—Me deja sin palabras, parece sacado del peor culebrón.
—Pues ésta es la versión abreviada. Veo que no es de las de ojear revistas en la peluquería, porque todo esto salió extensamente detallado en la prensa rosa.
—Vaya, la de horas de hemeroteca que me ha ahorrado. Le agradezco enormemente su sinceridad.
—Prefiero contarle esto yo a dejar que se entere por fuentes adulteradas. Además, ayudándola conseguiré que cierre antes la investigación. Mire, señorita Deza, no me gustaría ver cómo remueve la mierda de esa familia. No es que me importe Mónica, a quien es obvio que no tengo en gran estima, pero sí me duele la memoria de Julio, y soy responsable del futuro de sus hijas.
—Una postura muy inteligente —y le halago porque sé que, de todo mi arsenal de tretas infalibles en los interrogatorios, ésta será la más efectiva con él—, aunque, de todo lo que me ha desvelado, lo que me parece más interesante es la relación entre padre e hijo.
—Siempre fue pendular. Apenas después del primer parto, Julio se dio cuenta de cómo era Mónica en realidad: materialista, frívola y, lo peor, nada cultivada ni interesada por dejarse enseñar y mucho menos domar. Quizá por eso volcó todas sus esperanzas en Esteban, por entonces un universitario avispado e inteligente. Intentó por todos los medios estrechar los lazos entre ambos con la energía y desesperación de un padre avergonzado. Cumplió sus caprichos, que no eran otros que formarse en las mejores escuelas de negocios del mundo, y hasta allí le llevaba a sus hermanas con el empeño de que, ya que no con él, por lo menos se encariñara con ellas. Pero Esteban para aquel entonces era tal y como es ahora: eficiente, ambicioso y desalmado. No me refiero a que fuera un malvado, entiéndame, sino a que había llegado tarde el amor, a la familia, para su formación como persona. Estaba aleccionado para ser insensible, un perfecto tiburón de las finanzas, un futuro hijo de puta en potencia. Julio lo habría dado todo por tener un hijo no tan dotado para los negocios pero más cariñoso, más cercano, alguien con quien compartir un paseo antes que un balance de resultados. Y, con todo, ellos se querían. Discutían a todas horas, cierto, y puede que en sus peleas se dijeran cosas tremendas de las que luego se arrepintiesen, pero Julio no se mató por eso. Recuerde que también están las niñas, y ni uno ni otro habrían hecho nunca nada que las perjudicara. Por eso todavía no me cabe en la cabeza que se haya suicidado, se lo juro, no lo entiendo.
—Pero, si Julio era consciente de que Esteban quería tanto a las niñas, ¿por qué lo dejó a usted como albacea?
—Su pregunta es lógica, hasta obvia, pero se le escapa un detalle: Julio se fiaba de Esteban a pesar de sus peleas, pero no de las mujeres. Si una pécora del calibre intelectual de Mónica pudo engancharlo a él con una argucia tan simple como pinchar un condón, ¿por qué no podría pasarle lo mismo a su hijo? ¿Y quién le garantizaba que, una vez sorbido el seso por la víbora de turno, no empezara a dilapidar el dinero o a jugárselo en un casino?
—Tiene sentido, aunque también lo tendría que apartara a Esteban del dinero de sus hermanas por cuestiones estrictamente empresariales pues, a fin de cuentas, sus diferencias provenían de ahí.
—Más que empresariales eran, en cierto modo, diferencias ideológicas. Julio fue un hombre humilde y ambicioso que logró crecer a base de esfuerzo y, por qué no decirlo, de la ayuda de gente que supo entender su valía. Hasta mi padre, convencido de que tenía futuro, llegó a avalarlo en uno de sus primeros proyectos. Esteban, en cambio, no se caracteriza por un trato humano que contemple mejoras para trabajadores. No contrataría jamás a nadie mayor de cuarenta y, si por él fuera, las mujeres embarazadas deberían ser despedidas ipso facto, e incluso penadas sin indemnización como condena por entorpecer el ritmo de la empresa. Como imaginará, sus posturas políticas eran también diametralmente opuestas, de hecho Julio donaba con regularidad dinero a diversas fundaciones culturales y organizaciones no gubernamentales mientras que su hijo opina que son unos vagos y unos chupópteros, además de ladrones, y el dinero que se les dé sólo sirve para desgravar.
