No pudo ser sino por sorpresa. Un avance arrollador por rutas ferroviarias ocultas entre bananales. Pero tampoco hubieran podido ser frente en plan de guerra, campesinos sin más armas que sus herramientas de trabajo. Cómo oponerse al invasor. Era el avance de unos soldados sin patria, hambrientos de botín y criminales a los que se les brindaba la oportunidad de saciar sus instintos en hombres indefensos, de saciar sus apetitos en mujeres honestas.
Y allá va la columna de prisioneros, sin delito, entre los insultos y los golpes de la soldadesca alquilada, que cuando le es insoportable oír andar gente que era dueña de su tierra, los suprime rociándolos de plomo, que para eso les entregaron armas que vomitan millares de balas.
Por grupos, ya diezmados, algunos alcanzan a llegar a los barracones que han destinado para concentrarlos.
—¡No somos delincuentes!… —se oyen aún las voces de algunos hombres enteros.
—¿Qué delito es ser de un sindicato?
—¡Nadie nos va a callar, así papo, si no hemos hecho nada!…
—¿La Compañía?… Fuera de exigirle lo que legalmente nos correspondía, jamás faltamos a nuestros deberes…
La sed y el calor los quebraba. Cada vez eran más en los estrechos barracones. No tenían ni dónde moverse. Se quejaron. El oficial que les oyó no dijo mucho:
—Espérense, espérense un ratito que lueguito va a empezar la fiesta. Ahora están muy apretaditos, pero ya dentro de un ratito… —y al ver que arrastraban entre varios soldados a un negro que les oponía resistencia, ordenó:
—No gasten energías, muchachos, allí mismito…
Y allí mismo doblaron de un tiro al negro Venaven. No se desplomó en seguida. Los impactos lo hicieron saltar. Y a los saltos rodaron por tierra dos o tres de los guardias que lo traían atado de los brazos. Y la sangre no corrió de inmediato sobre su cuerpo de ébano caliente, se le fue tiñendo primero la camisa por el codo y luego el pantalón por la entrepierna.
La ola de prisioneros crecía. Algunos llegaban con sus extraños vestidos de trabajo igual que buzos. Los despegaron de las máquinas con que regaban veneno contra la sigatoga. Olían a bananal, a calor de bananal. Pero junto a éstos cubiertos con cascos, anteojeras, guantes y grandes botas de hule, junto a estos pocos que sí antojaban soldados de un ejército moderno, estaban los desnudos, los que sólo llevaban un pantaloncito y las piernas al aire, desnudos y yemosos del color del mismo paludismo. En pico de gallo bigotudo juntaban los labios para aprovechar el cigarrillo hasta el último chupón. Ya era fuego y ceniza lo que fumaban. Serían cien, serían doscientos, serían trescientos. Eran muchos. Ráfagas y ráfagas de ametralladoras. Gritos. Alaridos. Silencios inquietantes. Y nuevas masas humanas, sangrantes, golpeadas, aterrorizadas y amontonadas en los barracones, como ganado.
—No sé cómo dar muerte a tanta gente junta. Hay que fusilarlos por grupos, mi Coronel, y si empezamos, que sea luego, nos puede agarrar el tiempo.
—Es lo que me temo, mi Comandante, que si los separa por grupos, nos coja el tiempo, acuérdese que hay que enterrarlos. Allí donde están hay que acabar con ello. Separados por grupos habría que abrir zanjas por todos lados y eso le va a dar mucho trabajo.
—Sí, mi Coronel, en eso no había yo pensado, en que hay que enterrarlos.
—Y más o menos, cuántos serán…
—Allí tiene, señor, las listas de los sindicatos, y de éstos no se han ido muchos y los que se fugaron, la pagaron. Se le encargó dar cuenta con los prófugos al mayor Pacay.
—Es verdad que Pacay es especialista…
—Mil novecientos
ley fugados
figuran en su hoja de servicios… —rió el Comandante, con todos sus dientes de marfil rojizo. Luego frunciendo las cejas añadió:
—Ya me dio en qué pensar con lo de las zanjas para enterrarlos. Lo mejor que se me ocurre es ponerlos a ellos mismos a abrir una sola zanja. Es buena idea. Y allí hay herramientas…
—Y si es así, Comandante, no sé qué está esperando. Lástima que no van a tener tiempo de organizar el sindicato de los que se abren su propia zanja.
—Lo harían. Si se lo proponemos lo hacen. Una directiva, un secretariado de actas, de publicidad, de conflictos gremiales…
El Coronel pataleó para que no se le durmieran los pies desabrochando el cuello de la guerrera, en la mano el pañuelo con que se enjugaba el sudor de la cara, a golpecitos, y apenas respondió el saludo que le hizo el Comandante, al taconear y retirarse.
Nadie sabía nada. ¿Zanjas? ¿Para qué zanjas? ¿Para trincheras? ¿Querrán defenderse del contraataque del ejército del pueblo? ¿Por dónde, por qué lado del cielo o de la tierra, asomarán las tropas? ¿Dónde se dará la batalla? ¿Les será posible a ellos, prisioneros sin más armas que sus uñas y sus dientes participar en el combate? La muerte no les daba ya miedo. Si no podían unirse a la lucha, peleando, que al menos les dejaran presentar sus pechos, como carne que defendiera a los soldados de la revolución que vendrían a vengarlos y restablecer el orden.
