—Tal vez se te ocurra algo en tu tiempo libre -sugirió Tahmurath-. Ahora ha llegado el momento de echar un vistazo al cofre que encontramos en la guarida del troll.
—Tahmurath tiene razón -dijo Zerika, y sacó el cofre de su mochila.
Después de otro intento, de puro trámite, de forzar la cerradura, se lo entregó a Megaera.
—¿Qué quieres que haga con esto? -preguntó.
—Eres la más fuerte del grupo. Rompe la cerradura.
Megaera lo intentó y, en efecto, lo consiguió, aunque estuvo a punto de reducir el cofre a astillas.
—¡Hay un libro! -exclamó Tahmurath-. Pásamelo, quiero echarle un vistazo.
Era un libro de tamaño medio, encuadernado con tapas que parecían de pie. En la cubierta estaba impreso el título,
Ars Magna,
con letras doradas, también había una estrella de siete puntas inscrita en un círculo. Las letras Y, P, O, B, O, P, O, estaban en las puntas de la estrella, que aparecía rodeada por una criatura serpentina que se mordía la cola con la boca.
—
Ars Magna
-murmuró Tahmurath-. Estoy bastante seguro de que refiere a la alquimia. Megaera, es obvio que tenías razón en lo del ouroboros. Por desgracia -añadió mientras hojeaba las páginas-, el texto es una auténtica jerigonza.
—Puede que esté cifrado -sugirió Ragnar, mirando el texto por encima del hombro de Tahmurath.
—Buena idea -dijo Zerika-. Ahora no tenemos tiempo de descifrarlo, de modo que, si todo el mundo ha descansado ya, creo que será mejor que empecemos a explorar este lugar.
—¿Te refieres a la cueva? -preguntó Malakh.
—Sí. En los juegos de este tipo pasas mucho tiempo haciendo dos cosas: vagando por los bosques y merodeando por la oscuridad. Creo que ha llegado el momento de practicar la espeleología. ¿Qué opinas, Tahmurath?
—Es difícil de decir. En algunos juegos, las mazmorras subterráneas son las zonas más peligrosas y tienes que mejorar bastante tu personaje antes de entrar si quieres sobrevivir. Pero nos han conducido hasta aquí, por lo que debe de ser el mejor sitio para empezar. Sugiero que emprendamos una búsqueda meticulosa del área más próxima.
Descubrieron que la cueva no era más que una especie de antesala de lo que parecía ser una red de cavernas interconectadas. Varios pasadizos se adentraban en la montaña. Encontraron un pequeño tesoro: varias antorchas parcialmente quemadas. Sin embargo, el hallazgo más sorprendente fue el cadáver de otro hombre-serpiente con una flecha de plumas rojas clavada en un ojo.
—No está mal, Ragnar -comentó Malakh-. Manejas ese arco mejor de lo que pensaba.
—Sí, pero yo apunté al vientre -respondió Ragnar.
—Ha llegado el momento de dibujar un mapa -declaró Tahmurath-. Zerika, ¿quieres que haga los honores?
—Por favor. Yo tomaré alguna notas
y
las compararemos más tarde. Los dos primeros túneles que examinaron no tenían salida.
Los dos primeros túneles que examinaron no tenían salida.
—Es posible que haya una puerta secreta en alguna parte -dijo Zerika-, pero no la encuentro. Vamos a probar en el último pasadizo.
El túnel era muy largo, sin bifurcaciones ni desvíos. Ascendía en uno de los tramos y luego se nivelaba. Terminaba bruscamente al borde de un precipicio de profundidad imposible de calcular. Al menos, la luz de las antorchas no mostraba el fondo. Malakh recogió un guijarro y avanzó hacia el borde, pero Zerika lo sujetó por la muñeca y meneó la cabeza negativamente.
—¿No has leído
El Señor de los Anillos?
No sabes lo que puede estar dormido allá abajo que es mejor no molestar.