—Qué joya la criatura —concluyo asqueada—. ¿Puedo hacerle una pregunta más, sólo por curiosidad? ¿Qué hará con el dinero de las niñas?
—Invertirlo sabiamente para que, el día de mañana, puedan dilapidarlo como y con quien quieran. Siendo hijas de quien son, y me refiero a Mónica, estoy seguro de que lo harán. Con suerte alguna sabrá aprovecharlo en algo más que en abrigos de visón.
—Me ha sido de gran ayuda. Le estoy muy agradecida —reconozco, y de verdad, mientras empiezo a incorporarme.
—La acompaño a la puerta, señorita —propone galante, y vuelve a colocar su mano en mi cintura para guiarme. Definitivamente, ha llegado el momento de romper esta frágil burbuja de seducción.
—Señora, si no le importa —aclaro—. Señora de Ramón Montero.
—¿Ramón Montero el abogado? —pregunta con asombro y, como se lo confirmo con un leve movimiento de cabeza, exclama—. ¡Quién me iba a decir que terminaría casándose con una agente de Policía!
—Ya ve. Hay abogados de gustos bien extraños.
*
Siempre me ha gustado el camposanto de La Almudena. Es enorme, caótico, abigarrado y, como decía el poema, seguramente hay una procesión de sombras de todos los que pasaron, los que todavía viven y los que ya murieron. Cuando estudiaba la carrera solía ir allí de vez en cuando a pasear. A veces llevaba la cámara y, si el día era húmedo, me recreaba sacando primeros planos de ángeles que lloraban lluvia en sus rostros de piedra. Alguna de esas fotografías todavía anda colgada por las paredes de mi casa y me divierte ver la reacción de quienes, tras admirarlas, se sorprenden y hasta esbozan una mueca de desagrado al enterarse de que no son bellas estatuas de un viaje por la Italia monumental sino túmulos funerarios de aquí al lado.
El cementerio de Tres Cantos, en cambio, me da repelús. Recomiendo su visita por aquello de ver algo ciertamente exótico, pero no me compraría allí una parcela ni muerta. Seguro que a las nuevas generaciones les encantará y les parecerá de lo más
in
. Todos esos chavales que con su gorra de béisbol fliparon viendo en el cine la enorme pradera llena de lápidas blancas de Arlington, campo lleno de huesos de honrosos militares todos ellos condecorados, cowboys con gorra de plato que la palmaron en misión heroica envueltos en la bandera de las barras y estrellas, muertos de sonrisa blanca con la cara de Gary Cooper o Tom Hanks o incluso John Wayne, lo pisarán emocionados, y es que es puro artificio yanqui: campos verdes eternos de un verde eterno que no se desvanece ni en invierno ni en verano, que debe de conseguirse tiñendo la hierba cuando menos, losas niveas tan telegráficas como someras durmiendo a ras de suelo en hileras y más hileras dibujadas a tiralíneas y perfectamente igualadas, fuentes rumorosas en plazoletas que se alternan en geométrico trazado, bancos para que los paseantes desavisados descansen con relajo entre las tumbas y, por si fuera poco, familias que llegan como de picnic y se sientan junto a la sepultura de la abuelita a leer el periódico un domingo o a hacerle simplemente compañía mientras la pobre señora cría malvas y añora, bajo tierra, que la dejen descansar en paz de una santa vez, porque qué es esto, nada más que la muerte, y no es ideal ni genial ni angelical, es una putada como un piano de grande, un paso irreversible que casi nadie quiere dar, y los cadáveres no están contentos, a ver si nos enteramos, y si no que se lo pregunten a Pedro Páramo.
