—Ahora verás, maldita zorra: ¡vas a morir ahogada!
—Soy inocente, ¡¡¡lo juro!!! —continúa suplicando ella.
—Eso ya lo comprobaremos después —se burla él.
—Piedad, por favor, no quiero morir. ¡QUE ALGUIEN ME AYUDE!
—Nadie te va a ayudar, furcia, no tienes escapatoria. ¡Jua, jua, jua, jua! —y con una mano la hunde, la sumerge no sin cierto esfuerzo y espera, con inusual sangre fría, a que transcurran los segundos suficientes observando cómo emergen a la superficie las burbujas de aire que indican que a la víctima se le está acabando el oxígeno y la vida mientras se la oye jadear.
—Glub, glub, glub…
—Nam, ñam, ñam. Qué buena estaba la jodía —afirma, con las miguillas de la pobre galleta maría que acaba de ahogar en un tazón de leche aún en la comisura de la boca, mientras yo le miro asombrada imaginando qué espectáculo no sería capaz de montar si tuviera que exprimir una naranja—. Se acabó lo que se daba. Esta maldita ha muerto. A por otra.
—Ya veo, ya —digo, por decir algo.
—Están riquísimas —proclama con evidente satisfacción el asesino galletero y, contra lo que pudiera parecer, no se trata ni mucho menos de un niño de seis años aprendiz de titiritero. Es un adulto bien hermoso y con unas evidentes entradas en las sienes que me mira, con sus ojos de gato y esa cara triangular como de Nat King Cole blanco que ya conozco, pues ayer mismo lo vi frente a mí con una tumba de por medio en el entierro de nuestro querido Culebra. Yo iba sola y él acompañaba a un vejete y ahora, cosas de la vida, estamos de nuevo frente a frente, pero esta vez es una mesa de cristal la que nos separa en el comedor de la excelsa mansión de Vito que, quién lo diría, por dentro no tiene nada de hortera sino influencias de estilo colonial y arte africano, con maderas nobles por todas partes y unas plantas enormes, tropicales o directamente selváticas situadas ante los grandiosos ventanales que dan al jardín y, tras él, a la verja y a sus gorilas y algo más allá a la furgoneta camuflada de mis compañeros, que se quedaron flipados cuando me vieron llegar a deshora conduciendo mi propio coche hasta detenerme ante al portón de entrada donde, tras dar mi nombre, me dejaron pasar sin problema. Los vi por el retrovisor: Javier el Bebé con la boca abierta y Nacho, mi Nacho, componiendo un gesto de cabreo que pasará a los anales de nuestra historia común. Pero qué se le va a hacer, órdenes son órdenes y ellos entraron tan temprano de guardia que se perdieron la reunión de primera hora donde se decidió, tras mucho deliberar por parte de Santi y el jefe Bores, mucho rezongar de París y mucho sudar el cráneo pelado de Carahuevo, que sí, mejor será que vaya, agente Deza, a fin de cuentas es una oportunidad única para acceder a la morada de ese mafioso e intentar averiguar algo desde dentro. Pero pinchada, añade Bores, para que todos podamos escuchar desde aquí qué le cuenta Vito, y sin ponerte en peligro ni arriesgar más de lo que te dicte ese sentido común tan escaso que tienes, advierte Santi, y menos olvidarte que la tuya es una misión que las circunstancias han propiciado, sin que se te ocurra actuar por tu cuenta ni decir ninguna tontería de las tuyas, que nos conocemos, que el que decide aquí soy yo, que para algo soy el experto y tu superior, remacha París, mucho más preocupado por dejar claro ante los jefes su posición de prevalencia que por cualquier avatar que pudiera sucederme y sí, por supuesto, admirados superiores, todos tenéis ideas sobre cómo debo actuar, todos os mostráis partidarios de que lleve un micrófono para oír lo que se dice, no perder ni un suspiro de la conversación, ni una coma de lo que declare Vito. Qué gran plan, qué idea más cojonuda, una dando la cara y los demás a salvo y bien a cubierto oímos cómo la cachean los gorilas, cómo encuentran el micrófono, cómo le parten las piernas, cómo la tiran al foso de los cocodrilos… Tampoco hay que ponerse así, Clarita, y se vuelven ahora zalameros para convencerme, ¿no decías que en la conversación hubo tan buen rollo con él? ¿Cómo van a registrarte si eres su invitada? Un señor tan educado no creo que cometa semejante falta de respeto.