—¿Qué hacemos, entonces? ¿Regresar?
—Todavía no. Vamos por aquí.
Zerika condujo a Malakh y a los demás a un estrecho saliente que parecía haber sido excavado en la pared del abismo. Unos centenares de metros más adelante se ensanchaba hasta convertirse en una especie de plataforma que tenía un puente que cruzaba el precipicio. En realidad,
puente
era una descripción muy generosa de lo que no resultaba más que una burda construcción; consistía en dos pares de sogas con tablones cruzados que unían las cuerdas inferiores para soportar el peso de quienes lo atravesaran. Como era evidente, las sogas superiores servían para sujetarse con las manos.
Zerika les hizo señas de que siguieran adelante. Cuando se aproximaron al puente, apareció una mano peluda en el borde de la plataforma, seguida de un rostro de hoscos rasgos, bizco y al que le faltaban unos cuantos dientes.
—¡Estupendo! -rezongó Zerika-. Otro troll en un punte.
La criatura trepó al saliente sin hacerle caso y señaló a Ragnar con un velludo dedo.
—Ragnar Golbasto Momaren Evlame Gurdilo Shefin Mully Ully Gue -dijo.
Ragnar asintió con la cabeza.
—Rojo -replicó.
La criatura pareció quedarse satisfecha con la respuesta, porque volvió a bajar de la plataforma.
—¿Rojo? -preguntó Zerika, intrigada.
—Sí, ¿cuál es tu color favorito?
Zerika meneó la cabeza y se volvió hacia el puente.
—¡Espera! -exclamó Tahmurath, viniendo de detrás. El grupo se detuvo-. Antes de cruzar, no queréis averiguar qué le ha pasado al troll? No me gustaría verlo en este lado con un machete cuando estemos a mitad del camino.
—Tienes razón -dijo Zerika, que ya estaba en la zona donde había desaparecido el troll-. ¡Maldición!
—¿Qué pasa? -preguntó Megaera.
—No sé dónde se ha metido, pero debe de tener algo de mariposa.
—Tal vez se haya caído -sugirió Tahmurath.
—Sí, tal vez-dijo Malakh-. Cuando lo vi, se estaba encaramando por este mismo lugar, de modo que debe ser capaz de trepar por esta pared. ¿Son bueno escaladores los trolls?
—Depende del tipo de troll. Entre todas las criaturas fantásticas que habitan los juegos de rol, los trolls son probablemente los más diversos. Pueden ser gigantes, enanos, peludos, calvos, escamosos, astutos, estúpidos, buenos, malos y cabe cualquier otra posibilidad.
—Éste parece más inteligente de lo que pensábamos. Se acordó del nombre de Ragnar.
Ragnar se mostró sorprendido.
—¿Quieres decir que era el mismo nombre que yo le dije?
—¿Cómo podía saberlo, si no?
—Tal vez come rabos de pasas.
—Estoy segura de que tiene algún significado especial -dijo Zerika- Siempre lo tienen las cosas que se repiten así. Pero ahora tenemos que decidir cruzamos este puente y, a juzgar por su aspecto, un troll con un machete no es lo peor que puede pasarnos.
Las cuerdas que sostenían el puente parecían peligrosamente gastadas y muchos tablones estaban podridos, resquebrajados, o no se encontraban en el lugar correspondiente.
—Quien gobierne este lugar tiene que dedicar más dinero del presupuesto a infraestructuras -comentó Ragnar.
—Tendremos que pasar de uno en uno -dijo Malakh-. ¿Quién es el que pesa menos? Podemos cruzar por orden de peso, del más ligero al más pesado.
—No -dijo Megaera-. La persona más pesada debe ser la primera en cruzar.
Era obvio que se refería a sí misma; aun sin su coraza, debía de pesar el cincuenta por ciento más que el siguiente miembro del grupo.
