—Todo lo que quieras, pero como no está en su casa ¿por qué no aprovechamos la mañana? Me he pateado mil bancos para averiguar todo sobre la puta y ahí están sus extractos muertos de risa. Nos pasamos el día de un lado a otro, corriendo de vigilancia en vigilancia, de escucha en escucha, de casa al hospital y vuelta a empezar sin pararnos ni a pensar. No tenemos ningún método, vamos a salto de mata, no cuajamos nada.
Por eso ha llegado el momento de que nos paremos a estudiar sus cuentas, dar con la relación entre ella y el yonqui y ver qué pinta en esto la madame. Y tú, además, debes ver las fotos que sacaron ante la casa de Vito para identificarla. A ver si de una vez damos con un hilo seguro del que tirar.
Clara se lo piensa, se echa las manos a la cara y se restriega los ojos. Están hinchados, llenos de legañas. Ha llorado, ha dormido fatal o qué coño, casi no he dormido, para qué negármelo, para qué protestar más si sé que tiene razón. Sólo está repitiendo mi discurso de ayer, mi llamada al orden y porque hay que hacer las cosas con cabeza, no sirve de nada atolondrarse y dejarse llevar por el corazón. Los sentimientos se aparcan en el paragüero antes de salir de casa, no tiene sentido salir a la calle a buscar pruebas si luego nos negamos a sentarnos a analizarlas.
Vuelve a cascabelear su móvil. Joder, vaya mañanita. Lo saca rápido con la esperanza de que en la pantalla aparezca el nombre de Ramón, pero en el fondo sabe que no es él, ni siquiera lo es la musiquilla que le ha puesto para distinguir sus llamadas. Da igual, puede que lo esté intentando desde una cabina de Sevilla. No. Es de nuevo un número privado, de remitente oculto, de cabrón que no sé por qué llama y no me deja adivinarlo. Pues que le den. No lo pienso coger.
Finalmente el teléfono, vencido, airado, despreciado, deja de sonar.
Clara resopla, se mesa los rizos deshechos, desflecados sobre sus mejillas y su frente, se los aparta de un manotazo y toma una decisión.
—Tienes razón. Venga, dame esas fotos, a ver si puedo reconocerla.
—No hay duda: es Virtudes, o Alejandra, como prefieras.
—Perfecto —exclama París—. Y ahora a repasar las cuentas.
—¿No tenía que venir Reme a identificarla también?
—Está trabajando. Pasará a última hora, cuando salga.
Clara lo mira con extrañeza.
—¿Cómo que vendrá a última hora? ¿No eras tú el que paraba en mitad de un interrogatorio sólo para llamarla? ¿Se puede saber qué demonios te pasa?
—Nada.
—A ver, confiesa, os habéis tirado los trastos a la cabeza.
—No, no es eso, es que… —duda y al fin toma impulso—. Ya no es lo mismo. Desde que ayer fue contigo a lo de la madame… ha cambiado. No es la Reme de siempre, no me mira igual. Me ha perdido la ilusión.
—No digas tonterías, si todo esto lo ha hecho por ti, para que la admiraras.
—Pues nos hemos lucido. Ella por querer demostrarme que es adulta y yo por permitir que lo hiciera. Dice que nuestro trabajo no es para tanto, que una tarde fue policía y está chupado, que le echamos mucho cuento y ha comprendido que he actuado todo el tiempo haciéndome pasar por un valiente sin serlo y que, aunque la creamos una tonta, ha descubierto que no lo es. Lo peor es que se está replanteando seriamente si le convengo. No me toma en serio, no me admira. Hemos perdido la magia —reconoce deshecho.
—Hazme caso, no se lo tengas en cuenta, ayer pasó muchos nervios y…
—Pues de ti ha dicho que también te lo tienes muy creído.
—¡Será hija de puta! El morro que se gasta tu niña es de antología, ¡si la que tuvo que enseñar el culo fui yo!