Sí, educado sí, pero gilipollas no. Y en cuanto a mí, seré policía, pero no suicida. Y si tan claro tenéis que debo ir cableada, ¿por qué no me acompaña alguno de vosotros? Ah, ya, que lo haríais, pero es que eres tú la que ha hablado con él, es que sólo te ha convocado a ti… Venga, compañera, suerte y al toro.
Finalmente, algo más atrás de la furgoneta de Nacho y el Bebé, estaciona otro coche nuestro con los cristales tintados desde donde me cubrirán, espero, si surge algún problema, que no me fío mucho yo sabiendo como sé que tienen la mente en otras cosas, en aspiraciones más altas como colgarse medallas o salir en telediarios que en velarme las espaldas mientras yo espero a que Vito despache sus asuntos matutinos y se digne en bajar y concederme audiencia. Ese Vito que no acabo de imaginar, en esta casa de locos, con guardaespaldas en la puerta que hacen casting de fulanas día sí día también y este curioso monstruo de las galletas que desayuna tan ancho apenas veinticuatro horas después de habérmelo cruzado en un entierro.
—Hay que ver qué casualidad —suelto, por tirarle de la lengua sin que se note demasiado—, ayer en el entierro de Enrique y hoy… ¡aquí estamos!
Pero o es muy tonto o muy listo, yo diría que lo segundo, porque permanece mudo, abstraído en el remolino que él mismo provoca con la cucharilla furiosa en el tazón, y parecería que ni ha llegado a oírme si no fuera porque levanta sus verdes, sus inquietantes ojos de gato hacia mí por un segundo.
—Y tú ¿a qué te dedicas? —sigo preguntando, inasequible al desaliento.
—Psch, esto y lo otro —responde encogiéndose de hombros con una mueca que parece ladeada aunque es, ciertamente, más bien ladina.
—Ahhhh —finjo un desmedido interés destinado a conseguir que se explaye. Pero nada, no hay manera. Contemplo cómo da un trago largo y después le veo relamerse, igualito que
Matisse
, el bigote blanco que ha dejado la leche sobre su labio y, al borde mismo de la desesperación, decido que quizá sea bueno estimularle con alguna afirmación destemplada o directamente kamikaze que aniquile sus reservas—. Pues yo soy policía —suelto con la misma desfachatez que si confesara ser callista o charcutera, y me alegro por dentro de que el micro que llevo puesto sea tan rudimentario y poco interactivo como para recibir una descarga eléctrica a cambio, porque sé que ahora mismo, dentro de la furgoneta, París estará gritando, tirándose de los pelos y largando a quien quiera oírle que soy una incompetente, una pésima profesional y, además, una bocazas.
—Ya lo sabía —me responde con indiferencia, y su desdén es tal que empiezo a sentirme enana, un poco frustrada, bastante alienada y ninguneada por este mamón que por momentos parece límite y que por el contrario me trata a mí como a la prima tonta que hoy le han traído para jugar y de la que abusa porque sabe que está cortada en casa ajena.
—Claro —reconozco cabreada porque me tengo que comer el chasco y su asco. En fin, ni caso. Gran fracaso. No he conseguido sacarle nada a este tipo, siento que se está riendo de mí y, para colmo, me aburro. Mortalmente. Estoy por soltarle algún tipo de bordería, la primera que me venga a la cabeza, a ver si sale de su ostracismo, a ver si va a buscar a Vito para preguntarle cuándo empieza a torturarme, a ver si éste acaba de solucionar sus asuntos en su despacho y baja de una bendita vez, a ver si tras tantas ganas de agradecerme y alabarme va a ser ahora que se ha olvidado y tengo que recordarle que existo a base de gritos, cargándome este espejismo de cortesía policía-ladrón.
—Y tú ¿has conocido a muchos psicópatas? —me pregunta de pronto Cara de Gato con un deje malsano. No sé qué responderle y, justo cuando pienso en balbucir alguna respuesta inteligible, se explaya—. Yo es que soy muy psicópata, ¿sabes? Ven, quiero enseñarte una cosa.
