Read Week-end en Guatemala Online

Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

Week-end en Guatemala (5 page)

BOOK: Week-end en Guatemala
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—En eso no había yo pensado… —murmuró, fijando sus pupilas de clara de huevo azulenca, en mi nariz lastimada—, es decir no sabía que el camión llevase un toldo. En el afán de explicarse uno las cosas, olvida los detalles. Sostengo, sin embargo, que la clave del misterio sigue estando en la persona atropellada… sí… sí… —cambió de idea—, lo del abrigo pudo haber sido una simple treta… ¿Afirmaría usted, bajo juramento, sargento Harkins, que la persona que vio saltar hacia arriba en el momento del choque, del accidente mejor dicho, era una mujer?…

Moví la cabeza negativamente.

—Cabría la hipótesis de que hubiera sido un hombre. Tira el abrigo al aire, corre a un escondite, el encallejonamiento estaba lleno de sombras y le bastó quedar agazapado, y al detenerse usted y volver atrás para prestarle auxilio, dirigiéndose al bulto que creía la víctima y era el abrigo, le juega la vuelta y trepa a ocultarse dentro del camión.

Se frotó las manos. Casi me abraza.

—¡Felicitémonos, sargento, porque hemos dado con la clave del asunto! Ya tenemos la explicación…

—No estaba tan borracho —murmuré al rechazar su hipótesis—, habría oído el menor ruido…

—Entonces explíquelo usted…

—Mi explicación no ayuda a resolver la incógnita de la mano que abrió y cerró la portezuela del camión, para que se regaran las armas en el camino —le contesté y sin darle tiempo a que hablara añadí—: La explicación del accidente, a mi modo de ver es más sencilla. Al arrebatarle el abrigo el aire de la rueda a la dama que marchaba en la misma dirección que el camión, hasta ahora todo nos hace suponer que era una dama, su reacción natural, humana, instintiva, fue escapar a todo correr de la inmensa mole rodante que acababa de poner en peligro su vida, lo que la hizo volver hacia atrás, en el sentido contrario del que yo traía cuando bajé a auxiliarla, y por eso no la encontré; bajo la acción del susto puso distancia velozmente, sin pensar en el abrigo…

—Pero, entonces, quién… quién… Harkins… abrió la compuerta del camión…

—El Angelito… —pensé contestarle, casi lo digo, para reírme un poco, pero el hombre estaba seriamente preocupado.

—Operamos en un país enemigo —mascullaba…

—¿Enemigo? —tuve intención de decirle—, y los ferrocarriles son nuestros, los muelles son nuestros, los transportes marítimos son nuestros, los transportes aéreos son nuestros, las comunicaciones cablegráficas y radio telegráficas son nuestras… sólo que nos estemos ya declarando la guerra a nosotros mismos…

—Es tremendo… —mascullaba—, nuestros servicios de espionaje no se dan alcance, créame, no se dan alcance y algo más, son bastante nulos, de una nulidad que no llora sangre, sino dólares, porque se les paga muy bien, muy bien, tan bien que cualquiera sabría sobre usted algo más de lo que ellos han logrado establecer…

—¿De quién, de mí?

—De sus contactos, Harkins… Hacen hincapié en su simpatía por los republicanos españoles, lo que parece le llevó a quererse enrolar en la defensa de Madrid…

—Es cierto… —le contesté.

—¡No, no puede ser, sargento Harkins —se le llenaron los ojos de una hiel pelada—, es imposible sospechar de usted! Sus importantes servicios durante la guerra, lo ponen a cubierto de cualquier sospecha…

—¿Qué quiere usted decir? —le grité.

—Yo nada, otros son los que insinúan que usted pudo abrir la compuerta, para dejar caer las armas…

—¡Estúpidos!

—Sí, es una estupidez; de haber sido usted, la deja abierta y explica tranquilamente la pérdida de las armas, como un accidente de ruta…

El
barman
asomaba frente a Harkins, cuyos dientes amarillos, desiguales, destilaban angustia salivosa, y le renovaba la dosis de whisky multiplicada, y la de cerveza, sumada.

—¡Condenada cosa estar en Brooklyn!…

El
barman
sabía de memoria, tantas veces se lo había contado, que Ada Nuffio, la profesora de Educación Física, no era la persona atropellada por el camión. Acompañada de su padre se presentó ante la policía y a los periódicos aclarando que se hallaba ese día en el casino y que alguien equivocadamente se había llevado su abrigo, dejándole uno bastante parecido, en forma de kimono, color borravino.

