Week-end en Guatemala (19 page)

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Authors: Miguel Ángel Asturias

Tags: #Cuento, Relato,

BOOK: Week-end en Guatemala
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Aquélla alargó la mano para tomarlas, pero él, que las sostenía en alto con la izquierda, aprontó la derecha, interponiéndosele con un ramo de granadillas.

—¿Gualupe, de qué color… de qué color… —le pregunta, juntaba la boca por la cara—, de qué color son…? —tratando de acercar las granadillas a sus ojos, para declarar que el verde sepia de la cáscara de las frutas húmedas, espejantes, era inferior a las pupilas del mismo color verde doradioso de su esposa.

—¿Y qué tal los agrarios?… —gritó a la puerta, alguien que entró imperioso y mofándose.

Los Sotoj conocían demasiado la voz de quien metida la primera bota en propiedad de pobre —animales, siembritas, mujeres—, no se detenía, y no se detuvo, pesado de espuelas y pistolones, hasta acercárseles en ademán de abrazarlos, disimulando la gana de ahorcarlos que tenía, con unos brazos que el resplandor del fuego proyectaba en las paredes como los de un gigante de sombrero tejano, camisa a cuadros, guayabera barbona…

—Buenas noches, don Félix… —saludó Sotoj, al ver de quién se trataba, una mano ocupada con las codornices y otra con las granadillas, la escopeta al hombro.

—Vos, Tiburcio, sos de lo que no hay. Sabes porque te consta que las tierras donde cosechaste el cafecito eran mías, el gobierno de estos salvajes me las quitó, y no me querés dejar esos dos quintales que te restan, al precio que te ofrecí ayer.

—No se va a poder… —pujó el indio—, y en lo de las tierras, señor Félix, memore que antes que suyas, fueron nuestras, de la comunidad…

—¡Nuestras!… ¿Dónde están los títulos?… En cambio yo tenía mis títulos registrados conforme a la ley…

—¡Nosotros también, don Félix, nosotros también los teníamos antes que ustedes, y en registro de Rey…!

—De Rey…

—Del Rey de Castilla… «Yo, el Rey»…, es que empiezan los títulos nuestros…

El señor Félix dejó vagar en el hueco de su boca una risa de mono civilizado.

—Bueno, yo vine a cerrar con vos el trato del café… —aflautó los labios como si se afligiera, gesto que hacía cada vez que empezaba a hablar.

—¿Me lo vas a dar en lo que te ofrecí, o no?

—No se va a poder, don Félix…

—Porque vos no querés, no se va a poder. Si fuera tu voluntad sería otra cosa.

—No es cuestión de querer ni de voluntad, sino de precio. Si me pagan más por allá, yo lo voy a llevar. Mi conveniencia…

—¡Tu ingratitud, decí mejor! Lo menos que debían tener los agrarios es un poco de reconocimiento con sus antiguos patrones.

—Bueno, pues lo tenemos…

—De palabra…

—Sí, don Félix, de palabra, qué le vamos a hacer…

Gualupe intervino con voz de hervor de agua. No parecía ella, sino una de las ollas la que hablaba con su humo de cocimiento.

—En la finitiva, el café es oro, Señor Félix, y si nos paga lo que allá nos ofrecen, se lo vendemos, qué más reconocimiento…

—Más de treinta y ocho pesos oro no les dan por las cien libras, y tienen que llevarlo hasta donde sea la entrega… En cambio, yo se los compro aquí y aquí les cuento su dinero, peso sobre peso…

—Por eso mismo tampoco vamos a poder dejarlo —siguió la Gualupe, la palabra más suelta del acecido de rubor que le agarró al empezar a mezclarse en la conversación de los hombres, cuyas caras rojizas por el reflejo del bracerío, crecían y se achicaban, ya duras, ya suaves, ya con arrugas, ya como golpeadas por ráfagas de viruelas, ya tiznadas y mansas.

—No entiendo lo que dice tu mujer —exclamó don Félix—, salvo que por desconfianza, prefieren hacer viajes con gastos y molestias…

—No por desconfianza, señor Félix —aclaró Sotoj—, ella lo que quiso decir es que, por el paseo no lo vamos a dejar aquí, lo preferimos vender allá.