Al que se detenía en la faena de cavar y sacar tierra, le golpeaban, y más de uno ya había rodado con las costillas o las mandíbulas rotas, vomitando sangre, pero sin volver a levantarse, porque apenas se embrocaba contra la tierra removida, lo sembraban de un balazo por la espalda. Otros, los que se sublevaban, morían más luego. Para prolongar el tiempo necesario a ver la venida de las tropas del pueblo, a irse siquiera con el sabor de la revancha, no había sino cavar, cavar sin protestar, cavar su propia tumba.
¿Por qué no se alzaban todos y que a todos los mataran de una vez, sin necesidad de abrir la zanja donde iban a arrojar sus cadáveres?
¿Por qué ahondar más aquella terrible cavidad que les abría las fauces? Porque los que cavaban jadeando, pujando, sintiendo que se les iban los orines, que la tripa mayor se les vaciaba de angustia, mientras paseaban los ojos cristalizados de miedo por el horizonte en espera de los soldados de la revolución, sabían que en aquella forma prolongaban su existencia, alargaban de unas horas, de unos minutos el tiempo de su vida, y en esas horas, en esos minutos, podían llegar, asomar, pintarse en lontananza las avanzadas del ejército del pueblo que indudablemente se movilizaba hacia aquellos sitios, para limpiar de mercenarios el terreno.
Y a cada palada de tierra, puesta fuera de la zafia, en los volcanes de piedras y barro arenoso que se habían ido formando, a cada golpe de pico y pala para abrir más adentro, a cada milímetro de profundidad que se ahondaba, cientos de hombres, sobreponiéndose a todo, a la muerte misma, se empinaban sobre su agonía para ver aparecer por alguna parte a los que vendrían a librarlos de la zanja, de la zanja en que ya estaban cayendo, pues a los que cavaban despacio, los mercenarios les acribillaban por la espalda.
—A la orden, mi Coronel… —se adelantó a decir el Comandante, contenida su respiración de perro ovejero, después de taconear, cuadrarse y saludar, al lado de un hermoso bruto en cuyo lomo lucía su estampa el Comandante en Jefe del sector.
—Mande a hacer alto —ordenó éste—. Ya es suficiente zanja y hay que dejarle a los
zopes
el chance de desenterrar algunas viandas para el banquete.
Y al ordenarse alto y quedar todos inmóviles, silentes, desamparados, teniéndose apenas en pie al sentir que se acortaba la esperanza de que llegaran los leales, se oyó tronar la voz del Coronel:
—¡Por Dios, por la Patria, por la Libertad… —y al gritar así, mientras un clarín de órdenes sonaban «atención y mando», rubricó el aire con el sable desnudo desde lo alto de su cabalgadura— hago saber a los aquí presentes que aquellos que habiendo pertenecido a los sindicatos renieguen de los mismos, den un paso al frente, para perdonarles la vida!
Ni uno solo de aquellos hombres se movió, la muerte ante ellos, la zanja a sus pies.
Fuera de sí, más pálido que sus víctimas, se empinó sobre los estribos de la cabalgadura, redoblando la fuerza de sus gritos para que le oyeran:
—¡Por Dios, por la Patria, por la Libertad… —y volvió a cortar el aire con el filo de su sable en tres molinetes, mientras el clarín, seguía tocando «atención y mando»— de los aquí presentes aquellos que habiendo pertenecido a los sindicatos, no hayan participado en las huelgas, no hayan firmado peticiones de aumento de jornal y reducción de horas de trabajo, no hayan exigido el contrato colectivo, no hayan ocupado las tierras que se quitaron a la Compañía, que den un paso al frente, para perdonarles la vida!
Un muchacho de veintitrés años se abalanzó como enloquecido, con los puños en alto, hacia donde estaba el Coronel, pero éste, al advertir el peligro de un hombre que se le venía encima, tiró violentamente de las riendas de su caballo y la bestia se levantó en el aire, poniéndose de manos sobre sus patas traseras, con lo cual quedó cubierto el precioso cuerpo del jefe, mientras varios disparos cuajaban en frío la furia juvenil del rebelde, cuyo cuerpo al desplomarse arrastró a todos los suyos, a todos los que con él, en medio de la más espantosa confusión de pólvora y humo, ayes y sangre, descarga tras descarga, iban cayendo dentro y fuera de la zanja. Algunos se arrastraban en los estertores de la muerte, para quedar juntos, que el corazón les alcanzara a quedar unido con otros corazones que latieron por las mismas causas y las mismas ideas, a formar un frente terrible y combativo, a no desligarse, a no traicionar la unidad necesaria en la lucha y en la muerte, brazo con brazo, carne con carne, sangre con sangre, hueso con hueso…
La noche de la «zanjona» se turbó por el ruido de un tren. El maquinista, al oír las detonaciones de las descargas y ver los fuegos de la fusilería en la oscuridad, detuvo la marcha de la locomotora con la más terrible sacudida para los carros del convoy. Al asalto ocuparon el tren los mercenarios. Tenían hambre de muerte y buscaban a quién matar. Ya se estaban matando entre ellos. Allí mismo, mientras disputábanse a las mujeres conseguidas en los burdeles para el ejército de «liberación», hubo una refriega entre hondureños y nicaragüenses.
