—¡Ja, ja, ja! —retumbó la risa de Luis Néstor al tiempo que decía—: Este Tocho todo lo toma en serio… ¿Cómo iba yo a recibirle la hacienda y las otras cosas que le gané?… ¡Es baboso éste mi hermano!…
—Y no sólo eso —dijo don Félix—, estar peleando entre hermanos, cuando hay que unirse para defender a bala nuestras propiedades.
—Sí, Félix, tenés razón —reconoció Tocho, pálido, ojeroso, con los bigotes en trágico desorden, mientras aquél le devolvía la pistola.
—¡Fácil ibas a matar a tu hermano, cuando a las puertas de tu casa están los agrarios listos a caernos al cuello!
—Sentate, Feliciano, y vamos a tomarnos un aguardiente, que le traje a Tocho de Las Majadas —dijo Luis Néstor, mayor en edad y en bigotes—, un aguardiente muy sabroso…
—El olor no me gusta —explicó Tocho—, huele a miel de abeja…
—Que lo pruebe Félix y que nos dé su opinión…
—¡Ay, chicoles, con bonito modo me están llamando borracho!
Se sirvieron tres copas de un líquido ambarino, en el que la luz de la lámpara eléctrica hizo estallar sus reflejos brillantes. Los Tártaros mojaron sus labios, apartándose un poco los bigotes, y don Félix lo paladeó más elocuentemente, en papel de conocedor, haciendo chascar sus labios y su lengua.
—¿Cómo te gustó? —apresurose a preguntarle Luis Néstor.
—Muy bueno… muy bueno…
—¿Y qué fue que te dejaste venir? —intervino Tocho.
—Quería parlamentar con los dos ustedes. Saber qué es lo que piensan, qué es lo que se hace… nos van a dejar en la calle con las leyes archifregadas que está dando este gobierno… Sin ir muy lejos, ahí tengo yo metido un indio que fue mi mozo y con el que ahora somos copropietarios… ¡Hijos de la chingada!…
—Eso le estaba yo diciendo el otro día a Tocho —replicó el mayor de Los Tártaros, mayor en edad, menor en bigotes—, pero como mi señor hermano es viaxado, leído y escribido, tiene sus ideas.
—¿No me vas a decir, Tocho, que pensás o simpatizas?
—Ni pienso como ellos ni simpatizo con ellos, pero…
—Luis Néstor, servime otro trago por vida tuya, antes de oír a éste decir sus barrabasadas…
—¡No es barrabasada opinar que la Ley Agraria es justa!
—¿Cómo va a ser eso, Tocho, si es lo más injusto que hay?
—Ahora que no nos guste, ésa es otra cosa, Félix. Ya no se puede hacer nada. Nos derrotaron en el Congreso, en la prensa, en los tribunales de justicia…
—¡Ja, ja, ja!… —rió Luis Néstor—, mejor no discutir con mi hermano… ¡Ja, ja!…
Buchipluma
me soltó el otro día, ¿sabéis quién es
Buchipluma
, Félix? el licenciado López Román, que a Tocho Marchena no le importaba que con la Ley Agraria le quitaran unas cuantas leguas de tierra, porque él ya había hecho su Ley Agraria entre las putas…
—Muy bien dicho, y cuando ya no me quede nada que repartir vendo las botellas y me vuelvo rico…
—No se puede hablar así —protestó don Félix—, creer que es motivo de orgullo una casa de pisos, estantes, ventanas, corredores, patios sepultados en culos de botellas y tierras repartidas entre otros ídem…
—Por eso digo yo, humilde servidor de ustedes, un grado de alcohol me falta para que me canonicen, que mi casa es la más vacía que hay en el mundo, vacía de realidades y vacía de sueños… aquí se quemó todo… la realidad y lo que sólo es sueño… vaciar las botellas es algo así como quemar las naves…
—¡Bueno, pero vos sos soltero, no es el caso de tu hermano Luis Néstor!
