Week-end en Guatemala (14 page)

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Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

BOOK: Week-end en Guatemala
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—¿Hombres rubios?

—Sí, y exigirán, y exigirán… Habrá una guerra rara, muy rara. Se nos hará la guerra y no sabremos nunca quién. Y si se sabe no se dirá. Todos lo callarán. El misterio está en eso. Para quitar la tierra habrá una guerra desde el cielo, y nadie, Diego, nadie sabrá el porqué de aquella mortandad…

—Tata, tata…

—Y habrá sumisión de los jefes nuestros. Muchos de nuestros jefes hijos de indios, se someterán, bajarán la cabeza, para que el «hombre rubio» les ayude a imponernos los terribles tributos, de hombres para trabajar y dineros para sus arcas.

El viento de la medianoche le soplaba en las orejas, tamaño alas de murciélago, pellejudas, y frías, cuando de regreso a su casa, Diego Hun Ig tropezaba a cada momento, sin encontrar dónde poner los pies. Los tambores inflaban el corazón del cielo, el pecho de la noche inmensa, entre las montañas que en torno a la población cerraban el círculo de sus murallas de esmeraldas.

Un principal, como Diego, no puede comunicar a nadie el secreto que le confía el más anciano del pueblo. La madrugada fue larga. En el rescoldo del fuego, la mujer le había dejado comida. Seis tortillas, en la ceniza, un batidor de café y en un plato, un pedazo de cecina. No comió al llegar pasada la medianoche, pero en la madrugada, tuvo hambre. El alimento estaba frío, sus dientes helados. Todo húmedo y gélido en derredor. Metió la mano en la ceniza, para verse la mano con un guante. Sus ojos se fijaron cómo de entre los dedos le caía el fuego, sin chamuscarlo. Raro. Los carboncitos igual que rubíes se le iban de las manos, por entre los dedos.

Seguían sonando los tamborones. El acompasado golpear adormecido, le hizo pensar que todo iba a quedar en suspenso, que no saldría el sol, que todas las cosas se pararían allí, las estrellas, las aguas, los pájaros dormidos y los corazones. Y todo, por un tiempo, un tiempo de inmedibles años, quedaría así detenido. Sólo respiraría el Tucuche, esperando el Gran Emplumado, al Joyoso Señor de la Plumas Verdes, que bajaría a entregarles las tierras esa vez, sí de verdad.

— 3 —

La ceremonia fue sencilla. Los principales, con sus insignias y cruces, salieron a recibir a la comisión del Gobierno, que les iba a entregar las tierras. Adelante Diego Hun Ig, con su redondo sol de plata en una vara también de plata, y a sus lados, los otros cofrades. La multitud se había adueñado del portón y hubo que despejar casi a empellones. Todos querían ver. Las mujeres, los muchachos de pocos años, jóvenes y viejos. Todos asomaban los ojos de agua cansada, ansiosos por mirar en qué iba a consistir aquel
entregue de los terrenitos
.

En fila, los miembros de la Cofradía Grande, esperaban turno para recibir el papel que acreditaba la entrega de una parcela de terreno en las llanadas montañas del Palo Alto. Algunos trataban de besarles las manos a los que les hacían la entrega, pero éstos, las retiraban y explicaban que no debía hacerse tal, porque al entregarse las tierras, sólo se cumplía con el programa de la Revolución.

El Pecoso
había paseado sus ojos con sueño de enfermo por la ceremonia, sin meterse mucho, no sólo porque no le gustaba el olor a indio, sino porque entre la multitud sentía que se ahogaba. Aprovechó un montón de tierra y piedras de una construcción frente la Cofradía Grande, para seguir el acto.

Al centro se colocaron, Diego Hun Ig, al lado del representante del Gobierno, y después los principales cofrades, todos frente a una mesa cubierta con la bandera azul y blanco. De uno en uno, cada indio fue pasando a recibir su título y terminada la ceremonia, después del discurso de un caballero que hablaba más con las bocamangas, tales ademanes hacía, que con los labios, Diego contestó brevemente.

