Week-end en Guatemala (11 page)

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Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

BOOK: Week-end en Guatemala
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La tía de oreja dura alcanzó a ver a Valeria curioseando por los vidrios del comedor lo que hacían los oficiales y vino sin hacer ruido a clavarle las uñas en el brazo. La sobrina se contentó con retirarlo, apretándose el lugar del pellizco con la mano abierta para que le pasara el ardor.

—¡Qué bárbara, ya estás espiando lo que hacen y no hacen! ¡Sometidota! ¡Por sometida te pasó lo que te pasó de casarte con ese que no te merecía!

—No los estaba espiando, tía. Creí reconocer a uno que era muy amigo de Chus, y por eso miraba. Pero no era él.

—¡Chus!… ¡Chus!… ¡Chus!… ¡Cómo no te da vergüenza mentarlo! ¡Dejarte abandonada con los hijos! ¿Dónde se ha visto eso? Si no estuviéramos nosotras andarías pidiendo limosna.

— 2 —

El Coronel Prinani de León bajó de un
jeep
cubierto de polvo. Era un murciélago cabezón envuelto en una telaraña de tierra amarilla. Avanzó a paso firme hasta la mesa donde dejó su fusta. Tratando de ver entre la niebla de polvillo que le pesaba en las pestañas.

Toda la casa se llenó de carreras. Oficiales, secretarios, asistentes, se precipitaron a saludarle y a que les diera las últimas noticias del frente de batalla.

Se descalzó los guantes sudados. Los tiró sobre la mesa, los dedos para arriba, rígidos, como las patitas de dos ratas muertas, y exclamó:

—Mis valientes compañeros y subalternos, el invasor ha sido derrotado. Un movimiento de pinzas que no llegaron a cerrarse, bastó para embolsarlo y estamos haciendo un buen número de prisioneros, algunos peces gordos, muchos extranjeros, y esto es lo más satisfactorio si consideramos que nuestro ejército no ha empleado sino muy escasos efectivos. Pronto desfilarán los prisioneros frente a nuestras ventanas.

Un asistente entró con una bandeja llevando un vaso de hielo, una botella de whisky y agua mineral. El oficial que estaba más próximo apresuróse a servirle al jefe la dosis del triunfo y otro oficial agregó agua efervescente.

Respiraban. Por fin respiraban a pulmón lleno. Aunque su oficio, como militares era pelear, a ninguno le gustaba su trabajo. Y menos a ellos, tan acostumbrados a no trabajar en la guerra, como mantenedores de la paz. Sí, por fin respiraban. El mediodía caluroso no los ahogaría hoy. El clima de victoria es refrescante, delicioso…

En plazas y calles se agolpó el pueblo al paso de los prisioneros tomados al ejército invasor, en su mayor parte gente de países vecinos, sin faltar mercenarios rubios, altos, bien uniformados, cuya presencia deterioraba más la estampa de los prietos mal vestidos, tocados con sombreros aludos, guarachas y aire facineroso.

La columna de cuatro en fondo tardó en desfilar. Desde las ventanas del caserón de las Mercado, las solteronas, la sobrina y sus pequeños hijos, acompañadas de los oficiales de mayor graduación, asistieron al paso de aquellos infelices.

Valeria, que había empezado a sacar los trapos de sus mejores tiempos, lucía un blusón blanco de tela vaporosa que más que esconder mostraba lo mejor de su pecho y falda escocesa, acaderada y larga hasta el tobillo. Una orquídea, obsequio del coronel Prinani de León, igual que un pájaro en el hombro, pulseras en los brazos desnudos y ajorcas en las orejas, y un sartal de piedras amarillas en el cuello, completaban su atuendo de mujer hermosa, de mujer que celebraba la derrota de los enemigos de la patria, como decía el Coronel, cuya estatura compensaba con voz grandilocuente.