—No entendía; pero si es por eso, reciben la plata y se van a pasear mañana…

—No es igual… —dijo la mujer, al tiempo que entraban sus hijos—, los pobres sólo cuando vamos a vender, paseamos…

Don Félix se quitó el sombrero tejano, mostrando una cabeza bastante desnuda de pelo y se guitarreó el cuero cabelludo y los pocos hilos blancos que le quedaban con la punta de las uñas.

—Buenas noches de Dios… —saludaron Rufino y Guadiana.

Don Félix casi ni les contestó.

—Rufino, mi hijo, estuvo ayer en la capital —dijo Sotoj—, anduvo indagando precios. Por lo bajo le ofrecieron cincuenta y cuatro pesos oro por cada cien libras. Y cuánto más te dijeron, ¿verdá, Rufino?…

—Por de pronto, que no vendiéramos, si no teníamos necesidad, porque estaba en suba…

—Y lo de las muestras que llevaste, contale, contale a don Félix…

—No parecen granos de café, es que dijeron, sino joyas…

—Lo hemos pelado a mano, Señor, aunque no lo crea, a mano… —intervino la mujer, orillando las pupilas verdoradiosas, hacia la puerta por donde seguía entrando la negrura de la noche con renguera del perro.

—Enséñale, Guadiana, cómo tenés los dedos… —agregó Sotoj, apartándose del fuego, para que al fulgor del fogón mostrara su hija las manos—. Pobre criatura, se le carcomieron las uñas de pelar grano por grano, es como fuego esa baba mielosa que suelta el café.

—Bueno, pues te voy a dar cuarenta y ocho dólares, por cada cien libras, y cerramos el trato; allá decís que les ofrecían cincuenta y cuatro, pero quién sabe si llevándolo, les pagan ese precio.

En la noche, entre el alboroto de los canes que gañían muy lejos, se oyó una voz que venía gritando:

—¡Guadiana… of… Guadiana!…

El grito se acercaba al rancho. Más ladradera y más ladradera. Era un muchachón de pecho abierto el que entró anhelante, oloroso a monte húmedo. Entre los bultos buscaba a Guadiana. No alcanzaba a mirar. Los bultos se le perdían en la acampanada oscuridad del recinto, entre la luz de las llamas, la sangrienta vivacidad de las brasas y la sombra.

—Buenas noches… —alcanzó a decir y dirigiéndose a la muchacha que en la congoja de sentirse buscada y tratada con tanta confianza ante sus padres, se comía el pelo, añadió—, te gané la apuesta, Guadiana, te gané la apuesta… el café subió dos dólares… la radio lo dijo… lo acabamos de oír… dos dólares.

—¿Vido, don Félix?… —exclamó Gualupe, y volviéndose a su marido que parecía un soldado con la escopeta de cacería al hombro—. ¡Qué alegre que estamos, Tiburcio Sotoj, con las noticias de este momento! Vas a poder techar la casa…

—¡Ni en cuarenta y ocho dólares, ni en cincuenta y cuatro, ni en cincuenta y nueve le dejamos el cafecito, señor Félix! —Dijo el indio muy contento—. Sólo si nos va a dar sesenta y al contado se lo lleva, y sabe por qué al contado, porque allicito tengo la madera cortada, aserrada y cepillada para hacer mi nueva casa, ¿no la vido al entrar?, y es con el importe de esos dos últimos quintales de café que pienso mercar la lámina del techo. ¿Verdad, Gualupe, que te lo tenía ofertado, que o los guardábamos para el gasto o techábamos la casa?

—¡No se puede con los agrarios! —exclamó don Félix al salir de los vislumbres del fuego a lo oscuro de la noche, la brasa del cigarrillo pegada a los labios, como llaguita de carne viva, y se marchó sin despedirse.