Los tambores volvieron a sonar, se soltaron cohetes y bombas voladoras, y marimbas y una banda, tocaron dianas.

—¿Tocamos el Himno Nacional? —vino a preguntar el director de la banda.

—No —le dijo el representante del gobierno—; el «Himno» lo toca cuando lleguemos a Palo Alto, en el momento en que los propietarios se coloquen en sus terrenos.

Y así se hizo. En Palo Alto, ya estaban señaladas las parcelas, y allí fue cada indio, con su familia, a pararse, hasta quedar todos en su propiedad.

Los padres, con sus hijos, sus nietos, vestidos de telas multicolores, las caras de fiesta, formaban grupos vistosos en cada parcela y desde lejos se contaban cientos, miles, cuando se iban colocando. Al estar todos, desde los que se miraban grandes por quedar próximos, hasta los que se divisaban pequeñitos por hallarse más lejos, a una voz entonaron el Himno patrio, con los pies en tierra propia y no como desheredados que cantan.

— 4 —

La Galla
recibió meses después la visita de una antigua compañera de colegio. La verdad es que le causó una inmensa sorpresa volverla a ver. Pero pronto se entendieron. El simple comentario sobre la situación «tan difícil», les permitió ponerse de acuerdo. Lo único que
La Galla
tenía que hacer era ir escribiendo en una hoja de papel los nombres de todos los «comunistas» de la localidad.

—¿Hay muchos, Bérnar? —le preguntó aquélla, con su mejor sonrisa de dientes descarnados, recordando que así la llamaban en el colegio.

—Todos los de la Cofradía Grande, ¿te parece poco?

—Pero las cofradías son asunto de la iglesia, para festejar a los Santos, a la Virgen.

—Allí tienes, es la Cofradía de Santo Domingo, la que recibió las tierras que se les repartieron aquí, o sea la Cofradía Grande.

—Sí, sí; ¡hasta dónde se han infiltrado!; pero no les va a durar mucho, porque ya los planes están listos, y por eso, porque sé cómo murió tu papaíto, vine a buscarte. En cada lugar se están levantando las listas de los «comunistas», para que no se escape uno.

Al irse la visita
La Galla
endureció los ojos. En sus facciones suaves, aquellas dos monedas negras, no vagaron, quedaron fijas en un punto.

El Pecoso
entró con un joven que llevaba al hombro una cámara de retratar, y dijo ser periodista.

—Es hijo de un amigo mío —lo presentó
El Pecoso
y volviéndose al periodista, agregó—: con su papá trabajamos en la comisión de límites y allí fue donde yo pesqué este resfrío que ya no me quito más… —tosió—. ¿Y su papá, cómo está?

—Papá murió hace tres años…

—No lo sabía. No sabe cuánto lo siento. Fuimos tan amigos.

—¿Y viene a entrevistar? —se metió
La Galla
, curiosa y pronta—. ¿A quién? Como no entreviste a los indios.

—Pues a los indios vengo a interviuvar —dijo el periodista, mirando la punta de su zapato, lo que frecuentemente hacía al hablar.

—Cada vez inventan nuevas palabras —dijo
La Galla
, esa palabra «inter…» «Inter…» yo no la había oído nunca.

Acompañado de Luis Marcos,
El Pecoso
, marchó el periodista en busca del Cabeza de los cofrades, Diego Hun Ig.

Desde la puerta que en una cerca se abría sobre un gran patio sombreado de árboles frutales, dieron voces, preguntando si estaba el dueño. Asomó una mujer menuda, pronta a esconder la cara tras sus manos, hija de Hun Ig. Le preguntaron por Diego.

—Allí está, pues… —contestó la indiecita.

—Dile que aquí lo busca un señor…

—Le voy a decir, pues… —y escapó indecisa.

Al momento apareció la figura del Principal. La cabeza peinada con pomada, la camisa muy limpia, el pantalón hasta la rodilla, bordado y los caites nuevos.