—¡Ve quién habla de solteros! —saltó Tocho—; porque vos, no sólo sos solterón, Félix, sino a la corta o la larga no tenés más heredera que la Trinis, tu hermana, y muertos los dos, no habiendo más Gagos, heredará el Estado. ¿Qué te importa, entonces, que te quiten unos cuántos pedazos de tierra? ¿Por qué no dejar que lo que no cultivas vos, otros lo cultiven?…
—Porque no, porque es mía…
—Tierra ociosa para qué sirve…
—No importa, es mía que soy ocioso y tengo derecho a prolongar mi ociosidad hasta mis cosas.
—Por fortuna no tuviste hijos…
—Así como vos tenés derecho a tus botellas vacías, yo, Félix Gago, tengo derecho a mis tierras ociosas…
—¿Qué horas serán? —preguntó Luis Néstor, desperezándose—. En esta casa ni reloj hay. Ese tiene las seis y cuarto, no se sabe si de la tarde o de la mañana, desde hace como dos años, ¿verdad, Tocho?…
—Sí, en esta casa, que es de ustedes, siempre son las seis y cuarto, alba o crepúsculo, porque yo sólo vivo al alba y al crepúsculo… Y, además, para qué saber la hora si yo no soy el que trabajo… trabajan las bestias humanas que nuestros padres nos heredaron con las tierras…
—¡Eso es, seguite haciendo el baboso —le cortó don Félix—, no trabajo, no trabajo, y sus fincas son las de mayor rendimiento en la zona!
—¡Ah, ah!… cuestión de sistema… Proporciónenme otro aguardiente y les doy el secreto… pero beban ustedes también, qué vivos… se quieren ir cuando la noche está empezando…
—Está empezando a amanecer…
—Mejor, así se van cuando ya estén para el arrastre; tu mujer, Luis Néstor, de todas maneras te va a pegar; a Félix su hermana no le dice nada, y es a la salida del sol que yo hago mi trabajo, impulso mis empresas, me lanzo a la conquista del mañana…
—¡Ja, ja, ja!… —riose Luis Néstor, sirviendo los tragos—, ¡quién lo oye!
—Con una condición… Nos quedamos con una condición —decidió don Félix—; que Tocho se cuente la historia de la hembra a la que le tocó la finca Terranova en su ley agraria…
—¡Igual que Tocho Marchena, no hay!, ¿verdad, hermanos? —y se pasó la mano por los bigotes y paladeó la palabra con ternura—: Vos sabes para quién vivo, Luis Néstor, por quién suspira mi corazón, y a quién le pienso dejar todo lo que tengo… —achispó los ojos y dijo con picardía—, ja, ja, más botellas vacías…
—Y ella lo sabe, Tocho —enternecióse Luis Néstor—, no hay carta en la que Coralia no pregunte cómo está el tío padrino, y reclama que últimamente poco le has escrito, cuando escribís tan lindas cartas…
—Y si hubiera otro igual a Tocho, sería el mismo Tocho Marchena viéndose en un espejo…
—¡Zozobro… si siguen hablando de la sobrina, padre y tío! —ensayó Gago uno de sus juegos de palabras.
—No señor, el que sobro soy yo en este momento… —y salió precipitadamente Luis Néstor—, voy a echar una meada…
—Tocho, cuéntame cómo estuvo eso del tecol…
—¡Cuidadito, Félix, ese nombre no se puede decir en mi casa!
—Bueno, lo de ese animal y la hembra…
El mayor de los bigotudos, mayor en edad menor en bigotes, volvió abrochándose la bragueta y alcanzó a decir:
—En ese tiempo estabas de Secretario de Agricultura, ¿verdad, Tocho?
—Subsecretario, no Secretario, y tuve que renunciar, porque eran muchas las vainas, empezando porque el Ministro, un viejo hediondo a almidón picado, no sabía hablar:
Adricultura
, decía, y era Ministro de Agricultura,
quinemos
, por quinientos, y
ñeve
, por nieve…
—Lo de la hembra es lo que nos interesa —reclamó don Félix, ya con grito de espectador en butaca, la voz pastosa, caliente la respiración, bolseándose las bolsas desde las bolsas, juego de palabras que se tragó, pues aquel manipuleo era parte de su intimidad.
