Read Week-end en Guatemala Online

Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (8 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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—American… —contestó Milocho avergonzado, triste; sentiría tristeza siempre al decir que era americano.

—¿Entiende español?

—Lo hablo…

—Su nombre…


One thousand eight
… —respondió Milocho disimulando algo que quiso ser una sonrisa y que fue una plegadura de sus labios.

El soldado también sonrió. Rascóse la cabeza y le pidió un pitillo. Luego le dijo quién era él. Se llamaba Ernesto Sigüenza Montes, oriundo de Nicaragua. Lo habían contratado para hacer la guerra por precio fijo, pero hasta ahora no tenía recibido sino un pequeño adelanto, y en cuanto al saqueo, era una guerra bien insípida, con más muertos que saqueos.

—Y allí viene ese compañero… ése habla inglés, Míster… —se atajó Sigüenza al ver acercarse a un gigantón, la ametralladora al hombro, el sombrero haciéndole techo de rancho sobre la frente, abierto de piernas, corto de brazos.

—¿Quién es el señor, y qué quiere? —preguntó con voz áspera el centinela.

—Un reportero gringo… —le contestó Sigüenza.

—¡Ah, es de los nuestros!…

Y ya en inglés y en un tono más amable, le cantó que él era de la costa norte de Honduras, y que de allá se lo habían traído contratado para matar
chapines
. Y, cómo me iba a negar, si el maldito
chapin
sólo muerto es bueno. Y ahora con ustedes les llegó la hora. Con los aviones de ustedes no hubo babosadas y ya se están achicando. El
chapin
para orgulloso es tremendo. Allí los tiene con toda la gringada enfrente y no dan su brazo a torcer. Acabo de doblarme a un tal Pancho Talavera. Ciego, viejo y tembloroso, que apenas podía con la fe de bautizo, cuando le dije que era hondureño y que venía a «liberarlo» me escupió a la cara. Allí mismo lo tendí de un tiro…

Otros mercenarios le formaron rueda al
mister
, a quien la historia de Talavera despertó el instinto periodístico, según los de la mesnada, tal interés mostró por saber si se podía ver el cadáver. No hubo caso. El cuerpo de Talavera, como el de muchos patriotas más, ya bajaba hacia el mar en las aguas del Río Motagua. Lo que Milocho tenía era un sentimiento de admiración tan grande hacia Talavera. Mezcla de admiración y de gratitud. «Al menos», se decía, «al menos uno… uno… uno de nosotros les escupió a la cara»…

Entre los que le rodearon se acercó Jimeno Blas Funes, un dominicano de Ciudad Trujillo, contratado para echar bala en favor de los americanos.

—Yo soy de Costa Rica… —se presentó un carilindo, fijando sus ojos garzos en Milocho.

—Y ha resultado medio bueno para el refuego… —intervino un
guanaco
pescuezudo y lampiño, fumador de puro y planeador de endechas.

—No me contrataron para venir a conocer el paraíso de los turistas, sino para una guerra de exterminio… ¿verdad, Míster?…

—Ya salió éste con sus palabras «ticas»… Exterminio… Estercita te debías llamar y como sos lindo…

—Te callas o te meto una bala…

—Y para eso debes de ser bueno… —canturreó el
guanaco
—, para afusilar gente, si no que lo diga el finado Morazán.

— 3 —

A la mañana siguiente de su visita a Nagualcachita, el Coronel Ponciano Puertas en persona trajo a Milocho la noticia, la gran noticia.

Dentro de dos días empezarían a correr trenes y el Guía de turistas podría viajar a la capital sin ningún peligro.

Dos días que no fueron días, sino años, entre el mosquero runruneante, los vivas a la «liberación» de las mesnadas mal pagadas y borrachas que apuntaban las bocas de sus ametralladoras, fusiles y pistolas hacia lo alto, para disparar al cielo, como si no les fuera suficiente la devastación, muerte y ruina que sembraban en la tierra.

—¡Hay que acabar con este cielo de los chapines!… —vociferaba un nicaragüense medio poeta, soltando andanadas de fusil-ametralladora hacia el azul divino, ese azul que se juntaba en los lagos, como leche ordeñada de los palos-tintes.

Noche de calor tempestuoso. Los vivaques medio apagados, humeantes. La soldadesca suelta. El Coronel Ponciano Puertas repantigado en una perezosa, la botella al lado y una mujer a quien llamaban la Cubana, paseándole la punta del pecho por la nariz y los carrillos, la barba y los ojos, evitando en el juego que éste le atrapara el pezón con los labios.

—No, viejo, sin meter las manos… —le decía la Cubana—, si no qué gracia tiene. Apostaste a que me agarrabas la punta sin meter las manos, y vamos a ver si puedes o te das por vencido.

Ponciano Puertas se esforzaba por atrapar la punta del seno desnudo de la Cubana, a cuya espalda emperazaba la noche inmensa de oscuridad y muerte.

—¡Date por vencido!

