Week-end en Guatemala (10 page)

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Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

BOOK: Week-end en Guatemala
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Algunos turistas tomaban notas, tupían a vuela pluma las hojas de sus cuadernos de viajes. Otros asomábanse al borde del mirador a contemplar el profundo espacio tibio que se abría hasta el mar, con sus cordilleras ondulantes, como lomos de huracanes mineralizados y los ojos horizontales de sus lagos de carbón luminoso.

Y no terminaba Milocho su patética descripción de la venganza que, según la leyenda, se tomó el Volcán de Agua con los conquistadores, sepultando una ciudad entera en lodo y piedras, arena y árboles, tinieblas y retumbos, cuando Alarica, muy prendida de su brazo, sin dejar de reír, le repetía:

—¡Eso era antes,
darling
… eso era antes… ahora los volcanes son como ustedes… no sirven para nada!

Se la despegó del brazo, como si no la oyera, clavándole las pupilas de lava que la habrían taladrado hasta los huesos si no van apagadas, y encaminóse al timón. Todos a sus asientos y en marcha por laderas de montañas arboladas, donde el camino colgaba como una cortina en hamacas de las ramazones de troncos sacudidos con todo y el terreno al paso de la mole rodante acompañada de un interminable trompeteo de bocina que el eco multiplicaba y que servía a Milocho no para evitar un choque con otro vehículo en las vueltas que se hacían más y más cerradas, sino para arrancar de sus oídos las palabras y la risa taladrante de Miss Powell…

«… eso era antes… eso era antes… ahora los volcanes son como ustedes… no sirven para nada…»

En las hondonadas, entre el rugir del motor, en lugar de caballos de fuerza parecía que llevaba toros de lidia, y el flatulento soplido del escape, regaba la bocina su metal de congoja…

Y qué inútil, que inútilmente bocinaba…

El timón en sus manos era la evidencia de que no servía para nada… para nada… sí… sí… ya lo sé… pero no quiero, no quiero oírlo…

«… eso era antes,
darling
… eso era antes…»

Sí… sí… ya lo sé… pero no quiero oírlo, no quiero oírlo… bocinaba… bocinaba… bocinaba… si no era posible arrancar de sus oídos la risa y las palabras de Miss Powell, bocinaba contra las gigantes ruedas, caras de negro con sólo bocas… bocas en forma de bocadillos de labios negros… bocas negras… bocas con filo de dientes negros… bocas… bocas… bocas que al morder la tierra yesosa del camino que descendía por colgadas cornisas entre paredones y abismos, repetían: para nada… para nada… para nada…

«… eso era antes,
darling
… eso era antes».

Y él llevaba el timón en las manos entre cientos de bocas negras… entre miles de bocas negras… para nada… para nada… para nada…

Las ruedas giraban en torno de sus ojos, como ojeras de goma, y las miraba pasar, rodar como noches que en lugar de estrellas llevaban bocas negras… bocas y bocas negras… bocas y bocas y bocas negras repitiendo: para nada… para nada… para nada…

Y él llevaba el timón en las manos… «eso era antes… eso era antes».

Sobre la trompa del bus echado hacia adelante, tan acentuada era la cuesta por donde descendían, alcanzaron a ver el cauce de un río seco, gran serpiente de agua que abandonaba su piel de arena en los veranos, y al entrar en la parte más estrecha, donde apenas cabía el bus, sorprendieron millares de pinos que aterrizaban igual que aviones de alas verdes en vuelo parpadeante, y una como terrestre navegación de nubes de rocío descompuestas a contrasol en gotas de arco iris.

Dejó de bocinar, sin dar crédito a sus oídos. Entre el aterrizar de los pinos que se iban posando del lado de los cerros, del otro lado llevaban el abismo desnudo, le pareció que los turistas cuchicheaban, entre risas: ¿para qué viene manejando?… ¿para qué dejó al chófer en la Antigua?… y se contestaban: para nada… para nada… para nada… cuando lo que en verdad venían haciendo algunos en voz baja, no se les fuera a tomar por miedosos, era protestar contra la velocidad alucinante que traían, entre las burlas y risas de los enloquecidos por el vértigo, quienes en su ebriedad temeraria y momentánea, encontraban ridículas aquellas voces de alarma, la indiferencia de los que extasiados se bebían el paisaje, y la calma razonada de los que para tranquilizarse y tranquilizar a aquéllos, conformábanse con señalar a Milocho, como diciéndoles: con este hombre vamos seguros, quién se preocupa, no sólo es un gran volante, sino conoce muy bien las rutas de su país.