—¡Qué pura riata son ustedes, queriendo que les cuente mi mayor fracaso amoroso! Por eso creo que la figura de don Juan, tal y como se concibe, es falsa. Sólo se cuentan sus felices éxitos y nunca sus éxitos desgraciados. Y es así como se teje la leyenda del burlador de mujeres. Don Juan se aproximará más a la realidad cuando se le conciba, no sólo en sus triunfos, sino en sus derrotas. Y basta de introito, dirán ustedes. Salí del Ministerio y bajé por la Calle del Conejo. Todas las tardes acostumbraba hacer el mismo recorrido para ir a saludar a mis viejos que vivían por San José. De pronto, al lado de una talabartería, una hembra asomada a una puerta. Medio cubierta por un batón malva, el cabello suelto sobre el hombro, blanquísimo, desnudo, atisbaba la calle con dos almendrones verdes. Verla y lanzarme fue uno. Me dejó entrar y tan pronto como le tendí la mano, se me acercó al oído y me dijo… cincuenta dólares… entre sus dientes de gatita quedó el lóbulo de mi oreja… ¡No los tengo!, le contesté, pero los voy a ir a traer… espérame… espérame… vuelo… vuelvo en seguida y no me animaba a moverme creyendo que al salir, se iba a esfumar aquel ser blanco, perfumado, de ropas de gasa de seda acariciantes… cansado como estaba de mujeres más o menos prietas, hediondas, vestidas con trapos interiores duros como calzoncillos de soldados… Tal angustia se pintó en mi cara, ante la idea de que se me fuera a esfumar, que me ofreció esperarme, siempre que le dejara una seña… veinte dólares… le dije, y aceptó… esto te da derecho a venir antes de dos horas, si vienes después de dos horas, los pierdes… ¡No, no, voy a volver en seguida!… Y hundí mis narices, en esa época no usaba bigote, en la medialuna de su corpiño que ocultaba dos lunas llenas de carne blanca, para llevar el olor de su piel pegado a la memoria. Salí desorientado, repasando nombres de amigos. Era una letanía de babosos más pobres que yo y que vivían más lejos que el diablo. Y lo que necesitaba era alguien que viviera cerca de allí, que tuviera treinta dólares, por lo menos, y que estuviera dispuesto a dármelos prestados… No, no puedo decir que es para pagar la multa de alguien que está en la cárcel… Soy funcionario… todo esto me decía… y no es hora de pagar multas… Para una medicina muy cara… Es ridículo… Diré la verdad… Sí, sí, y a todo esto me había acordado de un posible candidato al pechazo, y hacia su casa me encaminaba más corriendo que andando. Le había dejado veinte… me faltaban treinta… sí, pero tal vez habría que beberse con ella una cervecita… no… no… que me facilitara cuarenta… y así el gasto total será de sesenta… ¿sesenta dólares?… tendré que tardar mucho besándola… primero besándola… sólo besándola un buen rato… y luego no debo precipitarme… sesenta dólares… hay que sobarla otro buen rato… La prostitución es odiosa, porque sustituye en el hombre el acto más bello de la vida, por un querer desquitar cierta cantidad de dinero… una descapitalización del bolsillo que el descapitalizado trata de convertir en placer… ¿hay algo más trágico?… Acerté con el amigo que vivía cerca. Llamé con tal urgencia que, tras la sirvienta que salió a abrir la puerta, vino aquél hasta el zaguán, inquiriendo de qué se trataba, quién tocaba tan fuerte. ¡Richar, le dije, cuando lo vi, y le confié mi hallazgo… treinta… treinta… treinta me hacen falta…, pero si me das cuarenta mejor… es algo nunca visto…! Muy bien, muy bien, te puedo facilitar treinta y cinco que es todo lo que tengo… Entonces, quédate con cinco, y dame sólo treinta… treinta… y veinte que le di, cincuenta… ah, me estaré con ella hasta la madrugada… cuánto la gozare… ¿eh?… ¿eh?… pensaré que estoy con ellas y con otras, así me desquito más… Richar me dio los treinta y cinco, no sin recordarme que tuviera cuidado con las enfermedades secretas, hasta me quiso regalar un preservativo… Al pobre le apestaba la boca a creosota, estaba malo de una muela, y tuve que estrujarme, al salir de su casa, una y varias veces la punta de la nariz para borrarme aquel olor persistente y poder llegar con la pituitaria limpia a sorber los poros de mi deidad, a beberle la respiración castaña de sus cabellos…