Y mientras desfilaban aquéllos, a rastras sus pies, sus bártulos y sus repugnantes humanidades, Valeria, asomada al balcón, feliz por la victoria, conversaba y reía con los oficiales, sin que le bastaran los pellizcos de su tía sorda ni los codazos de su tía Luz, a contener aquel borbotón de alegría que desgranado por sus dientes se comunicaba a otros dientes, imantándolos para la risa. Reían en torno de ella los militares y reían algunas personas alineadas en las aceras, frente a la casa de las Mercado, no sin que entre éstas se vieran caras de enojo y protestas por aquel alegrarse del mal ajeno.

—Parece que no son perros los que están desfilando, sino gente… —murmuró alguien.

—¡Peor que perros!… —atajó un muchacho grande, prieta la cara y los ojos verdes, feliz de reírse de aquellos desgraciados, reírse para no escupirlos—. ¡Nadies que engancharon para venir a guerrear por paga!, —y carcajeándose, solidario con la persona que reía en el balcón, volvióse a ver quién era, pero sólo encontró el apagarse de la dentadura blanca en los labios de la joven señora de Najarro.

Entre los prisioneros, cubierto por un enorme sombrero de alas flotantes, acababa de reconocer a su marido.

A duras penas se tuvo en pie, mostrenca la mirada, húmedas las sienes, seco el galillo, con un resto de risa acalambrada entre los dientes.

El pellizco de la sorda y el codazo de la tía Luz no se hicieron esperar. Dominó su emoción, al notar que nadie se había dado cuenta, y Chus Najarro habría pasado como tanto prisionero, si uno de sus hijos, el mayorcito, no lo señala y grita.

—¡Mi papá! ¡Mi papá! ¡Mi papaíto!…

Chus Najarro volvió la cabeza altanera al oír la vocecita que lo llamaba en el silencio de aquella calle empedrada, polvorienta, y encontróse en los balcones con el grupo de las solteronas, los oficiales, los niños y Valeria. Sólo Valeria notó que bajo el bigote negro del prisionero se diluía una sonrisa de puñal helado.

La noche no terminaba, no terminaba nunca, por mucho que apresurara el paso de lado y lado de la puerta, el péndulo del centinela, y golpearan sus armas, en rápido tic-tac de alerta, los centinelas de las azoteas.

Muchas veces se detuvo Valeria en el pasadizo. Otras llegó hasta el zaguán.

¿Habría venido el jefe?

Su silencio, su mirada, su respiración anhelante lo preguntaban, antes de acercarse a indagarlo de los bultos emponchados que tosían en la sombra. Algunos no le contestaban. Otros le contestaban dormidos o como dormidos tras escupir o pedorearse.

No, no había regresado.

Uno de los oficiales, la cara envuelta en una toalla, la espada abandonada entre las piernas, las manos en las bolsas del pantalón, le informó que lo habían llamado a la capital urgentemente.

—¿Y cree usted que volverá?

—Pues no le sabría decir…

—¿Y de los presos que entraron hoy qué se sabe? ¿Los llevaron a la capital?

—No, aquí están. ¡Yo ya los habría fusilado a todos, recua de zánganos!

—¿Y aquí los irán a dejar? ¿Qué dice usted?

—Sólo por esta noche. El Coronel traerá instrucciones de si se los liquida o no.

Sólo por esta noche… Valeria volvía a desandar la casa hacia su cuarto repitiéndose: Sólo por esta noche… sólo por esta noche…

Entre las camitas de los chicos que dormían, las tías velaban, rosario en mano, a la luz de una candela bendita, mechuda y chisporroteante. Acompañaban a Valeria que andaba a la caza del Coronel Prinani de León, para pedirle por su marido. Tenía que ser esa noche, antes que se lo llevaran a la capital, para ser juzgado.

El enojo de las tías por el mentado Chus Najarro diluíase en la aflicción, en la congoja que les entraba de pensar que lo fueran a fusilar. No por él. Por sus hijos. Por los sobrinos-nietos y porque ellas ya estaban viejas para contar con que pudieran educarlos.