—¡Me señalan… —se decía Milocho observándolos por el espejo— me señalan… se mofan de mí… quieren saber para qué llevo el timón en las manos! ¡Ya lo sabrán!…

Los turistas seguían sin chistar, sin parpadear, sin respirar casi, el cuajo de pavor en la cara, las peripecias del volante que para ellos había perdido el control del transporte y trataba de evitar la catástrofe, pero al darse cuenta que no era así, que aquél los insultaba, que el abismo se aproximaba a las ruedas o las ruedas al abismo entre lengüetazos de rocas erguidas como últimos valladares al borde del camino, empezaron a pedir socorro:

—¡
Help
!… ¡
Help
!…

¡Auxilio!… ¡Auxilio!…, traducía maquinalmente Milocho, bien que de verdad oyera: ¡Asesino!… ¡Asesino!…

—¡Ah, canallas!… —se trituró los dientes—, ¿asesino yo?… ¿y a los
air-bomberman
y a los pilotos que atacaron con altos explosivos poblaciones indefensas en esta tierra que ahora recorren como propia, ametrallando niños y mujeres?, ¿cómo les llaman?… ¿Asesinos?… ¡No!… ¡Los
air-bomberman
siguen siendo
air-bomberman
condecorados y los pilotos, pilotos!…

El descenso en trompo loco, ya sin carretera, más en el aire. Fugazmente alcanzó a ver por el espejo a los fusilados de Nagualcachita, entre bultos de turistas que caían y se levantaban de sus asientos agarrándose de donde podían, golpeándose entre ellos, dando en el piso, dando en el techo, dando en los cristales, baile de anteojos negros, camisolas y dentaduras blancas, fijas, de enfriado
chewing-gum

—¡Bájense… bájense los fusilados de Nagualcachita! —empezó a gritarles—. ¡Abajo… abajo… ustedes ya están muertos… ahora es con ellos… déjennos… déjennos solos!…

—¡Cobarde!

—¿Cobarde?…

—¡Cobarde!… —oyó que le gritaban los de Nagualcachita.

—¡Bájense… bájense los fusilados y verán que no soy cobarde! ¿Verdad que no soy cobarde,
darling
? ¿Verdad que ahora vamos a bombardear pueblecitos en California… de California a Nueva York?… ¡En tu país todo está por bombardear!

Alarica dobló el brazo para no destrozarse la cabeza en los cristales del parabrisas, de donde rebotó hasta el asiento, frágil y huesosa… y no hubo al borde del abismo por donde el transporte acababa de precipitarse, sino un pestañeo de zacates secos, un escurrimiento de piedras y tierra gruesa que se fue haciendo lluvia fina, un silencio turbado por un solo grito, breve, brevísimo, cortante, formado por muchos gritos y un postrer arrastrarse de las ruedas traseras del bus cuando ya las de adelante iban en el aire, como el tren de aterrizaje de un bombardero.

—¡Americanos todos! —alcanzó a decir Milocho sin soltar el timón ni sacar el pie del acelerador clavado a fondo—. ¡Americanos todos!…

Las ramas de los árboles recibieron con sus manos piadosas los cuerpos lanzados al vacío y de sus ramas, al choque, desprendiéronse como muñecos, cayendo a más de sesenta metros de profundidad en roca viva.

Poco hubo que investigar. En fila de hormigas bajaron los indios que habían vuelto a trabajar como peones-esclavos en los caminos, y en parihuelas improvisadas con troncos y ramas tardaron casi dos días en extraer los cadáveres del fondo del abismo. Ambulancias movilizadas al sitio de la catástrofe volvieron con su dolorosa carga a la ciudad y un transporte aéreo vino por los despojos de las víctimas. Las poblaciones del interior se estremecieron, temerosas de nuevos bombardeos, al oír el rugido de los motores. Pero este avión no llegaba a dejar, sino a llevar carga de muerte. Los volcanes respiraban la paz del cielo con sus pulmones azules. El último cadáver que se rescató, entre peñascales y espinos, fue el del Guía de Turistas, Emilio Croner Jaramillo, el famoso Milocho, no muy desfigurado, con la boca abierta, como si todavía gritara:

—¡Americanos… americanos todos!…

Ocelote 33
— 1 —

Caserón. Mucha ventana a la calle principal. Anchos muros. Amplio zaguán. Puerta claveteada. Llamadores de bronce. En el primer patio, sala, comedor, cuarto de estar y dormitorios sobre un corredor que caía a un jardín con arriates, macetones de flores, árboles y enredaderas. Un pasadizo comunicaba por el mismo corredor con el segundo patio, donde al oratorio seguían el costurero, el cuarto de planchar, la cocina, piezas de servicio, carbonera, asoleadores de ropa, pila con lavaderos, horno, gallinero, inodoros y portón para entrar la leña.

Caserón de los Mercado. Sepultura de dos solteronas y una sobrina malcasada con tres niños. Parecía extinguido. Entró en actividad en pocas horas. Hombres volcánicos, ígneos, ciegos, retumbantes. Caras de lava. Manos de lava. Dientes y uñas de humo duro. A guantazos echaron abajo dos panales y hubo un rugido en los que fueron alcanzados por las abejas. Maldijeron y blasfemaron hasta que se les paralizó la lengua.

Antenas, alambres, cables, escaleras, pasos en las azoteas, golpes en los basamentos, equipos que fueron sustituidos, ya cuando la casa estuvo en condiciones, por jefes galonados de piernas elásticas, apenas comunicativos, estrictos en su soledad de piezas responsables.

Los pisos multiplicaban tacones de botas militares, andar de gente que goteaba espuelas y el cómo despellejarse en el suelo de los pies descalzos de soldados y asistentes.