— 2 —

—Desde que oí que entrabas arrastrando los pies y tras los pies el ruido de culebra de la punta del chicote por el suelo, pensé que venías de mal talante… —salió al encuentro de don Félix su hermana Trinidad, envuelta en la abstracta luz de una candela de estearina sostenida por sus delgados dedos, tan delgados que más que de su mano formaban parte de los encajes de sus mangas.

—¿De mal talante? —estalló aquél, escupiendo el barbiquejo del sombrero tejano que echó hacia atrás—. ¡Vengo como para que me toreen!

—No te vendieron el café —apresuró su hermana de filoso y velludo labio, la espeluznaba sentirse el bigotito—, y yo que te había servido el chocolate.

—Me lo hubieran vendido, no al precio que yo les ofrecía, por supuesto, hasta les mejoré la oferta, pero nunca falta un pelo en la sopa, cuando ya iban entrando por el aro, se apereció uno de esos peludos Zigüil, con el anuncio de que el café acababa de subir dos dólares, según decía la radio.

—Y ya no pudiste cerrar el trato…

—¡Sesenta dólares el quintal!

—¡Están locos!

—¡Qué locos… están queriendo techar su casa a mis costillas!

—¿Casa?… Ya se volvieron de casa… si son de rancho…

—Ya tienen la madera y el adobe y con lo que saquen de esos quintales comprarán la lámina para techarla… Madera sacada de nuestros bosques…

—¡Qué sinvergüenzas!

—¡Vergüenzas tienen!

—¡Félix, no me gustan los juegos de palabras, los detesto!

—La sal y pimienta de toda charla…

—Pues ante mí guárdate tus especias, demasiado picantes para el paladar de una señorita que no está acostumbrada a hablar en doble sentido…

Don Félix se dejó caer en una silla, frente a la mesa del comedor donde se enfriaba la taza de chocolate y se repartía sabroso olor de hojaldres con anís, no sin lanzar a su hermana la voz suplicante de que le alcanzara un vaso con agua, quitado el hielo para tomar una oblea contra los gases, anteeructos, eructos y contraeructos.

—Tú eres de los que llevan la radio por dentro…

—¡No seas pesada! ¡Estar uno con la soga al cuello y salir con esas singraciadas molestas! No tenemos radio porque tú no has querido que se compre. Si a ti no te gusta hablar en doble sentido a mí me pudren las indirectas.

—¡No, Félix, no te pongas así, no es para tanto… bonito fuera que yo saliera pagando el pato!

Con la uña del pulgar rascó una gota de estearina que acababa de caer sobre la tabla de la mesa.

—¡Hasta las candelas quisieran escupirlo a uno!

—Esas ya son exageraciones tuyas. Chisporrotean porque deben tener la mecha húmeda…

—Chisporrotea para ca…

—¡Félix!

—¡Perdón, para hacerlo fuera del candelero!

—¡Grosero! Todos los Gagos murieron del hígado, sin que les alcanzaran las malas palabras para descargárselo.

—Sí, sí, ahora ya sé de qué voy a morir, de hígado agrario. Anochezco y amanezco con el sabor de esa palabra en la boca, ya en agrario hay algo de agrio…, —y avivando sus ojos ictéricos fragmentó en eructos—: Pero nosotros tenemos la culpa, qué se puede esperar de los agrarios…

—No te entiendo, Félix… No, no, no porque estés eructando, sino porque crees decir todo cuando dices los agrarios y no dices nada…

—¿Nada?… Si serás ruca de la cabeza. En esas dos palabras se encierra la ruina del país, la ruina de la gente bien, se entiende…

—¿Entonces son peores que los masones?

—¿No lo sabías?

—Peores que los que crucificaron a Nuestro Señor… ¡Ay, Félix, vamos a tener mucho que lamentar! Por fortuna somos solteros…

—Solterones, que no es lo mismo. El soltero es el que se puede casar; el solterón, como nosotros, hermana, es el que en vida se quedó sin asunto.

Por el silencio que siguió a sus palabras, deslizóse una gata con uno de los críos en las fauces. Se trasladaba del comedor al oratorio que dejó entreabierto la hermana de don Félix, cuando salió a recibirlo, descuido que desencadenaría la lucha entre el aroma del incienso y la mirra, aliados de Dios, y el tufo a meado de gato consubstancial con el diablo.