Al tacto, igual que un ciego, buscaba el sargento Harkins el vaso de whisky. Un ciego con los ojos abiertos en medio del misterio de una mujer atropellada, de la que sólo encontró el abrigo, y de un cargamento de armas, del que sólo le quedó el paracaídas…

Se resolvió, antes de tomar el vaso, para enfrentarse al
barman
:

—Ni nuestros servicios de espionaje, tres grandes redes; ni los servicios de espionaje del gobierno del país en que operábamos; ni el espionaje del ejército del mismo país; ni el de la policía, resolvieron la incógnita, y de no haber sido héroe de Normandía, me acusan de complicidad con el enemigo, ante la Comisión Investigadora de Actividades Antinorteamericanas… ¡Condenada cosa estar en Brooklyn!…

— 7 —

—Atala Menocal me llamo, cumplí veintidós años, estudio filosofía y letras en la Universidad, soy campeona de salto a la pértiga, de tenis, de
bowling
, de tiro al blanco, y no sé si tengo novio, pues el que me pretende quiere ser mi amante y yo quiero ser su esposa. Por de pronto soy su compañera en la S. P. S. (en guerra).

¡Atala Menocal en marcha!, me dije, dándome ordenes, y salí de casa hacia el casino. Me repugnaba ir al casino, pero debía cumplir cierta misión esa misma tarde. Revisé mi cartera, antes de salir: llaves, encendedor, cigarrillos,
rouge
, pañuelo, un pequeño revólver escuadra, polvera, dinero… A última hora me decidí por el abrigo borravino. Sus mangas en forma de kimono me sentaban bien. El
bus
que me lleva al casino iba lleno de chiquillos de casas ricas con sus madres jóvenes o niñeras, algunos pocos paseantes. Juguetes, dulces, mamaderas, globos de colores, llantos y risas, me hicieron olvidar el destino que llevaba, y alterné con más de un niño, contestando a sus interrogatorios interminables. A cada parada del
bus
se fueron bajando, no sin decirme adiós con sus manecitas rosadas, y pocos llegamos hasta la terminal del recorrido, frente al casino.

El ruido de las fichas. Oí que me saludaban. Era una amiga de casa. Me presentó a su marido. Pero poca atención se pone en los amigos, cuando la bolita va saltando en la ruleta y las manos de los jugadores se alargan y encogen poniendo las últimas fichas, de ahí que apenas cambiamos las palabras de rigor: «¿Vienes a jugar? ¿Cómo has estado? Nosotros nos vamos… No, no, ni perdimos ni ganamos».

Se jugaba en dos mesas en ese momento y en ninguna vi apostar al 19 colorado. Un nervioso escozor me recorrió la espalda. En una de las mesas, sobre este cuadro rojo, con el número 19 pintado en negro, descubrí una ficha de marfil, de forma octogonal, con bordes dorados. Pero la que jugaba era una señora. Cada vez había más gente. Las mesas apiñadas. Estuve jugando a color para justificar un poco mi presencia, y aunque ganaba casi siempre, no llegué a interesarme, pendiente de la mano de un caballero que con una esmeralda en el anular, debía poner en el 19 colorado una ficha de marfil. Así pasó media hora, una hora, y hora y media. Empecé a desesperar. A las dos horas podía dar por terminada mi misión y retirarme. Así lo hice. Había depositado mi abrigo en el respaldo de una silla, lo dejé caer sobre mis hombros y salí, dispuesta a volver a casa. El caballero de la esmeralda en el dedo anular no había jugado el 19 colorado con una ficha color marfil. Mas la noche era muy hermosa, fragante y estrellada, ligeramente tibia. Los pasos de las pocas personas que a esa hora transitaban por allí sonaban cautelosos en la arena húmeda de rocío. Y en medio de la placidez de la atmósfera, cuando más tranquila marchaba, me sorprendió el cercano rugido de los leones en el jardín zoológico. Apresuré el paso inconscientemente. El instinto de la bestezuela que se siente amenazada por el rugido retumbante. Podía seguir a pie hasta Eureka para hacer un poco de
footing
. Si me cansaba por allí tomaría un taxi. Marchaba a la izquierda por aceras y macizos de grama, pero en llegando a la vía férrea, cerca de la estación Eureka, antes de cruzarla ya iba a la derecha. Qué desierto estaba todo. Si por allí es verdad que nunca hay gente, ahora no pasaba nadie. Circulaban noticias muy alarmantes. Pensé esperar un vehículo, pero sobre la marcha decidí seguir adelante, hasta el Guarda Viejo, no estaba cansada y aunque el jalón era largo, podía completar mi caminata, segura de que en la avenida Bolívar me sería más fácil encontrar un taxímetro.