—Pero, si el puente se derrumba bajo tu pies, nadie podrá pasar.
—Cierto, pero si yo paso, nadie debería tener problemas. Si no paso, al menos los que quedéis estaréis juntos en el mismo lado. Si lo hacemos como decís, podríamos encontrarnos con dos personas a cada lado y sin ninguna posibilidad de volver a reunimos.
—Tengo que admitirlo: lo que dice es razonable -dijo Zerika a Malakh.
—Además -prosiguió Megaera-, la primera persona que cruce podría tener que defenderse en el otro extremo antes de que hayan pasado los demás. Suena como el tipo de misión para una guerrera grande y estúpida, como yo.
Malakh no parecía estar satisfecho con el plan, pero no tenía mejores argumentos. Megaera envainó su arma, se colgó el escudo a la espalda y metió la punta de una antorcha encendida en un anillo de su coraza, para que el extremo ardiente sobresaliera por encima del hombro izquierdo. Así tenía ambas manos libres.
—Malakh, tú serás el siguiente -dijo Zerika-. Luego Tahmurath y después Ragnar. Yo seré la última.
El puente tenía una extensión de unos quince metros. Oscilaba de manera peligrosa y las secciones de los extremos se inclinaban de forma muy acentuada hacia el centro. Megaera avanzó poco a poco, sujetándose con fuerza a las cuerdas; si los guanteletes hubieran sido transparentes, se habrían visto sus blancos nudillos. Con cada paso que daba, todo el puente se balanceaba y se estremecía, y caían al abismo escombros y algunos de los tablones que pisaba Megaera.
Malakh miró de reojo a Zerika y dijo:
—De modo que no teníamos que despertar a nadie allá abajo, ¿eh?
No se oyó el ruido de los objetos al llegar al fondo.
Megaera había recorrido tres cuartas partes del puente y se esforzaba por trepar por el último tramo, cuando de improviso se cortó una de las cuerdas de las manos. Estuvo a punto de caer hacia atrás, pero se aferró a la otra soga. Se inclinó hacia aquel lado y, por unos momentos, pareció que iba a pasar por entre las cuerdas y precipitarse al abismo. Con una agilidad que habría sido impresionante en alguien con la mitad de su peso, soltó la soga y se arrojó sobre las tablas del puente; luego subió el último tramo como si fuese una escalera de cuerda. Después trepó por el borde del saliente, desenvainó la espada y empuñó la antorcha con la mano.
—Tal vez no sea tan buena idea que crucéis -dijo al resto del grupo.
—¿Quieres decir que prefieres volver? -pregunto Zerika. Era evidente que se trataba de una pregunta retórica-. ¿Qué tal está aquello?
—Es una plataforma pequeña, más o menos como la de vuestro lado. Hay un camino a la izquierda.
Entonces, Tahmurath señaló hacia el otro lado del abismo y dijo:
—¡Mirad! ¿Lo habéis visto? ¡Allí está otra vez!
Malakh miró en aquella dirección, a la izquierda de donde se encontraba Megaera.
—No veo nada. Zerika, ¿distingues alguna cosa?
Zerika observó con sus ojos élficos el otro lado del precipicio y gritó:
—¡Megaera! Creo que vas a tener compañía. Quédate en el lugar en que el saliente se une a la plataforma para que tengan que acercarse de uno en uno. Intentaremos ayudarte lo antes posible. Ragnar, prepara el arco. Malakh, ¿qué haces?
—Dijiste que sería el siguiente en cruzar -contestó, mientras se dirigía a la precaria estructura.
—¡Eso era antes de que empezara a caerse en pedazos! ¿Te has vuelto loco?
—Volveré enseguida.