—Anda otra vez, hijita —aconsejaba la tía Luz—. De repente llega en lo que estás aquí con nosotras y se te dificulta hablarle después. Hay que agarrarlo cuando entre. Urge hablarle esta misma noche, al solo entrar, y por eso es mejor que te estés por allá… ¡Por estas criaturitas, por estos niños que son inocentes, Señor, nos has de hacer el milagro!…

La sorda seguía con los ojos llenos de brillo muerto, la respiración adorable de los niños. Sus pechos, como fuellecitos rosados, hinchándose y vaciándose de la música de la vida. Sus cabecitas en las almohadas. Los tirabuzones de sus crenchas. Las manecitas fuera de las sábanas. Los pequeños grandes bultos.

Valeria volvió a desaparecer por la puerta de su cuarto a paso quedo. Sensación de ir por un subterráneo interminable al cruzar el pasadizo.

Los centinelas paso a paso toda la noche, pendulares, al compás del tic-tac de las alertas de las armas en las azoteas, el crujido de alguna puerta, el rascarse de los soldados, en la guardia, algún ronquido, un gargajeo, una escupida, aves nocturnas, ratones, grillos, el lejano ladrar de un perro.

Iba hasta el zaguán y del zaguán se volvía hasta el pasadizo para estar al acecho del jefe y pedirle, de rodillas si era necesario, la vida de su esposo.

Por momentos le parecía hacedero, por momentos imposible.

Si estaba en la mano de Prinani de León, no se lo negaría, y si se lo negaba…

Las estrellas brillaban sobre los techos, entre las arboledas vecinas. Algún gallo cantó. Otros respondieron. Adelantaban la madrugada.

Cerró los ojos. Su corazón era un solo quejido. Abrigóse los brazos con el pañoloncito que le cubría los hombros. Acababa de percibir en la calle rodar de automóviles que se acercaban a la casa. ¿Sería él?

No tuvo necesidad de ir hasta el zaguán. Era Prinani de León. De espaldas, en la sala, frente a la mesa que le servía de escritorio, descalzándose los guantes, lo sorprendió. A sus pasos, el Coronel volvió la cabeza. Su invariable sonrisa de muñeco de celuloide, le dio esperanzas. Esperó que se acercara extrañado de que le buscara a esas horas. Un oficial que iba a entrar en el despacho en aquel momento, se retiró, temeroso de interrumpirle al jefe la conquista. Quedaron solos, frente a frente. Pero antes que ella hablara, que bien iba al luto riguroso de sus ojos, el llanto, otro bulto asomó y vino hacia ellos. La tía Luz.

—Señor Coronel —dijo la anciana—, abrimos las puertas de nuestra casa seguras de servir al gobierno legítimo, y lo hemos hecho con muchísimo gusto…

El Coronel parpadeó ligeramente y luego mostró su invariable máscara de arruguitas festivas en los párpados y labios.

—De la cooperación que se sirvieron prestarnos, señora… perdón, señorita, informé oportunamente al gobierno. ¿De qué se trata?

—No sé si usted se fijó —intervino Valeria— que entre los prisioneros uno de mis hijos reconoció a su papá…

—¿Entre los prisioneros que desfilaron?

—Sí, Coronel…

—No me di cuenta…

—Fue un detalle sin importancia —añadió la tía Luz—. Entre esa gente que desfiló, desgraciadamente se encontraba el padre de las criaturas, y quisiéramos pedirle…

—¿Cuál es su nombre?

—Jesús Najarro… —contestaron tía y sobrina al mismo tiempo en el mismo tono de suprema aflicción.

Prinani levantó una lista que tenía sobre la mesa y repasando atentamente la nómina de los prisioneros, después de unos segundos dijo:

—Jesús Najarro… Sí, aquí aparece con el grado de capitán.

