—No, señor,
usted
sabe que
NO
podemos ir pinchadas porque ellos querrán ver el material y es probable que tengamos que quedarnos literalmente en bragas.
—¡Ese tono, agente!
—Ni ese tono ni hostias. Yo voy a dar la cara mientras uno que yo me sé se quedará en su despacho rellenando la quiniela de esta semana, así que no se me ponga flamenco, a ver si la que se raja ahora soy yo y tiene que disfrazarse de puta Rita la Cantaora.
*
Reme, que se ha quedado sola en el pasillo y espera impaciente retorciéndose los dedos, ve llegar a Clara y a París, jodidos pero desahogados, y comprende al instante que la ha cagado pero bien. Por eso en cuanto su churri se acerca comienza a desgranar una cascada de justificaciones que, realmente, nadie desea oír:
—Parecía tan amable, y era tan encantador, y como tú no estabas y ya sabes que yo siempre estoy dispuesta a ayudarte, cariño, y la verdad es que me necesitáis, os hago falta, reconócelo, me dijo que sin mí no había más alternativa que suspender la operación, y que era muy importante, importantísima, y que si aceptaba nunca llegaría a estar en peligro, y que yo parecía muy despierta y decidida, y si colaboraba conseguiría liberar a un montón de chicas que viven explotadas en unas condiciones horribles en los bares de carretera y…
—Cállate. No digas más memeces de salvar al mundo y a las putas focas, que nadie te lo ha pedido, y respóndeme: ¿por qué cojones has aceptado?
—Te lo estoy diciendo, mi vida, él…
—¿No será mejor que paséis al despacho de Santi y habléis allí? O si no me voy yo y os dejo aquí solos… —sugiere Clara incómoda.
—No. Tú te quedas. Si vas a tener que cargar durante el operativo con esta niña caprichosa que no sólo se va a poner en peligro sino que se va a jugar tu vida también, lo justo es que te enteres de por qué cojones lo hace.
—No, mi amor, yo… —suplica Reme a punto de llorar.
—Ni amor ni cariño ni mi cielo ni hostias. Habla de una vez.
Y entonces Clara ve esa mirada que ya ha visto otras mil veces antes, la del que siente que lo ha perdido todo y está a punto de confesar, sentado ante una mesa, en una sala desangelada, con un cenicero lleno de colillas y alguien intimidador ante él. Pero Reme aún duda un instante, mira hacia los lados temerosa de que aparezca alguien más, finalmente posa sus ojos en Clara, que se siente azorada y confundida y con ganas de que se la trague la tierra ante esta situación embarazosa, mientras París da vueltas alrededor de la habitación como un oso encerrado en una jaula demasiado estrecha, y la pobre chica estruja su pañuelo a punto de convertirlo en jirón o pedazo de nube perdida, con la vista fija en la que fue pareja de su novio, e inicia su sarta de razones:
—Cuando llegué me dijeron que te habías ido gritando que Clara podía estar en peligro, y reconozco que sentí celos, porque siempre he creído que para ti soy como un peluche viejo que sólo abrazas por las noches porque es suave y cariñoso y está contento de que, ya desgastado, alguien lo quiera todavía. Pero tu trabajo sí te apasiona, para ti es lo primero, lo sé, porque ir por ahí con pistola y en un coche con sirena te hace sentir importante, estar en medio de la acción. Y yo qué te doy, sólo te sirvo espaguetis con tomate y si salimos nunca hacemos cosas como ir a exposiciones o cenar en un restaurante elegante o yo qué sé con qué sueñas tú, con algo que no sé darte, porque conmigo sólo vas al cine a ver películas de acción y a comer hamburguesas y me hablas como si fuera una niña y me cuentas que en la comisaría eres