Marchaba a la derecha y a medio cruzar un encallejonamiento en forma de S un poco oscuro donde insensiblemente alargué el paso, oí, no oí, sí oí el claxon de un camión que entró en la curva con sus potentísimos faros, y vi, no vi, sí vi mi abrigo volar de mis espaldas lo llevaba sólo sobre puesto en los hombros, y sentí, no sentí, sí sentí que salía de entre la rueda que me sopló su respiración al arrebatarme el abrigo, casi me levantó del suelo y me dejó en la oscuridad. No sé si grité. El vehículo se detuvo y vi desprenderse un hombre, con una linterna en la mano y avanzar hacia donde yo estaba. Era un soldado. El casco. El casco y el uniforme. Aún sin pulsos, aún sin aliento, sacudida por un temblor nervioso de la cabeza a los pies, mi primer intento fue huir de aquel sitio para evitarme complicaciones con la policía, pero al darme cuenta que se trataba de un soldado extranjero y que yo era una S. P. S. (en guerra), atravesé el pavimento para que no me encontrara y cuando lo vi volverse de espalda sobre lo que sin duda creyó el cuerpo de su víctima, el abrigo tirado en la grama, me escabullí hacia el camión, trepé rápidamente y me dejé ir bajo el toldo de lona que lo cubría, curiosa por saber lo que llevaba, pero no había nada. Agazapada, inmóvil, por una de las aberturas del toldo me llegó un pedazo de cielo estrellado rumiando con sus millones de muelas de oro el inmenso instante de mi vida en que en aquel escondite decidí seguir con el camión adonde fuera. ¿Qué me proponía? Nada concreto. Saber adonde iba aquel transporte verde oliva manejado por un soldado con casco. Los minutos se me hicieron siglos. El hombre aquel no regresaba. Lo oí ambular de un lado a otro, buscando, buscándome. Oí ruido de agua removida, luego las pisadas de sus botas en el asfalto y casi en seguida avanzar hacia el camión a pasos largos, instantes en que ni los párpados moví, temerosa que me fuera a descubrir por el ruido de un parpadeo. Y, ¿si me descubría? Lo pensé antes, cuando su tardanza me hizo suponer que andaba en busca de un policía. Si me descubría, me fingiría inconsciente, como si el impulso de la rueda, al sacarme el abrigo, me hubiera lanzado hacia arriba y de lo alto por la juntura de la lona y la cabina hubiera caído allí donde me encontraba desmayada. Llegó junto al camión, pero lejos de seguir viaje, metióse bajo las ruedas, anduvo como golpeándolas y volvió con paso inseguro, hasta entonces no me di cuenta que andaba tambaleante, a seguir buscando, sin duda, por el lugar en que había caído el abrigo. No lo oí más. Se debe haber quedado un largo rato silencioso, parado, inmóvil. Yo estaba como había caído, sin siquiera, como ya dije, atreverme a parpadear muy fuerte. Cuando volvieron sus pasos a mis oídos, blasfemaba, maldecía. Oí la portezuela, la golpeó brutalmente al cerrarla, y más tarde, algo así como si hubiera encendido un cigarrillo.