—¡Qué capitán, un alocado! —cortó la tía Luz—. Abandonó la tienda de géneros que con mi hermana le habíamos puesto en la capital, tratando de que se encarrilara por el buen camino… y allí lo tiene usted…

—Muy grave… —articuló el Coronel, al dejar la lista sobre la mesa—, muy grave…

—Pero usted, Coronel, puede hacer por él…

—Yo no puedo hacer nada, señora… —le cortó en seco a Valeria, pero ésta siguió suplicante:

—Puede… puede… Siquiera que no se lo lleven de aquí…

—Sí, coronel —intervino ahogada la tía Luz—, que lo dejen aquí para que nosotras le podamos mandar un colchón, sábanas y comida.

Tras un largo silencio, el jefe despegó los labios: —Eso puede ser… —las dos mujeres respiraron—, perfectamente, se va a quedar aquí en el buen entendido que no intentarán verle. Mándele sus cosas, voy a dar la orden.

—Y no habrá riesgo de que lo fusilen —inquirió la tía—. La gente anda diciendo que mañana los van a matar a todos.

—¡No somos forajidos, señora…! —dejó el señora sin rectificar, para dar mayor solemnidad a sus palabras—, somos representantes de un gobierno legítimo. Más adelante, los tribunales militares se pronunciarán sobre la suerte de los prisioneros.

—Entonces, Coronel nos da su palabra de que mi marido se queda aquí —trató Valeria de sacar la confirmación plena.

—De eso esté segura, mi señora.

— 3 —

Las tías andaban por la iglesia de buena mañana, acoquinando a San Judas Tadeo con sus exigencias y súplicas; la sirvienta había salido con los chicos para que visitaran a su papá, al llevarle el desayuno, y Valeria peinaba sus largos cabellos negros en el fondo del jardín, junto al estanque, los ojos en el líquido alforzado por el hilo del agua que caía del chorro y tan absorta que no sintió los pasos de alguien que se acercaba, destrozando las plantas con sus botas, la cara alforzada por las arruguitas de su reír continuo, como el agua del estanque, la tomó de los brazos por detrás y la quiso dar un beso en la boca, sin lograr otra cosa que rozarle la mejilla con los labios.

—¡Preciosa y además, arisca!

Valeria, a prudente distancia de Prinani de León, no sabía qué hacer.

—Me asustó… —dijo por fin.

—Pero no como la viejita que cuando probó el primer susto salía a que la asustaran. Espantos… Espantos…

Valeria hizo como que no entendía.

—¡Qué lindo lunarcito, me gustaría mordérselo con todo y el hombro!

—Hable de otra cosa. Es poco serio…

—Si me escucha, le hablo en serio. Estoy enamorado de usted. Por eso accedí a que Najarro se quedara prisionero aquí, para que usted no lo siguiera a la capital. Él en la cárcel, yo me la aseguraba aquí conmigo, junto a mí, sirviéndome de compañía para salir, para conversar, pero se porta muy esquiva…

Valeria retiró la mano que el Coronel quiso agarrarle.

—No sea así, vea que de mí depende que su marido siga a la capital y lo fusilen. Y no de mí, de usted. Es mejor que lo sepa y se vaya haciendo a la idea…

— 4 —

Toda ella se sacudía en los trastumbos que daba el
jeep
en que iba al lado del Coronel. Guantes, anteojeras, revólver y una ametralladora de mano en la parte de atrás. Algunas galletas, una botella de coñac y agua mineral.

Las tías se quedaron esperando que volviera la sobrina de la inspección al campo de batalla. El sueño les cerró los ojos.

Valeria volvió a la luz del día siguiente. Una inmensa tristeza la aplastaba. El
jeep
la sacudía como bulto. Una cosa inerte. Traía sed. Una sed insaciable.

—¿Es tan terrible lo que viste? —le preguntaba la sorda, listas las uñas para pincharla si tardaba en contestarla, tan ansiosa vivía de noticias en su retiro, detrás de la muralla de su sordera.

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