Las cuadras se me hicieron leguas. Por fin llegué, algo con la lengua de fuera y el corazón agitado. Ella, al solo oír que me acercaba, abrió y cerró la puerta. Ya me tenía adentro, palpitante, dichoso de estar en su alcoba… una cama plenilunar en verde, cubierta hacia los pies con la piel de un oso blanco, cuya cabeza mostraba colmillos y bigotes, y a cuyas extremidades delanteras asomaban las garras con uñas propias para los grandes arañazos del placer… sobre un velador, una lámpara con una pantalla verde… verdes sus pupilas… verdes sus ojeras… verde la luz tenue, íntima… Le agarré los senos blancos… tras entregármelos, los escabulló, para pedirme un cigarrillo y el resto de lo efectivo… Corrí a mi americana y le entregué tres billetes de diez dólares. Sin encender el cigarrillo, la vi tomar una silla frágil y dorada, aproximarla al ropero, subirse y buscar algo detrás del copete del mueble… Tuve la sensación, al verla subirse a la silla, de que le fueran a brotar alas y se escapara por el techo, no siendo toda aquella visión y jugada, sino una lección de mi Ángel de la Guarda. Sin zapatos, en calzoncillos y camiseta, me abalancé a tomarlas las piernas, sus pantorrillas, sus muslos, el sexo, el ombligo de miel blanca, y una cicatriz de apendicitis… toda ella en mis manos, convertida en una estatua de venus sobre el pedestal de una silla Luis XV, capturada por el pirata que la había recibido como rehén, y a poseerla. Escondida tras el copete del ropero tenía un… un… una alcancía con la forma de un ave que yo no puedo mencionar… que nunca he mencionado… que jamás mencionaré mientras viva… y se preparaba a doblar los billetes para hacerlos pasar por la ranura que se abría sobre la cabeza del maldito animal de loza vidriada también color verdoso…
Ver el avelucho y salir disparando… como se los cuento… disparando hacia la calle en calzoncillos y camiseta, sin zapatos, en medias… alcancé a arrancar mi ropa de una silla, americana, chaleco, pantalones y a recoger mis zapatos… el sombrero se me fue de las manos… se me cayó el bastón… y por poco me caigo yo, porque el bastón se me enredó en los pies o los pies en el bastón, o el bastón en los tirantes, o los pies en el bastón y los tirantes… y cuando me vi en la calle en ropas menores, no sabiendo qué hacer me refugié en la talabartería, pálidamente alumbrada por eso que los capitalinos se empeñan en llamar luz eléctrica, cuando debían llamarla luz de muerto. Detrás del mostrador, entre pieles y suelas, me recibieron dos ojillos achinados en una cara de gordo enano que tan pronto se me clavaron como un par de púas de alambre espigado, como me espolvorearon de una anuencia cómplice y solidaria. Intenté explicarle, no, no me explique nada, me dijo… pase… pase al interior… allí hay una pieza donde puede esconderse. No necesito esconderme… Vístase… vístase… entre a vestirse… Me enfundé en seguida los pantalones, el chaleco, la americana, y hasta entonces me di cuenta que me había dejado el cuello, la camisa, los puños, la corbata… ¡Ji-ji… ji-ji jirimiqueaba de risa el gordo enano, cuando asomé vestido en aquella facha de preso o de enfermo del manicomio!… Cuando pudo hablar me espetó: ¡Flor usted, campañando con alguna casada!… A la puerta de la talabartería, se llamaba La Competidora, se amontonaban algunas personas que me vieron salir, ansiosas por saber el resto del episodio. Al gordo no le bastó reírse. Me palpaba. Sus manos anaranjadas de tanto teñir cueros buscaban, al palparme, el rastro de la infiel a quien el marido sorprendió en el momento de introducirse con su verdadero amor en el lecho. ¿Cómo quedaría ella? ¿Él, qué de reclamos le hará? Se habrá desmayado, pobre, para evitar explicaciones… no sólo ser casada, sino infiel… Por fortuna usted logró escapar… si no lo desmadra… más bien lo despadra porque lo hubiera capado…