Y se levanta decidido y me hace señas para que le siga y yo, temerosa de acabar en un cuartucho repleto de mariposas saeteadas en artísticas composiciones, me dejo llevar recordando mi coche, fuera, con mi pistola en la guantera, abandonada a su suerte porque entre todos pensamos que sería un detestable acto de descortesía entrar armada. Sí, pero la que está aquí en pelota picada es una servidora, con el micro puesto y sintiendo que cruje el lujoso parqué bajo mis pies mientras nos dirigimos hacia la pared de uno de los muchos salones empapelada de cintas de vídeo, libros de cine, DVD y fotos enmarcadas que reproducen escenas con Norman Bates, Hannibal Lecter, Travis Bickle, Max Cady o el reverendo Harry Powell como protagonistas.
Cara de Gato no espera que diga nada, pero me observa atento a mi reacción que, imagino, intuye admirativa, así que no me queda más remedio que improvisar un «¡Ooooh!» que lo deje satisfecho e incentive sus deseos de hablar.
—Aquí, como ves —y con aire de guía turístico señala su santuario—, descansan los más destacados maestros del crimen, los auténticos genios del mal, los excelsos apóstoles del caos y el refinamiento. Son los artistas más puros, más sacrificados, más denostados y, sin embargo, los más sinceros: los asesinos en serie —y lo dice con voz cavernosa, como si fuera Vincent Price relatando un cuento de terror. Yo callo y asiento temerosa de interrumpir su perorata aprendida de memoria, un pastiche compuesto por frases sueltas entresacadas de sinopsis, críticas cinematográficas y contracubiertas—, una raza de seres únicos y geniales caracterizados por un rasgo en común: su psicopatía. Porque ¿qué es un psicópata? ¿Un esteta del mal, como apuntó Thomas de Quincey en
El asesinato considerado como una de las bellas artes
? —la leche, si hasta va a ser que lee—, ¿un privilegiado capaz de desprenderse de la más abyecta de las virtudes, la moral, como a lo largo de su obra planteó Patricia Highsmith?, ¿o un perfeccionista del crimen, como magistralmente nos ha demostrado el séptimo arte? —y entonces se para, se aproxima a mí, demasiado, ladea la cabeza, me mira con fijeza y dice—: ¿A cuántos psicópatas has conocido?
—Estamos en España —respondo—. Aquí no hay psicópatas.
—¿Que no hay psicópatas? —y se encoge como un niño cuando repite la frase más dura de la bronca de su madre, procesando la información más para sus adentros que para mí. De súbito se yergue, recupera la compostura, su espalda recta, el cuello en tensión y los brazos firmes flexionados a ambos lados de la cadera, los ojos entornados y en la boca una mueca de asco que finalmente me escupe—.
Are you talking to me?
—¿Perdón? —me parece increíble que me esté pasando esto.
—
Are you talking to me?
—repite, con un gesto agresivo y cara de loco que no sé si es la suya de siempre o se lo hace.
—No te entiendo, yo…
—¿Cuántas veces has sacado la pistola para defenderte? —susurra, y ésta no es ninguna frase ridícula de película, éste es un requerimiento apremiante, directo que, como la pantomima en inglés, prefiero fingir que no entiendo.
—Por qué quieres saber eso.
—¿Disparaste sólo al aire o llegaste a apuntar al cuerpo? ¿Le mataste? ¿Qué sentiste? ¿Qué se siente al matar? —justo cuando pierdo la paciencia y levanto mis manos dispuesta a empujarle, a reducirle como me han enseñado en la academia, oigo una voz suave, calmada, cargada de dulzura.
—Deja a la señorita. No la atosigues.
Y no hace falta más porque al instante, como si fuera un autómata o un androide diseñado para actuar en respuesta a estímulos sonoros, Cara de Gato se aparta tan raudo y presuroso como un felino de verdad e, igual que mi gata cuando tira un tiesto, disimula mirando a otro lado, fingiéndose atareado, quitando con el puño de su camisa leves motas de polvo sobre los estantes donde Hitchcock y Agatha Christie duermen el sueño de los genios. Yo me vuelvo entonces y descubro a un hombrecillo de pequeño tamaño y pelo blanco, gafas de montura dorada, bastón vacilante y esa mirada simpática y tierna a la vez que invita a rendirse sin remisión al son de sus encantos.