como un héroe y que dejas abrumados a tus jefes con tu dominio de los reglamentos y esas cosas, pero si te pregunto por los casos que llevas me dices que no son asuntos para mí, que no lo entendería. Y luego está ella, Clara, que sois de la misma edad y tenéis tantas cosas en común, tanto pasado, y con ella hablabas de libros y veíais películas antiguas, y a mí no me gusta leer ni las revistas, y para colmo ahora trabajáis juntos en un caso importante y lo está haciendo muy bien, tú me lo has dicho, y aunque la pones a parir yo sé que la admiras, y a lo mejor la echas de menos porque es atractiva, y tiene estilo, y está muy segura de sí misma y yo a su lado soy como una chiquilla que aún no puede usar sujetador ni pintarse los labios, y por eso cuando me encontré con ese señor, tu jefe, y me dijo que estabas agobiado porque no encontrabas a nadie que hiciera el papel de ingenua, no tuve que esperar a que me lo insinuara, aunque bien le vi que se moría por proponérmelo, pero no hizo falta porque yo me ofrecí. Sí, no me mires así, me ofrecí yo, entérate, y le dije que a ti te parecería bien, que me dabas mucha libertad y respetabas mis decisiones. Y me lo preguntó varias veces: ¿seguro que Carlos lo aprobará? ¿No le parecerá muy arriesgado? Y yo le respondía: nooo, estese tranquilo, si nosotros los fines de semana hacemos
puenting
porque nos pirran las emociones fuertes, es lo que más nos une, y aunque no acababa de creérselo se dejó convencer porque buena falta le hacía, y yo notaba que le daba igual si luego me abroncabas al llegar a casa.
Hace un rato que París ha dejado de dar vueltas alrededor de la mesa como el oso enjaulado de antes. Hace un rato que se ha sentado frente a Reme, que por fin ha parado de hablar y respira entrecortada, como jadeando para coger sólo el aire suficiente para continuar. Hace un rato, también, que Clara, con la espalda contra la pared, se ha dejado resbalar hasta quedar acuclillada en el suelo.
Hace un rato que reina el silencio, y hace un rato que los tres, a su manera, se sienten culpables.
Pero en un momento dado París mira su reloj y, dándose cuenta del tiempo que ha pasado, observa a Reme con una extraña mezcla de ternura y dureza, como los padres que antes de partirle la cara a su hijo de una bofetada les juran eso de me duele a mí más que a ti, y le consulta con resquemor:
—Y ahora, niña estúpida, has pensado ya qué vas a hacer.
—Yo quiero seguir adelante, cari —implora Reme como pidiendo cinco minutos más de tele antes de irse a dormir—. Yo quiero hacerlo, quiero demostrarte que puedo y no dejarte tirado.
—No me utilices como excusa y piensa en tu admirada Clara, a la que vas a entorpecer porque tendrá que llevarte de paquete.
Reme mira a Clara con ojos esperanzados y acuosos.
—¡Clara! ¡Perdóname por querer ser como tú! ¿Querrás llevarme contigo?
—Esto no es una película, es la vida real. No puedo hacerme responsable de ti.
—Porfa, porfa, pooooorfa…
Clara se vuelve hacia París y le pone ese rictus acusador de esposa que mira a su marido recriminándole haberle hecho un hijo tan caprichoso justo cuando éste acaba de romperle su más valioso jarrón.
—Me subo, Carlos. Entre Bores, la niña y tú me habéis metido en una situación absurda y arriesgada y esto de ahora ya es más de lo que puedo soportar. Tiene narices que aún encima la prince me haga chantaje emocional, es que manda huevos.
Éste baja la cabeza avergonzado y Clara se dispone a dirigirse hacia las escaleras cuando un grito inusualmente potente y seguro de sí mismo la detiene.