Se acercó y tras saludar al señor Marcos, supo que el periodista iba a entrevistarlo. Hubo que decirle que le iba a hacer algunas preguntas.

—¿No es policía? —desconfió Diego.

—¡Qué bárbaro! —le dijo
El Pecoso
—. Es periodista, de los que escriben en los periódicos. ¿Entiendes?

—Sí entiendo… ¿Y qué quieres preguntar?

—Lo primero sería que pasáramos adelante… —dijo
El Pecoso
.

—No es fuerza —intervino el periodista, que no había hablado—; en esta forma tiene más carácter la interviú. —Y pensó—: El jefe de los comunistas entrevistado por un periodista (Exclusivo para la Revista
Visiones
, de circulación continental).

—Desde luego, si quieren pasar… —dijo Diego, franqueando la puerta.

—No, no se moleste. Son dos o tres preguntas. ¿Es usted comunista?

Diego se quedó sin entender. La hija vino a ponerse a su lado, olorosa a verbena, y seis chicos de diversas edades le siguieron. Todos rodeaban al padre.

—¿Y eso qué es? —preguntó a turno Diego.

—Es, el amor libre, tener muchas mujeres —trató de aclarar
El Pecoso
—, y entregar los hijos al Estado…

—No tengo más que
un
mujer y todos éstos mis hijos. Los grandes van a la Escuela, y yo los voy a mandar a todos pa'que todos pues aprendan.

—Ese es el «comunismo» —dijo
El Pecoso
—, ya ves que si sos «comunista» querés entregar a tus hijos a las escuelas del Estado.

—Bueno, yo no sé, pero quiero mandar a los hijos a la Escuela para que aprendan a leer.

—Dígame, señor —siguió el periodista—, si en su Cofradía, después de recibir las tierras, están queriendo comprar un tractor, una sembradora y hacer un gran silo.

—Sí, señor, eso estamos queriendo…

—Muy bien —se repantigó, Marcos
El Pecoso
—, muy bien…

—Ponga allí —se avispó el indio—, que ahora ya somos propietarios, que ya todos somos dueños, que todos tenemos nuestras parcelas, y que vamos a ser ricos, a tener nuestro «pisto».

—Una pregunta más, ¿lo que usted tiene, es sólo suyo o es de todos?…

Diego contestó de inmediato:

—Mío nada más. Cada quien tiene lo suyo. Lo que va a ser de todos es una imagen de Nuestro Patrón Santo Domingo, que mandamos hacer ya hace tres meses.

—¿Y el tractor y el silo y la sembradora?

—Todo eso sí va a ser de todos, así como Santo Domingo. Todo de todos. Todos van a dar su participación, pues.

—Ya ves —dijo
El Pecoso
—, eso es ser «comunista», viene de tener cosas en común, en comunidad.

—No sé yo lo que es, pues, pero la tierra no es en común, jamás, ah, eso nunca; la tierra que me regalaron es sólo mía, y mía y no me la dejo quitar. Por algo me la dieron, pues.

— 5 —

Y en ese mismo sitio, la descarga segó la vida de Diego Hun Ig. Tiempo de mucha penalidad para todos los indios.
La Galla
, secundada por Luis Marcos, no sólo proporcionó la lista de todos los «comunistas» de la localidad, sino fue ella señalando las casas, a la escolta formada por soldados mercenarios. En el local de la Cofradía Grande se instaló una especie de tribunal.
La Galla
hacía de Presidenta, y las órdenes, encaminadas a limpiar el pueblo y alrededores de comunistas, se cumplían a ciegas, por hombres llegados de todas partes.

La Galla
, después de aquella primera jornada de matanza de cofrades, se dejó caer en su cama, sin quitarse el pañolón con que se tapaba, sin sacarse las peinetas del pelo, con que se adornaba, sin prender la luz, a oscuras, y dijo a Luis Marcos, que se había quedado echando llave a la puerta:

—Ahora que dejen de tocar el tambor… de hacer sonar los tambores… los tambores… digo… ordeno que se callen…

El Pecoso
no respondió. Quedóse, en la oscuridad, sin saber si encender la luz, temeroso, porque en la voz de
La Galla
había un tono desusado, angustioso y violento.