Por eso aquí, durante los entierros a los que he tenido que venir de cuando en cuando, no puedo dejar de fijarme en las personas mayores, los educados en el temor a Dios y al Diablo y su cara de sorpresa y desubicación en este lugar tan moderno que no parece serio, una aberración de arquitectos futuristas que es cualquier cosa menos tranquilizadora y natural, algo sintético y sincrético, minimalista y estrafalario y, desde luego, insano, como estará pensando ese anciano que, frente a mí, al otro lado del ataúd del Culebra, me contempla y enarca las cejas como diciéndome hay que ver, lo que inventan ahora, sólo nos falta un cura de diseño, y sus ojos, expresivos y hasta risueños, parece que me hacen guiños y me impiden concentrarme en la arenga típica y tradicional de éste, un oficiante ad hoc que predica sin cesar las bondades del difunto, nuestro hermano Enrique, mientras yo me pregunto qué diría realmente si supiera que era de todo menos santo: yonqui, chivato y un ladronzuelo de lo más avispado que siempre estaba al quite. Pero para qué alterarlo más, mejor dejarlo estar y que piense lo que quiera en esta comunión de las almas excepcional, donde los cuatro gatos que somos intentamos despedir a un colega sin igual, al bendito Culebra que, por fin y en muchos años, descansará en paz.
Quién pagará su entierro, me pregunto, quién financia su viaje al otro lado en ese ataúd de nogal macizo, en este mausoleo privado y exclusivo. Quién, de todos los que aquí estamos, le quería tanto como para costear todos estos gastos a fondo perdido y, además, quién puede permitírselo. Miro a mi alrededor y calibro por su aspecto a todos los candidatos. Delante, el tío limpiabotas que, según creo, no es realmente su tío; a mi lado, un toxicómano de mediana edad muy perjudicado y con una muleta; dos putillas al fondo, demasiado vestidas de decentes como para serlo de verdad junto a una cincuentona de labios operados teñida de caoba haciendo pucheros que, ni aunque fuera mejor actriz de lo que es, habrían colado; frente a mí, al otro lado de la fosa, el anciano amable y picaruelo que antes me miraba, con bigote a lo Clark Gable, pañuelo en el bolsillo de la chaqueta y bastón en la temblorosa mano y, por último, el hombre de cara de gato que le acompaña, al parecer nada afectado por el sepelio y que tampoco deja de mirarme fijamente, con una intensidad que, en cambio, me molesta y me da, no sé por qué, una cierta inquietud, como una señal de mal agüero.
Curiosa corte de amigos para despedir con respeto este último naufragio, este punto final que alguien, y quisiera saber quién, se ha molestado en costear.
*
Regreso a comisaría a la hora de comer. Muchas sillas vacías, ningún recado para mí y el hambre desatada que siempre me entra al volver de un entierro. Leí por ahí que es un mecanismo de defensa para matar el miedo a estar muerto. Comemos, luego estamos vivos. Completamente de acuerdo, pero qué hago, ¿me da tiempo a ir a casa?, ¿pido una pizza?, ¿me dejo arrastrar por la gula hasta el bar de al lado o aprovecho el silencio reinante para hacer alguna llamadita a la lista de Olvido sin la molestia que siempre son mis compañeros soltando berridos?
Me queda por llamar, del grupo familiar, al «Primo» y al «Padrino».
Pues vamos allá, Clara. Échale lo que hay que tener. Respira hondo y marca.
Pero al cabo de unos segundos de espera sucesiva para cada uno de los números, ambos dan la misma señal: fuera de cobertura.
Vaya mierda, y ahora qué. A seguir con la lista, imagino, aunque vuelvo a lo de siempre, por dónde tiro, y se pone a repasarla hasta que sus ojos, entrecerrados como cuando hace crucigramas, con el capuchón del boli mordisqueado bailando entre sus incisivos, comienzan a atar cabos y sospechar, a reparar en las extrañas claves con que Olvido definía a sus clientes, a verlas por el lado oscuro, por el lado de la desconfianza y, ya lo decía mi madre, piensa mal y acertarás. Por eso y decidida, sin sopesar qué va a decir ni a quién se puede encontrar al otro lado, marca el número del móvil que corresponde al «Letrado Insaciable» e, impaciente, espera.