—¡Puedo hacerlo! —exclama Reme—. ¡¡¡Puedo hacerlo!!! Ya está bien de que me toméis por una niña inocente, ya estoy harta, no aguanto más que os miréis por encima de mi hombro o que habléis delante de mí como si no estuviera. Esto es lo que va a pasar: tú —dirigiéndose a Clara— me vas a explicar lo que tengo que hacer por la cuenta que te trae, porque el jefe me ha aceptado en la misión y te pongas como te pongas te vas a tener que joder conmigo al lado, así que más te vale que vaya preparada. Y tú —ahora feroz a París— vas a dejarme hacer esto porque es la mayor demostración de amor que hará nadie por ti en tu vida y porque soy lo mejor que te ha pasado en mucho tiempo, así que déjame hacer las cosas a mi manera. Y además, cuanto antes resolváis esta jodienda de caso mejor para todos, porque tú volverás a casa con tu maridito y yo me lo llevaré a él de esta comisaría de mierda y cada uno podrá seguir con su vida y santas pascuas. Y por cierto, no soy tan tontita ni tan virginal como os creéis, que yo ya tuve otro novio antes, el Kevin, al que metieron en el talego hace un año por pasar pastillas en una disco de zaves, así que ya sé lo que es una redada, que me cacheen y me tomen declaración. Qué os creéis.
—Vale, hagamos un último repaso —propone al volante de su coche mientras comprueba por el retrovisor que París y Bores las siguen a prudente distancia—. Lo primero que…
—Clara —interrumpe Reme—, no me siento cómoda con esta ropa.
—Pero venga, si estás genial.
—No. Yo me encontraba más a gusto con mi minifalda, mi top y mis botas altas. Y no sé por qué os habéis empeñado en que me desmaquille.
—Te lo he explicado mil veces, queremos que Virtudes crea que eres una estudiante de Bellas Artes más preocupada por su carrera que por su atuendo. A ver, te lo voy a repetir una vez más para que luego no metas la gamba: yo le dije a la madame que tenía dieciocho años y una amiga de dieciséis, pero mentí. Está claro que no tengo dieciocho, pero
tú
sí. Tú eres la estudiante de primero de Bellas Artes y yo, además de ser una trolera, poso desnuda en la facultad.
—¿Y por eso me he tenido que quitar mi ropa guay y ponerme estos vaqueros y unas zapatillas? ¿Qué pasa, que en esa facultad de Artes Bellas no dejan entrar con tacones o qué? Y para colmo, tú vas divina, no lo niegues, y mientras a mí me toca hacer de fea.
—No haces de fea, simplemente vistes como tu personaje, una chica que va cómoda porque pasa muchas horas pintando de pie. Tú eres la ingenua y yo la veterana de vuelta de todo, dispuesta a hacer lo que sea, a lo que caiga. Míralo por el lado bueno, si las cosas se ponen mal tú podrás huir a la carrera con tus deportivas mientras yo me la meteré con estos taconazos.
—Pero las cosas no se van a poner mal, ¿verdad? —pregunta asustada—. ¿Y por qué no podemos llevar micrófonos ocultos? Yo quiero que Carlos me pueda oír cuando entre en acción para que sepa lo mucho que…
—No podemos correr riesgos, Reme. Si Virtudes insiste en que nos desvistamos y se nos ve el cable, estamos jodidas pero bien.
—Entonces ¿no podrán oírnos? ¿No sabrán si nos ocurre algo? —pregunta presa del pánico—. ¿Quién nos defenderá?
—Para eso existen los teléfonos móviles, y yo llevo mi pistola en el bolso. Respecto a que nos oigan, siento mucho decirte que tu único público seré yo.
—¡¿Y de qué me vale toda esta movida si él no va a oírme?! —exclama desesperada.
Suena el póker de Clara, que hace intentos por conducir con una sola mano y cogerlo con la otra. Reme, en pleno proceso de asimilación de su futuro inmediato, ahora que se le ha caído de los ojos la venda de heroína de película, no ayuda en absoluto. Se detienen ante un semáforo y por fin puede hablar.
—¿Cómo está? —pregunta París todo ansiedad.
—Como una chica Almodóvar: al borde de un ataque de nervios. No veo esto nada claro.
