior de la casa, y en el comedor, saboreaba la cerveza. La cabeza hundida en los hombros, con escasa cavidad torácica, daba la impresión de un tuberculoso.

—Ve, vos,
Pecoso
—se oyó la voz de
La Galla
—, estos indios malditos con sus tambores me tienen loca, por eso te traté mal…

—¡«Te traté mal»!… Me amenazaste con ese látigo que no sé para qué has de cargar todo el día en la cintura… y si sé… era el quedar bien de tu señor padre… viejo amargo, con ese látigo les pegaba a los indios hasta dejarlos sin resuello.

—Te callas, o te rompo el alma… —avanzó ella decidida a descargar el cuerazo sobre
El Pecoso
.

—Me callo, pero allí están los tambores…

—¿Qué dijiste?…

—Que me callo…

—Vamos a ver qué me dejó la muchacha… Se emplean de cocineras y no saben ni hacer huevos revueltos… Y vos debías leer el periódico… Serví para algo… Aquí se paga la suscripción del papel ese, por vos, y jamás he visto que lo leas…

El Pecoso
arrancó de un paquete de periódicos la faja con su nombre, la suscripción estaba a su nombre, todo estaba a su nombre, «Luis Marcos», y extendió el periódico, aproximándose a una lámpara.

—Bernardina —alzó la voz, apenas puestos los ojos en el periódico—, con razón que están tocando los tambores. Oí la notacita:

«Mañana entregarán las tierras a los indios de la Cofradía Grande, en cumplimiento de la Ley Agraria…»

—Papas al vapor, fue lo que dejó ésa; ¿a vos, por fortuna, te gusta el perejil? Y salpicón, pero como que al salpicón no le echó naranja agria, está
dealtiro
soso. ¿Qué decías del periódico?

—Que mañana domingo les harán entrega de tierras a los indios de la Cofradía Grande.

—¡Una barbaridad, quitarle la tierra a los dueños, para dárselas a los indios! Yo ya tenía hambre, alcánzame un pan… No, no me pasa bocado —dijo
La Galla
, al sólo llevarse a la boca el tenedor con salpicón—, el retumbo de esos tambores me cierra la garganta. Come vos, y perdona que te deje solo…

De estatura regular, gorda de carnes,
La Galla
era de gracioso andar femenino, sólo que esta vez, al marcharse a la habitación, más parecía una condenada a muerte que fuera no por sus pasos, sino arrastrada. De momento había perdido el control sobre su persona. El llanto helado en la cara, los labios entrecerrados, sollozando, de cabeza se tiró en la cama. Los tamborones no dejaban de sonar, percutiendo a distancia, igual que en el portalón de la Cofradía Grande.

Así, así sonaron toda la noche, la víspera del levantamiento de los indios en que su padre fue muerto. Su padre, amigo personal del Señor Presidente, era todopoderoso, y odiado entre los indios que llamaban
ovejeros
, porque los chicos pastoreaban sus ganados, y de grandes los vendían, para los cortes de café y los trabajos en la costa, en las plantaciones de banano.

El Pecoso
dobló el periódico. No lo dobló del todo. Lo dejó sobre la mesa. Le faltaban, no fuerzas, sino voluntad para hacer ciertas cosas. Y todavía, para que se aplacara aquel papelote, le dio un puñetazo. Así sonaron los tamborones, pensaba, mientras se desesperezó, y fue por otra cervecita a la tiendecita, que quedó a oscuras, con sólo la luz de un candil que ardía ante una imagen.

Así sonaron y sonaron los tambores, cuando ultimaron al viejo. A tiempo le dio el tiro Rafael Procol, su segundo y secretario. Le dio el tiro para que los indios le perdonaran la vida. Fue un traicionero favor. Si no lo acuesta allí del disparo del rifle a quemarropa, los indios los degüellan a los dos. Ya cuando llegaron los asaltantes, encontraron el cuerpo del viejo largo a largo, por tierra, y perdonaron a Procol.

La Galla
, pobre, pensaba el huesoso, paladeándose con la lengua la espuma de la cerveza en los labios, creció en ese ambiente, y ella no puede comprender que se trate a los indios como a personas. Le rebela. Le hace hervir la sangre. Su padre, que de difunto siguió siendo temible, contaban que espantaba, tenía en su hacienda de la costa, cepos y calabozos, y a los peones que se le alzaban, los castigaba terriblemente. ¡Y qué contabilidad de azadón! Todo para dentro. Nadie le acabó de pagar jamás lo que le debía. Peón que caía con él no salvaba jamás. Por la deuda trabajaba, hasta morir, y sus hijos «heredaban» la deuda, y seguían trabajando para el viejo.

— 2 —

Diego Hun Ig, se detuvo en la puerta de su rancho a decir a su mujer que iba a volver después de medianoche, y, entre campos y cercas, fue igual que un pájaro nocturno, hasta la quebrada de Melgarejo, donde vivía Tucuche, el más anciano del lugar. En un pañuelo le llevaba café, pan y un cuarterón de queso duro. Todo fue del agrado de Tucuche, que le dio «suelo» para sentarse, y frente a él, también sentóse en la tierra, igual que una divinidad de piedra.

—Considera, tata, que nos van a regalar tierras —dijo Diego, tras una gran reverencia—, y que como con «ellos» todo tiene sus
asigunes
debe saber si es para bien o para mal.

Tucuche bajó los párpados para cubrirse los ojos lechosos de viejo y largo rato se quedó con la cabeza en un baile de avispas, sus manos igual que arañas negras, de grandes patas de hueso y pellejo, en el suelo, y su respiración, profunda.

—¿Consideras que es para bien, tata?

—Para mal, no es, Diego Hun Ig. Pero no es el tiempo de que la tierra vuelva a manos de nosotros. Faltan años. «Plumas Mayores» vendrá ese día. Hay que esperar. Nueve veces estuve en la rueda de la luna y nada me anunció que esas tierras fueran la voluntad de «Plumas Mayores». Yo ya sabía, sí, ya tenía advertencia de todo.

—¿Y en qué ves el mal, tata?… —imploró con la voz angustiada, Diego.

—En que vendrán otros «hombres rubios», y habrá nuevas luchas, habrá nuevos tributos y grandes sufrimientos.

Muy lejos, como el oleaje del mar, alcanzaba a llegar el eco de los tamborones.

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