Y quién es éste, me pregunto, ¿el padre de Vito? Ni idea, pero lo que sí sé, ahora que le tengo delante, es que también se trata del mismo anciano que contemplé ayer un buen rato frente a mí, en el entierro.
—Disculpe a mi asistente —ruega con un gesto que parece apesadumbrado al llegar a mi lado—, se emociona tanto hablando de sus aficiones que se olvida de que no todos compartimos esa pasión.
—No es molestia —improviso aliviada de haberme quitado a semejante elemento de encima.
—Es usted muy comprensiva —me adula, y puedo advertir su olor a colonia de viejo aseado que se peina cuidadoso la raya a un lado y se pone un bonito alfiler de plata, y gemelos de nácar en los puños de su camisa, y se acicala con esmero porque es un caballero de los de antes, con su bastón, su sello de oro grabado, su cortesía ya antigua preocupándose con esa voz vagamente familiar—: ¿Ha desayunado? ¿Le han traído algo para tomar? Fíjese qué horas son éstas de atenderla… ¿Cómo no se te ha ocurrido ofrecerle nada, inconsciente?, ¿no tienes educación? —increpa, sin dulzura ni zarandajas, a Cara de Gato.
—Yo pensé que… —se excusa.
—Qué vas a pensar tú —refunfuña con desdén—. Y ahora, señorita, ¿quiere acompañarme? —y me ofrece galante el brazo libre del bastón y es tan educado, tan picaruelo que, sin pensar si debería esperar a que llegase Vito, decido que sí, que le acompaño, y así me libro de este Gato malencarado.
Nos dirigimos, agarraditos los dos, hacia un cuco ascensor de anticuario con asiento de brocado rojo y embellecedores dorados en los mandos que han instalado en un lateral del impresionante recibidor, y nos sentamos cómodamente en él mientras el monstruo de las galletas, enfurruñado y ceñudo, cierra las portezuelas, aprieta el botón de ascenso y nos contempla al elevarnos. Con las manitas le decimos adiós muy divertidos mientras se da media vuelta y, como buen asistente, sube por la escalera tan rápido que, cuando llegamos arriba, ya está esperándonos, extendiendo su brazo para que lo use como apoyo el anciano mientras se levanta. Una vez recuperado el equilibrio, éste vuelve a mirarme pinturero y me hace un gesto con la cabeza como insinuando un «allá vamos» y yo, sumisa y rendida, lo cojo de nuevo del brazo y avanzo por la anchísima galería hasta una puerta que el aprendiz de psicokiller abre para nosotros y que da a un majestuoso despacho, sin tanto título como algún otro en un bufete del barrio de Salamanca y mucho más sobrio, un despacho en el que es fácil sentirse a gusto porque lo pueblan fotografías antiguas en blanco y negro vencidas por los años y una lámina ampliada de un carguero partiendo de un muelle en bruma desde el cual mujeres tristes y llorosas agitan pañuelos. Mientras el anciano se dirige despacio a la mesa donde duerme su sueño de escarabajo gigante un teléfono negro de concha pulida y me señala una butaca donde acomodarme, yo me cuestiono levemente confundida que, si éste es el despacho de su padre, cómo será entonces el de Vito. Pero ya no caben más preguntas porque el hombrecillo se sienta y Cara de Gato, de pie tras él, sitúa sus manos a su espalda y el simpático abuelito coloca las suyas bajo su barbilla y fija sus grises ojos en mí y sonríe con esa mueca de galán clásico de Hollywood, bajo su bigote fino, y empiezo a inquietarme de nuevo, y es que en sus pupilas de lluvia en cataratas ya no todo es tan apacible, tan sereno, y me echo para atrás en el respaldo y, plena de tensión y prevención, sólo consigo pensar que al menos no estoy sola, porque al otro lado del micro están París, Santi, Bores y hasta León, compañeros, quiero creer incluso amigos, y no me van a dejar tirada en esta extraña situación.