—¿Sí? ¿Dígame?
—Buenas tardes —balbucea, aún perpleja porque no acaba de creerse que quien responde al otro lado sea verdaderamente quien parece ser.
—¿Clara?, ¿subinspectora Deza? ¿Se le ha olvidado algo en mi despacho? ¿Y cómo tiene mi móvil?, ¿se lo ha dado Pilar?
—La verdad es que no, señor Butragueño. Para ser sincera le estoy llamando por pura casualidad. ¿A que no sabe de dónde lo he sacado?
—Ilústreme, señora Deza, y rapidito, por favor, ya es demasiado el tiempo que le estoy dedicando —y su voz se vuelve desconfiada al otro lado.
—¿Se acuerda de esa clienta suya, Olvido, con la que tenía una relación exclusivamente profesional? —hago una pausa retórica que él, mosqueado como parece estar, no se molesta en aprovechar para responder—. Resulta que, a la luz de mis indagaciones, era algo más personal de lo que me aseguró, porque ella grabó en la memoria de su teléfono una lista con los números de sus clientes más habituales y éste al que llamo es, vaya por dios, uno de ellos.
—Qué puedo decirle… —suspira, y parece que se rinde al otro lado del hilo.
—Le ruego que no me repita una vez más que está consternado. Aplíquese la misma sinceridad que empleó para hablarme de los trapos sucios de la familia Olegar y acláreme si hay algo de verdad en lo que me contó sobre Olvido.
—Todo es verdad. Puedo ser un putero, pero no un mentiroso.
—Bonitas palabras en boca de un abogado.
—Lo soy, pero nada de lo que le conté era mentira. Conocí a Olvido a raíz de la partición de una herencia y después, insisto:
después
, supe a qué se dedicaba cuando el amigo que me la presentó me confesó que era asiduo cliente suyo.
—¿Y hará el favor de decirme quién es ese cliente?
—Lo siento, pero no. Puedo hablar de mí porque soy responsable de mis actos y no tengo nada que esconder, y puedo hablar de ella porque está muerta y todo le afectará ya muy poco, sin embargo no me obligará a hablar de los demás. Seré un vividor, pero aún me queda algo de honor.
—Respeto su postura. Eso sí, espero que, según su propia escala de valores, no tenga inconveniente en describirme su relación
personal
con Olvido.
—¿Y si no me da la gana de responder a eso? Sabrá que puedo acogerme a ese derecho, no tengo que recordárselo —saca su lado chulesco.
—Haré algo muchísimo peor que obligarle a declarar ante un juez: le pasaré esta información a todas las agencias de paparazzi. Lo mismo hasta consigue una portada y así se iguala a Mónica Olegar.
—Es usted despiadada, ¿lo sabe su marido? —pero no me duele el comentario porque intuyo, sé, que he conseguido mi objetivo y me relatará todo lo que quiero saber sobre Olvido y él y su relación privada—. En realidad no hay mucho que contar, durante nuestro contacto estrictamente laboral la observé con atención y me complacieron sus maneras, su clase, su distinción. Mi amigo hablaba maravillas y pude comprobar que era toda discreción. De ahí a pedirle una cita medió sólo un paso. Me trató con exquisita educación, en su apartamento, excepcionalmente bien, pagué más de lo que cobraba, que no era poco, porque merecía el aumento, y repetí. Era una mujer extraordinaria, en todos los aspectos. Para mí fue como un bálsamo, además de placer proporcionaba paz, tranquilidad y, sobre todo, comprensión. Podía hablar con ella, sentía la necesidad de volver a verla cada cierto tiempo, sin importar su tarifa y no más de una vez al mes dado lo solicitada que estaba. Créame, he sentido en lo más profundo su muerte y no hay nada que pueda añadir: jamás hablaba de su vida privada, con nadie, y yo no sé más que lo que pude averiguar tras gestionar el legado de su madre.