Todos, todos tenían necesidad de hembra. Untarse de carne de mujer el cuerpo para borrar de sus brazos, de su piel, de todo lo que los cubría, la sensación de muerte, de carne helada, pegajosa, con lloro, no con sudor, que les quedó de la zanja. Ya se aferraban a las prostituidas, perfume y desinfectante, por arrancarse aquel olor a muerto que el aguardiente no consiguió quitarles, las poseían de inmediato, en la oscuridad, sobre la tierra, y tras el espasmo rápido o prolongado, se las frotaban al cuerpo igual que jabón espumoso de saliva, engomado de esperma y salóbrego de sudor picante, todo mezclado con la humedad caliente de la noche, el sereno con peso de llanto, el astringente y metálico olor de la sangre y el tufo de la pólvora en los trapos quemados.
Al Coronel Gerardino Cárcamo le lucía tanto el casco, según él, que se esponjaba del gusto ante el espejo, en espera de su pedido. Una hembraza color de tamarindo, de esas que se pegan como calcomanía al macho, ojos de cachorra, dientes de caimana, brotones los pechos, el cuerpo de junco.
Volvió a cubrir la lámpara que había descubierto para mirarse al espejo. El mismo dio la orden de oscuridad completa en el campamento.
Un grumo de risa anunció la proximidad de su pedido y en la penumbra, surgiendo de la oscuridad, dibujóse la Quinancha.
—Trompudo mi amor… —le dijo la mujer al entrar—, hacerme venir hasta este infierno. Me estoy asando en vida. Mírame cómo estoy… Y de paso que me salpicó lodo maldito en este dedo herido… El bestia del maquinista paró el tren en seco, ni que uno fuera ganado. Decime si sabes cómo empieza el tétano…
El Coronel, sin escuchar, la había tomado de la cintura acariciándola con las manos flotantes y sudorosas, tan pronto el pecho, tan pronto las piernas.
Un manotazo de la Quinancha le hizo abandonar aquel trasteo.
—Sabes cómo empieza el tétano, decímelo. Yo ya siento las quijadas trabadas y basca.
—Si te sentías enferma para qué viniste…
—No me sentía enferma, pero quién no se va a marear viajando en un tren para ganado, y mucho que les dijeron a las muchas que era para estar con gringos…
—Y qué, ya también mi vieja se volvió gringuera…
—Las muchachas, digo, no yo, y ve quién habla… Pero decime, por favor si sabes cómo empieza el tétano…
—En las tetas…
—Anda a la mierda…
—Pregúntale a los gringos…
—Le estoy preguntando al mejor sirviente de ellos… ¿Cómo empieza el tétano? ¡Decime, decime, no seas perro!
—Voy a llamar al médico de guardia y le preguntamos. Yo no sé cómo empieza el tétano.
—Mientras tanto tal vez haya a la mano un poco de alcohol.
—Coñac…
—Cualquier cosa en siendo luego…
El Coronel vino con la botella. De paso y de un puntapié despertó al asistente para que fuera a llamar al médico, advirtiéndole que le previniera que era un caso de tétano.
—No seas bestia, me estás echando donde no es.
—Es que no veo…
—Préstame la botella…
—Mejor levanto el trapo que está encima de la lámpara…
Y lo hizo.
La Quinancha apareció con la mano ensangrentada, lodosa. El líquido ambarino la sacudió, los dientes apretados, los ojos carbonosos.
—No me has dado ni un beso.
—¿Para golpearme la cara en esa bacinica que tenés aposentada en la cabeza?
El Coronel se llevó la mano al casco. Con lo bien que le quedaba y esa porquería de mujer llamándolo bacinica.
—¿Y dónde te enlodaste?…
—Me caí en una zanja en que, según dicen, hay muertos. Es lodo cadavérico. Ya me siento con fiebre. Estoy sudando. Me quemo. Estoy temblando. No se me quita el temblor del cuerpo.
El médico se presentó, seguido del ayudante, y sin más ni más le puso la primera inyección antitetánica.
—¿Antiputánica, doctor? ¡No quiero que me la cure de eso!
La Quinancha lo oyó burlarse de ella y se puso a llorar como criatura. Sólo en la noche en que quedó huérfana había llorado así.
Al irse el médico tiritaba tendida en el catre del guerrero. El asistente trajo otro catre y allí se acostó aquél, vestido, con el casco junto a la almohada. El lienzo había vuelto a caer sobre la lámpara. No se dormían. Inmóviles sin poder cerrar los ojos. Ella atisbando el momento en que la enfermedad comenzaría. El rabioso, contrariado. Por fin se quedó dormido. Su respiración cremosa se fue haciendo ronquido.