—¿Por qué me voy a dar por vencido? ¡Vencido nunca!… —respingaba el Coronel sudando, respirando trabajosamente, lengüeteando el aire, la cara gangrenosa de alcohol, y los ojos rojos como tomates.

—¡Date por vencido, viejito… en este caso no hay aviones gringos que vengan en tu ayuda… para atrapar mi teta necesitarías por lo menos veinte aviones de esos que les están dando el triunfo!

Ponciano Puertas le tomó el seno con las manos y un tremendo mordisco convirtió en alarido la broma de la Cubana.

Entre los dientes de oro del Coronel, se dibujó un hilo de sangre.

Después del grito, del grito agudo, terrible, la Cubana enmudeció. No sollozó. No se quejó. No dijo más. Conformóse con irse alejando, la mano sobre el seno herido, los ojos anegados en lágrimas.

El militar seguía sus movimientos sin parpadear, todos los pelos de su cara de punta, mostachos, cejas, patillas, los dedos buscándose el revólver que extrajo y empuñó con mano firme.

No hizo uso.

Había creído que la Cubana se alejaba con el propósito de arrebatar un arma a cualquiera de los soldados medio dormidos de la guardia, para volverla contra él.

La vio perderse en la noche, y desde el mundo en que no hay más que tinieblas, oyó que le gritaba:

—¡Traidor!… ¡Traidor!

Milocho, que haciéndose el borracho seguía la escena, se estremeció, no por el mordisco alevoso, no por la risotada del Coronel al oírse llamar traidor, mostrando los dientes de oro manchados por la sangre del pezón herido, sino por la palabra inabarcable como la sombra, aquella palabra,
traidor
, que empezaba a ser moneda legal en su pobre país.

Y así terminó Milocho su espera de dos días que fueron siglos, cerca de una población que se llamó Nagualcachita.

— 4 —

—¡
Ladies and gentlemen
!… —Empezaba diciendo Milocho al cruzar con el bus lleno de turistas el Puente del Matasano, iba de pie, entre serio y sonriente, al lado del chófer.

—¡
Ladies and gentlemen
!… me apresuro a comunicarles… atención… atención… oigan lo que tengo que hacerles saber urgentemente… la ciudad a la que estamos entrando fue destruida en noviembre de 1773 por los terremotos de Santa Marta… atención… atención… esta ciudad fue destruida por los terremotos de noviembre de 1773… lo advierto, por si alguno de ustedes creyera que fue echada abajo por sus bombarderos, en los últimos ataques aéreos a este país…

Y más adelante, tras recorrer las calles entre ruinas de la Ciudad de Antigua, al detenerse el bus, descender los turistas y enfrentarse como hormigas de colores, a la inmensa soledad de San Francisco, Milocho saltaba a una de las gigantescas columnas derribadas y gritaba:

—¡Repito que esta ciudad no fue destruida por los bombarderos de los señores… sino por esos señorones que están allí presentes!… —y señalaba los volcanes de Agua, Fuego y Acatenango, no sin orgullo, hervorosos los labios de su risa, producto enlatado para hacer reír a turistas, máxime cuando alguno de ellos se apresuraba a tomar en serio nota taquigráfica de lo que acababa de oír.

Se lo encargaban por cable. Llegó a ser el guía preferido por los millonarios. Sus festivas labias, su alegría triste, la alegría que gusta a los magnates, y su envejecida risa de
clown
.


Ladies and gentlemen
, no se preocupen, fueron nuestros volcanes los que destruyeron esta ciudad grande y poderosa, y en cuanto a la obra de sus pilotos que dejaron en el suelo otras de nuestras poblaciones, tampoco se preocupen que, por lo que ustedes ven, los terremotos nos tenían entrenados… país de expertos en ver caer ciudades.

—Muchas gracias, señor, por lo que ha dicho —interrumpió alguno de los turistas—, al hacernos la preciosa salvedad de que esta ciudad no fue destruida por nuestra aviación… La agrego a mi lista… Ya son muchas las cosas que no hemos destruido nosotros.

—Poca importancia, señor… —decía otro de los turistas—. Ninguna importancia… si nosotros la hubiéramos destruido ya estaría reconstruida… Por eso mejor que los destruimos nosotros y no los terremotos… Pero como ser peligroso que se fuera a creerse que nuestra aviación había hecho esta ciudad en ruinas, la vamos a reconstruir…

—¿Reconstruirla? —se le fue el aliento a Milocho.

—Sí, señor, vamos a reconstruirla en seguida…

—¿Reconstruirla en seguida?…

Ya Milocho no podía hablar.

—Pero, señor, si por eso advertí que no la destruyeron ustedes…

—Eso no importa…

—Sí importa, señor, sí importa…

La amenaza de este turista obcecado y multimillonario fue llevada a los periódicos locales, con letras grandes, en las informaciones, y tratada en los editoriales, como tema de candente actualidad. «No, no —se leía en los periódicos entre líneas—, que no la reconstruyan, que no se molesten… bastante arruinados nos tienen ya, para querernos acabar de arruinar, quitándonos nuestras ruinas, base de la industria turística del país».