Puso en marcha el motor y al empezar a moverse el camión me sentí como perdida en el vientre de una ballena rodante, transportada a gran velocidad entre las luces del alumbrado público que de esquina en esquina pasaban vertiginosamente, pero de pronto faltaron los focos, indicio seguro de que habíamos dejado la ciudad por el Guarda Viejo y a juzgar por la ruta de concreto en que rodábamos, que al llegar a la bifurcación de los caminos habíamos tomado rumbo al sur. Estiré las piernas, alargué los brazos, me acomodé mejor en una y otra postura, ya que podía moverme sin que él se diera cuenta. El pensamiento de que estos camiones fueran a tener entrada, por el lado de Mariscal, a las bases que se les cedieron durante la guerra, me alarmó, ya que en ese caso mi aventura terminaría en un garage, encerrada bajo llave, o en el patio de un cuartel abandonado. Pero apenas tuve tiempo de pensarlo. El lejano resplandor de la ciudad regado en el cielo, a la distancia, y la velocidad a que corríamos, me indicaban que el peligro de Mariscal se había quedado atrás. Rápido zangoloteo en las calles pedregosas de una población que debió ser Amatitlán o Palín. Algún puente. Vehículos cruzados con la sensación de que no chocaban, al encontrarme, sino se pasaban cortando. Otros puentes. Ruidos de ríos hacia la costa. La noche fresca en las mesetas empezó a ser un horno. Acabábamos de cruzar la población de Ecuintla. Hubiera querido fumar. Varias veces apreté la mano sudorosa en mi cigarrera y el encendedor. Imposible. Habría sido imprudente. El zangoloteo me aturdía, el zangoloteo y el calor, encerrada bajo el toldo que al recalentarse con el fuego de la noche costeña soltaba tufo a pintura y alquitrán. Ya debíamos estar cerca del mar. El viento salino, pegajoso y las planicies interminables por donde seguía el camión a más de cien kilómetros por hora, en carrera alucinante. Poco a poco empezó a frenar y casi se detuvo, como para cruzar un mal paso, pero no siguió adelante, y tras un viraje a la derecha, sentí que rodábamos por un pedregal y ya muellemente por un arenal interminable. Se detuvo y al quedar inmóviles, como si la velocidad me hubiera venido ocultando me sentí descubierta. Rápidamente extraje mi pistola y adelantando el pensamiento a los acontecimientos: Va a descorrer el toldo, me dije, pero como no sabe ni puede suponer que estoy armada, le ganaré la delantera tomándole por sorpresa y exigiéndole que me explique la presencia de aquel transporte militar perteneciente a una potencia extranjera, en aquel lugar apartado de la ruta. En el cielo estaba la respuesta. Sobre el eco flagrante del oleaje que a favor del viento y en la quietud de la noche llegaba con el ímpetu de las masas de agua rompiéndose en los peñascos, se dejó oír el zumbido de un avión que fue creciendo a medida que se acercaba al terreno donde el camión apagaba y encendía las luces como haciéndole señales. Por una especie de tragaluz abierto en lo alto del toldo tuve ante mis ojos su silueta cruciforme perfectamente delineada, volaba con las luces apagadas y sin ningún color de bandera o número, que lo identificara. Dos veces pasó volando muy bajo sobre el camión, luego oyósele evolucionar en un radio más amplio, para después cobrar altura y desaparecer sobre el ruido del mar. Pero ya mis orejas, mientras mis oídos seguían el avión que se perdía, andaban en otro menester más cercano, pegadas al chófer, que bajó de la cabina corriendo hacia… Apenas lo oí correr, sin saber hacia dónde. Escuché bien y estaba sola. Me puse de pie y asomé los ojos. Una mancha blanca se arrastraba entre los matorrales. Pensé saltar del camión, ganar la carretera y comunicarme con las autoridades para que procedieran a su captura bajo acusación de haber ido a esperar la llegada de un aerotransporte que valiéndose de paracaídas lanzó… no sabía qué había lanzado, si hombres o armamentos, y eso me cortó el impulso de alejarme de aquel sitio sin saberlo… Pero tenía que ser algún cargamento importante, pues de ser paracaidistas, espías o saboteadores, no hubieran desplazado un vehículo tan grande, bastando un
jeep
o uno de los tantos autos de que disponían con la ventaja de estar todos amparados por la placa diplomática. Escucho las pisadas de sus botas en la arena y le vi avanzar hacia el camión. Se tambaleaba. Viéndolo hacer equis, no por lo inseguro de la arena, me sentí cegada por la rabia, al constatar la impunidad con que, hasta borrachos, operaban y apunté la escuadra para acabar con él allí mismo, pero ¿estaba segura de que no habían sido paracaidistas los que cayeron?, y ante esta duda me contuve ya para descerrajarle los tiros a boca de jarro, cuando llegaba a la portezuela, el casco echado hacia atrás y el pecho descubierto. Lo vi colgar la mano del picaporte y pasear la cabeza con aire de beodo, entre improperios y pataleos de bestia furiosa. Saltó al timón y puso en marcha el motor que fue arrastrando la inmensa mole cavernaria del camión a lo largo del arenal. ¡Gringo infeliz, de aquí no vas a salir ni hoy ni mañana!, le grité con el pensamiento, saboreando el gusto de lo que iba a pasar, quedaría pegado en la arena como un moscardón verdoso en un papel de cazar moscas.

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