Avanzó con rapidez sobre los vetustos tablones sin molestarse en sujetarse a la única soga. Al acercarse al segundo tercio del puente tuvo que reducir la marcha; con las prisas, se había olvidado de llevar una antorcha y la tenue luz proyectada por las teas de sus compañeros a cada lado del puente no servía de mucho para iluminar el centro. Tuvo que avanzar casi a tientas y paso a paso. Entretanto, oyó que Zerika gritaba:
—¡Megaera! ¡Vienen más a tu espalda! ¡Ponte junto a una pared!
Malakh no se atrevió a levantar la mirada para ver lo que estaba sucediendo; el brillo de la antorcha de Megaera anularía la escasa visibilidad que tenía. Siguió avanzando con desesperante lentitud. Podía oír de vez en cuando la vibración de la cuerda de un arco -esperaba que fuese el de Ragnar- y ruido de combate cuerpo a cuerpo que sonaba más cerca a medida que se aproximaba al otro saliente.
Los últimos metros los recorrió en una oscuridad casi total; el borde del precipicio tapaba la luminosidad de la antorcha de Megaera, y las teas del otro lado parecían simples chispas. Bajó las manos para tocar los tablones y avanzó con cautela hasta que distinguió lo que había más allá del borde del saliente.
Megaera había hecho caso de la sugerencia de Zerika y estaba luchando con la espalda contra la pared. Intentaba contener a una docena de criaturas mediante amplios mandobles de su espada. Las criaturas eran pequeñas, grotescas y estaban cubiertas de escamas; tenían un aspecto vagamente humanoide, llevaban fragmentos de distintos tipos de armadura y empuñaban unas lanzas que medían el doble de su tamaño. La longitud de aquellas picas era el mayor peligro al que se enfrentaba Megaera, porque las criaturas podían atacarla sin ponerse al alcance de la espada. La guerrera tenía que mantenerse completamente a la defensiva, apartando una y otra vez las lanzas con su arma. Como sostenía la antorcha con la zurda, ni siquiera podía cubrirse con el escudo. Ragnar había dejado de disparar flechas, al parecer porque temía herir accidentalmente a Megaera.
Malakh trepó a la plataforma y con un par de zancadas se plantó junto al duende que estaba más atrasado. Golpeó el cuello desnudo de la criatura con el canto la mano. El duende cayó al suelo, pero el ruido quedó acallado por el fragor de la batalla. Malakh pudo repetir el golpe tres veces más antes de que el resto de la banda se diera cuenta de que estaban siendo atacados por la retaguardia.
Cuando los duendes repararon en ello, sucedió algo aún más espectacular la súbita irrupción de Malakh: quedaron embargados por un ataque de pánico. Las largas lanzas que les habían dado ventaja contra Megaera fueron su perdición, porque eran demasiado difíciles de manejar para darse la vuelta con rapidez y enfrentarse al segundo atacante. Algunos arrojaron las armas y huyeron. Los que consiguieron darse la vuelta perdieron literalmente la cabeza, ya que Megaera pasó de la defensiva a la ofensiva.
Uno consiguió arrojarse sobre Malakh con la esperanza de atravesarlo con su lanza o quizá de empujarlo al abismo. Malakh se apartó, hincó la rodilla y golpeó el asta de la lanza con el borde de la mano para romperla o arrancársela. No consiguió ninguna de ambas cosas, pero el golpe hizo bajar la punta, que se clavó en una grieta del suelo y arrojó al infortunado duende hacia el precipicio.
Mientras se apagaban en la oscuridad los aullidos de terror de los demás duendes, Malakh se volvió y vio que Megaera y él se habían quedado solos. Ocho duendes yacían sin vida, varios de ellos decapitados.
—Gracias -dijo Megaera-. Pero si eres la caballería, ¿dónde está el caballo?
—Decidió probar suerte con otro trabajo.
—Lo entiendo.
Tras conversar a gritos, los miembros restantes del grupo decidieron arriesgarse a cruzar. Primero Tahmurath, luego Ragnar y, por último, Zerika pasaron sin problemas, como si el puente fuese de piedra maciza.