—Yo tampoco —le da la razón, sombrío—. Si pudiera encontrar cualquier motivo para abortar la operación… —susurra, para que Bores no le oiga.
—A buenas horas te acuerdas, en el último semáforo antes de llegar y sólo porque a mi lado va tu novia. Si viniera Zafrilla otro gallo nos cantaría. Te daría absolutamente igual.
—Déjate de tonterías —responde indignado—, sabes que no es cierto.
—Sí, bueno, lo que tú digas. ¿Algo más?, ¿te paso a tu churri?
—Joder, Clara, no seas así, bastante tengo con lo alterado que estoy.
—Claro, y yo estoy de puta madre, tranquilísima. El disco se ha puesto verde, voy a colgar. Sólo te diré una cosa más: no has tenido huevos para plantarte ante el gran jefe y lo que nos ocurra a Reme o a mí ahí dentro será tu responsabilidad. Recuérdalo.
—Os sacaré a la mínima que pase algo, os lo prometo.
—Sí, por telepatía nos vas a sacar —murmura Clara al tiempo que corta y arranca.
—¿Era Carlos? —exclama Reme—. ¿Por qué no ha usado la radio del coche?, ¿y por qué no se ha puesto conmigo? ¿Y por qué…?
—A ver, este coche no lleva radio porque
no
somos policías, vamos de civiles y los civiles
no
viajan en coches patrulla. Carlos me ha llamado a mí para ultimar ciertos detalles del caso, no te lo he pasado porque no quiero que te ataques más de lo que ya estás y, por favor, cálmate —dice intentando no ser demasiado dura, no alterarla más todavía, no ser tan intransigente con la pobre chica, la patética chica que hace esto por amor, por ganarse la admiración de un patán que, setenta metros atrás, estaciona en doble fila mientras yo aparco.
—De todos modos lo conseguiré aunque quieras impedírmelo. Brillaré con mi propia luz, no seré tu comparsa. Soy necesaria, soy indispensable, no podríais hacer esta operación sin mí, Bores me lo ha dicho. El bombón soy yo, la chica joven y mona nada más que yo. Tú sólo eres el cuerpo viejo que Carlos ya ha sobado y que no vale ni como gancho. Yo soy la estrella —repite—, yo. Y cuando hayamos salido de ésta, Carlos lo verá claro.
La miro con pena y furia mientras recita su mantra, la cantinela de que es joven, está cañón, es hermosa y cuando los ojos de una proxeneta la vean explosiva, jugosa y deseable, tal vez París, el patético novio, el ídolo al que epatar, la aprecie por lo que es. Me está insultando, sí, y debería mosquearme y partirle esa boquita de piñón que chorrea barbaridades, pero no lo voy a hacer porque sé que está cagada de miedo y después se arrepentirá de lo que ha dicho, porque sé que no existo más que como un reflejo de algo que no soy, un compendio de ilusiones que rebotan en su maltrecho ego como miedos, inseguridades y defectos de los que yo, en mi faceta de concepto ideal, carezco. Y comprendo que me odie, que desee arrancarme los ojos con sus uñas bien afiladas, matarme, borrarme del mapa y de los recuerdos de un pretendiente que probablemente, con ese tacto que le caracteriza, me describió algún día, durante algún instante, como una amazona indómita, o irreductible, o irreal. Le permito que piense que tiene razón y que soy una perra, una mala puta, una loca de atar. No quiero hablar porque entonces, quizá, dejaría de odiarme para odiarse a sí misma y, tal cual están las cosas, es preferible que los papeles de heroína y villana, por ahora, sigan disociados. Pero me da pena. Tanta, que en vez de mandarla a tomar por saco me apiado y sólo le contesto con una verdad a medias que no nos deja ni a una ni a otra como víboras despreciables sino, cobarde como sólo yo sé serlo, al tercero en discordia, al varón que permite esta situación y que no hace ni cuatro horas me salvó la vida en la azotea de un rascacielos.