Algunas de las ventanas abiertas de par en par sobre la calle principal mostraban oficiales de camisa caqui o guerreras verdosas, mientras la puerta del zaguán, donde se apostaron centinelas, apenas se daba alcance para tragar y vomitar la gente que entraba y salía: hombres que bajaban de automóviles y
jeeps
, camiones, ambulancias; mensajeros con telegramas urgentes, siempre urgentes, cada vez más urgentes; carteros, gendarmes, alguaciles y vecinos que eran llamados o venían a presentarse, sin faltar los presos vestidos de cebra que cuidados por soldados con fusil, llegaban cargando en largas vigas al hombro, las ollas metálicas del rancho de la tropa.

En la sala, sobre una mesa de caoba y mármol blanco, se colocó todo lo necesario para escribir: papel, tinteros, plumas, lápices, secantes. Pero allí no se escribía. Se escribía a vuela pluma en las piernas de los secretarios que tomaban de los labios de los jefes las respuestas de los partes. Y los jefes firmaban con sus estilográficas apoyando los papeles en las paredes, las puertas, los pilares del corredor.

En horas, sí, en horas. Todo cambió en horas. Los ojos de la más erguida de las solteronas, ojos de agua con ceniza, se fijaron en el General, Coronel, Comandante, quién sabe qué grado tendría en aquel río de militares, cuando éste le hizo saber que a partir de aquel momento quedaba instalado en su casa el Cuartel General de Operaciones.

Era un hombre pequeño, gordo, cabezón. Una calabaza totalmente calva al centro y pelada a navaja alrededor. La más completa cabeza pelada sobre una guerrera rellena de carne. Orejón, ojos chiquitos, dientes de muñeco. En los rincones de los párpados y comisuras de los labios, se le formaban arruguitas de risa cuando hablaba.

—Coronel León Prinani de León.

La solterona que hacía de ama de casa, acercóse a su hermana que era un poco dura de oreja y le gritó:

—Coronel León Prinani de León…

Con voz de persona que de tanto estar en silencio olvida cómo se emiten los sonidos, tras ensayar la lengua, los labios, las bisagras huesosas de sus mandíbulas, aquélla sopló a su incorpórea hermana:

—Dile cómo nos llamamos nosotras…

—Es verdad, Coronel… Luz Mercado y mi hermana Sofía. Y aquí viene nuestra pobre… mi pobre… nuestra pobre sobrina, Valeria Mercado de…

—… de Najarro —ayudó a su presentación Valeria, hija de un finado hermano de las solteras y joven señora a quien la presencia de los militares tonificó en pocas horas, hasta hacerla sacudir la postración en que estaba desde la desaparición de su marido, el famoso Chus Najarro.

—Pues, señoras… —dijo Prinani de León, sin quitar los ojos de la pobre sobrina, hermosa mujer color de tierra, lustrosa como la piel de un limón, triste como una vasija, de ojos negros como sus cabellos.

—Señoritas… —rectificó la tía Luz.

—Señoritas, perdón… Nos tendrán ustedes como unos tábanos raros por el tiempo que dure esta terrible emergencia. El suelo patrio, como ustedes saben, ha sido invadido por tropas mercenarias. He tomado todas las disposiciones para que su casa, muebles e instalaciones no sufran mayor deterioro que el del uso y en la cabal advertencia de que el gobierno reconocerá el alquiler que ustedes pidan, desde la fecha de hoy, y los desperfectos que se les ocasionen.

Al Coronel Prinani de León, jefe de operaciones, le acompañaban otros oficiales de alta graduación y tan pronto como hubo comunicado a las solteronas la ocupación de la casa, aquéllos tomaron por asalto la sala y el comedor, mientras la sobrina pasaba su cama y las camitas de sus hijos a una pieza contigua a la cocina, en caso de emergencia es mejor estar cerca del fuego para calentar la leche de los niños, y las tías daban con sus huesos y sus muebles en el oratorio, para estar más cerca de Dios, perdón pedido de la familiaridad con sus santos, no por falta de recato al vestirse y desvestirse ante ellos, sino porque lindos varones eran, aunque tuviesen ojos de vidrio.

Valeria quedóse junto a las viejas terminada la presentación. Seguía con los ojos que de tan negros le sombreaban las mejillas ligeramente azafranadas el ir y venir de soldados que entraban cajas, cestos, garrafones, jabas, al cuidado de un cabo patizambo que hacía restallar el látigo cada vez que su mirada chocaba con la de ella, y el cual, almacenadas las cosas en el cuarto de las tías, requirió la llave de la tía Luz.

—Memore que le dio la llave al cabo Mamerto Coy, para servir a ustedes.

Más tarde, en la mesa del comedor, larga y angosta, cubierta por una carpeta con lamparones de manteca, migas y moscas, en uno de los extremos se acodaron los segundos del jefe de operaciones alrededor de un mapa que extrajeron de un portafolios.

Hablaban, fumaban, espantábanse las moscas fijos los ojos en la explicación del que tenía el índice sobre el mapa. No se alcanzaba a oír lo que decían. La voz tras los cristales sonaba a viento que pasa por una cerbatana.

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