— 5 —

De las ruinas de la Ciudad Colonial, asombro de propios y extraños, al decir de los cronistas, emergían los conos perfectos de los volcanes de Agua, Fuego y Acatenango, tres dioses y una sola amenaza verdadera en medio de una naturaleza riente y pensativa, riente por los dones que prodiga, según el hexámetro latino de aquel poeta colonial que murió en el exilio, y pensativa por la presencia de los titanes otrora empenachados de llamas, arrojando lava, piedras y humo, y ahora al parecer descansando, salvo el volcán de Fuego, a cuyo cráter asoman de vez en vez inmensas lenguas rojas.

Una risa de mujer resonó en una de las habitaciones de la alta galería de pasamanos cubiertos por enredaderas que botaban su temblor de hojas y flores sobre el patio, y se regó por la planta baja, confundida con la risa en cristales de una fuente, turbando el silencio de la que si ahora era posada para turistas, enantes fue convento de monjes descalzos.

—La pareja más feliz… —le dijo el chófer al oír aquella risa femenina, gozosa, tempranera, mientras hundía en el cubo de agua la esponja con que lavaba de buena mañana los cristales delanteros del bus—. Sólo que a don Milo se le ha puesto un mal carácter… un modo tan feo… Se emborracha para andar por las calles gritando «¡Americanos todos!», y luego empieza a golpearse la cara. El «mero yo», dice cuando está así, le está pegando al otro, al «ciudadano», y más vale que le pegue y no que lo mate. Empieza a hablar en inglés, y de pronto se da de manadas en la boca, para no hablar más ese idioma inmundo, dice, sino su propio idioma. Pero la gringa lo va a domar… Si se casan lo doma… El cuenta que harán viajes de California a Nueva York, llevando, en buses, pasajeros y carga…

Y esta pareja feliz en la habitación de la hoy posada, ayer convento, la formaban Alarica Powell, la golondrina rubia que volvió, y Milocho, el famoso guía de turistas millonarios, cuyo verdadero nombre era Emilio Croner Jaramillo.

—No sé por qué te causan risa mis volcanes… —dijo Milocho aún bromeando.

—Y qué otra cosa me pueden causar, cuando yo tengo mis aviones, como dices tú… —siguió ella la broma.

—Tus aviones y la dicha de haber encontrado mis volcanes dormidos…

—O… haciéndose los dormidos, que no es igual… —aguijó Marica, sin dejar de reír.

—Lo que pasa es que los poderosos no se ocupan de las insignificancias… ¡Tus aviones… bah, moscas pequeñas para mis volcanes… ni los despertaron!

—¿Poderosos o… impotentes?

La mirada de Milocho, torcida como un puñal que hiere al sesgo, se arrastró tras los sonidos de aquella palabra. No era la primera vez que se la soltaba Alarica. De su boca presa de un temblor amargo, arrancó la cachimba de ámbar, para aliviar el cigarrillo del peso de la ceniza, tratando de conservar su serenidad.

—Sí, sí, tus volcanes son un poco la imagen de la grandeza impotente de ustedes… Pero aquí,
darling
, no sólo los volcanes, todos, todos se hicieron los dormidos cuando asomaron mis aviones…

Milocho saltó de la silla en que estaba:

—¿Y con qué querías que nos defendiéramos? ¿Con las uñas? ¿Con los dientes?…

—Con nada… —ancló ella la voz con suave acento despectivo, encolerizando más a Milocho; ¿pero no era él, ciudadano, compatriota de ella? ¿Por qué se enojaba?

—Nos defendimos como pudimos… haciéndonos los dormidos, que es como hacerse el muerto… —siguió él la cólera momentánea ahogada en su pobre papel de histrión, aunque lo traicionara el haz de venas que le saltaba en la frente con pulsación de mecha de pólvora encendida—. ¿Qué otra cosa le queda al que se ve asaltado por una cuadrilla de bandoleros, si no tiene armas con que defenderse?… Hacerse el muerto,
darling
, hacerse el muerto…

—Con nada, bobito, con nada queríamos que se defendieran… ¿Para qué se iban a defender y a quién iban a defender?… A esos indios mugrosos que tarde o temprano habrá que acabar con ellos y poblaciones que mejor están por tierra, bombardeadas por nosotros, pues así hay pretexto para que se las levantemos de cemento armado…

La voz de Alarica pasaba por sus dientes, como su cabello rubio por el peine de ámbar con que se peinaba la melena frente al espejo. Milocho apartó la mirada antes que la Golondrina rubia leyera el odio que destilaban las pepitas de sus ojos.

El clima era fresco, primaveral, pero él sentía la asfixia, el ahogo del calor de la costa, ambiente de fuego en el que de una hamaca colgaba una mano amarilla con las uñas violáceas, la mano del pobre comprador de cera en bruto que extendía sobre el horizonte, detrás de la cumbre de La Lora, un resplandor de cielo empapado en sangre, y mano que en la bocamanga del brazo de Martín Santos empuñaba el machete vindicativo desafiando inútilmente a los atacantes aéreos.

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