—¿Te vas?

—Sí, le dije a Benjamino que me ensillara la muía. Pienso ir adonde los bigotudos Marchena…

—Por eso les dirán «Los Tártaros».

—Por eso y porque eran unos bárbaros, eran, porque al mayor, Luis Néstor, lo domó la mujer. El menor es el que sigue dando fuego. Voy a hablar con ellos. Algo tenemos que hacer nosotros los finqueros, para defender nuestras tierras.

—Dios vaya contigo y no vengas muy tarde, que con lo que me acabas de explicar de los agrarios, hasta que entres no voy a pegar los ojos.

Y mientras la hermana volvió al oratorio a seguir el trisagio, rezando, rezando sacó a la gata, se perdió el casqueante andar de la mula que trepaba, al solo salir de la casa, por una cuesta cada vez más empinada. La noche clara, extraterrenal, inútilmente hermosa. El jipar de la mula picada por las espuelas le reveló que iba muy ligero, y no había razón… Ah, pero ése era su modito de andar montado…

— 3 —

Tocho, el menor de «Los Tártaros», habitaba un caserón que era una selva de botellas vacías, botellas de todos colores, botellas de todos tamaños, tamaños y formas, con nombre de bebidas en idiomas conocidos y desconocidos, pues no faltaban las etiquetas de vinos húngaros, de licores árabes, turcos, escandinavos, de aguardientes de arroz, de ásperos y trementinosos vinos griegos, de vodkas rusos, puros y luciferinos,
acuavitas
fermentadas con cabezas humanas que en los caldos se reían con dientes descarnados de calaveras borrachas… selva de botellas a la que se sumaban garrafones, barriles, tinacos, ollas de chicha, todo sonando a hueco, pues en interminables noches de fiestas se había apurado hasta la última gota de su contenido… selva de botellas de cerveza, alemana y del país, de rones, mezcales, ajenjos, ginebras, espumantes dorados y espumantes rojos, y el arcoiris en digestivos colores del verde de la menta al lila del «perfecto amor»… selva de botellas en que el polvo se iba quedando ciego…

En el momento en que entró don Félix ansioso por cambiar ideas sobre la forma de botar al gobierno, lo que para él era vital, pues derrocando al régimen se sacudía de Sotoj, Luis Néstor ganaba a Tocho seiscientos dólares, mil doscientos quintales de café y una casa, y en el envite final, éste trataba de que aquél aceptara, como última apuesta, su selva de botellas vacías y en vista de que Luis Néstor se negaba, tras hacerse cosquillas de tirabuzón en los bigotes con el dedo pontífice como llamaba al índice y el dedo grandal, le propuso que fuera su hacienda «El Coyo», con tres mil cabezas de ganado gordo, todo contra todo en un solo envite.

Rígidos, glaciales, las cartas mantenidas a pura yema y uña en los dedos temblorosos, no sintieron entrar al visitante ni contestaron su saludo. Un enorme perro parecía seguir con la respiración pausada aquellos últimos momentos de Tocho Marchena, o dueño otra vez de sus cosas o tomando su bordón y su morral de mendigo.

—¡Buenas todos ustedes dos! ¿cómo les va? —repitió don Félix su saludo acercándose a acariciar al perro.

Las cabezas de los dos bigotudos, se movieron en una especie de contestación lejana. Luis Néstor, cerrando las cartas de su juego, pasaba los dedos por los bordes de los naipes, como tanteando si tendrían bastante filo para decapitar de una vez a su hermano. Tocho, palpándose el cinturón, trataba de acercar sus dedos a la cintura en busca del revólver. A don Félix no escapó el movimiento de aquella mano ni se hizo esperar su intervención. Al tiempo que Tocho arrancaba el arma de la funda, le detuvo el brazo y lo desarmó. Hubo un rápido forcejeo. Los dos quedaron frente a frente. Tocho lo miraba como a un desconocido, como si no lo hubiera visto nunca, tan fuera de sí se encontraba.

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