Ambos, igual que dos sombras, se revolvieron.

—¡El tambor!… —gritó
La Galla
—. ¡El tambor!… ¿Lo estás oyendo?

Aquél no escuchaba nada. Pero se guardó de hablar.

—¡Anda a que dejen esos malditos de meter tanta bulla! ¡de orden de
La Galla
! Bernardina Coatepeque, que maten a los dueños de los tamborones. ¿Estás oyendo?

—Voy…

—Vamos.

Y tras él escapó
La Galla
, el rostro en visajes raros, la ropa recogida, como si fuera a cruzar un río, hasta las rodillas, gritando que se callaran los tambores. El pueblo olía a pólvora y a sangre. Sólo ellos dos iban por la calle. Aún quedaban algunos cadáveres de indios insepultos. Los tropezaban.

Un ruido de tambores, efectivamente, hizo que
El Pecoso
creyera que él también se estaba volviendo loco. Estaban en la plaza, no lejos del portalón de la Gran Cofradía, cuando Luis Marcos escuchó tambores, tambores muy grandes, tambores inmensos en el cielo, tambores que tronaban entre las nubes.

Pronto se dio cuenta que eran aviones. Quiso detener a
La Galla
, apretarla contra sus costillas, pero ésta era más fuerte que él, pobre huesoso, y apenas si le rozó la barba de dos días, en la mejilla, cuando aquélla se le escapó.

—Galla, Galla, son los aviones… los aviones… nuestros aliados… que están bombardeando… No son los tambores de los indios… Todo lo contrario, son los aviones de los gringos…

El anciano Tucuche, asomó por la quebrada de Melgarejo, orillándose para ver el cielo, desde aquel lugar con agua. Sus manos de hueso y pellejo, trataron de tomar del aire, algo que no se veía, un fluido, y lo tomó y al tenerlo con él, todo su cuerpo se tornó verde.

—Diego Hun Ig —habló al muerto que para él seguía vivo como el agua, el sol y el aire—. Ahora ya no ahorcan, ahora matan con bala… El desastre ha sido completo… Ha habido muchísimos de los nuestros muertos en secreto, en los pueblos, en los caminos… No es tiempo todavía de que la tierra vuelva a nuestras manos, pero ya llegará…

—Ja, ja, ja, ja… —reía
La Galla
, en la plaza y con ella se sacudía el látigo—, yo creí que eran los tamborones y son los aviones… ¡Qué me gustan los gringos; con sus aviones impusieron silencio a los tamboreros…! Ja, ja, ja, ¡Indios lamidos, infelices queriendo oponer tambores de cuero rústico, contra los aviones de guerra último modelo!

Al día siguiente los hijos de Diego Hun Ig fueron todos a trabajar a la carretera. No se les pagaba, no se les daba rancho. Las hijas de Diego, llevaban en canastos algo de comida a sus hermanos. El capataz, teniente Cirilo Pilches, persiguió a una de sus hijas, y a la fuerza la obtuvo. «India comunista», le decía, mientras la ultrajaba, «aprende lo que es el amor libre, eso que tu padre proclamaba, aprende lo que es tener hijos para el Estado, porque tu tata eso era lo que quería, que todos ustedes fueran del Estado… Aquí está tu tractor, tu silo, tu sembradora…» La india apenas si luchó. Se dejó hacer. Era un animalito. El teniente era una persona. Tenía galones. Tenía dos pistolas. Tenía una espada. Era valiente. Distinguido. Héroe. Todo esto le valió para que lo condecoraran, al triunfar sobre sus indefensos paisanos tamboreros, los bombarderos gringos. Satisfecho, después de ver alejarse a la víctima que ya ni siquiera se detuvo a recoger los trastos de la comida hechos pedazos, volvió a la vigilancia de los peones que trabajaban en la carretera. En el bolsillo de atrás, llevaba el último número de
Visiones
, y siguió leyendo…

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