Pero París sigue a su bola, perdido en sus recuerdos, y reflexiona:
—Hay que ver qué cruel, qué injusto es el amor. Un día eres el motor de su vida y a los cinco minutos se te cae un plato o rompes una de sus figuritas de porcelana y ya no queda nada. Por el acto más nimio, algo incluso que escapa a tu control, que está escrito en tu destino, dejas de ser perfecto. Sólo por tirarte un pedo o bostezar durante su programa de televisión preferido se rompe esa burbuja de admiración y te conviertes en un patán, un indeseable, y todo ha sido nada más que una ilusión. Fíjate si seré imbécil que me llamó la otra noche la secretaria del juzgado para invitarme a cenar a su casa… Joder, se me estaba ofreciendo en bandeja, que lo sé yo, y le dije que no. Que no. Si eso no es fidelidad que baje dios y lo vea. Soy un imbécil, Clara, un imbécil.
—Que conste que lo has dicho tú.
*
—Vale —concluye Clara tras una hora de aburrida lectura—, de las cuentas de Olvido salían regularmente tres hermosas partidas de dinero: una para Butragueño, que él debía destinar a saber a qué, porque no me creo ni por asomo que esa pasta sean sus honorarios; otra cada primero de mes, con puntualidad inglesa, a la misma cuenta corriente; y una tercera, mediante cheque al portador, de grandes sumas cada vez más crecientes en periodos aleatorios.
París está sumergido en extractos bancarios. No tiene buena cara. Se rasca el sobaco sin ningún disimulo, olvida por completo sus buenas maneras y lee con desgana varios folios subrayados.
—Tienes razón, aquí está. Todos los días uno de cada mes traspaso a una cuenta con dos titulares, la propia Olvido y Enrique Blasco.
—¿Y se puede saber a qué estabas esperando para decírmelo? ¿En qué coño pensabas?
—¿El qué? —pregunta medio dormido.
—Que Olvido transfería dinero a una cuenta del Culebra que seguro que él sangraba poco a poco. Busca en la historia bancaria a ver qué más dice. Y a ver si espabilas.
—Déjame comprobarlo… Sí. Ella metía y él sacaba. A final de mes el saldo se quedaba a cero, el tío se lo fundía todo. Lo que no sabemos es por qué le financiaba el vicio, y desde hace tanto tiempo; esta cuenta lleva años abierta.
—El Culebra era un yonqui decente y con suerte. No trapicheaba, no atracaba y no se metía en más marrones de lo necesario, a lo más que llegó en sus horas bajas fue a birlar las monedas de los carritos en los hipermercados o a saquear unos cuantos metros de cable de cobre en los barrios del extrarradio. Tiene que haber un vínculo entre ellos, el mechón de pelo lo corrobora, pero ¿cuál? Puede que hubieran sido novios, parientes lejanos… ¿Qué me dices de los cheques?
—Que me va a costar seguirles la pista.
—¿Cuándo se emitió el primero?
—El 3 de marzo. ¿Te dice algo esa fecha?
—No. Aunque sería interesante averiguar qué hacían por esa época los Olegar y Butragueño —propone Clara.
—No tiene sentido investigarlos, ninguno de los tres es precisamente pobre. Ellos deberían ser los extorsionados, no al revés.
—Tienes razón. Sólo que entonces ¿a quién podría estar entregándole esas cantidades cada vez más cuantiosas? Incluso puede que la asesinaran porque se negara a ir a más…
—¿Y por qué no le preguntamos a Butragueño por la colosal minuta que le facturaba? Mientras no se acoja al secreto profesional… —teoriza París en un insólito rasgo de lucidez.
—No lo hará, le encanta largar —garantiza Clara—. Se corta un poco si se trata de Julio u Olvido, no sé si porque los apreciaba de verdad o porque están muertos, pero los demás le importan una mierda. Le dan exactamente igual.
—Llámale para quedar, pero iremos los dos. La última vez que fuiste sola por poco te echan a volar —decide él en plan superprotector.
—No te conoce, como vengas tú no dirá ni pío. Si quieres le pido que nos veamos en un lugar público para no correr peligro, como en las películas —sugiere sarcástica. El silencio gélido de su compañero le hace cambiar de tema—. ¿Qué más nos queda?
—Los resguardos de tintorerías que encontraste en la chabola del Culebra.
—¿Has podido mirarlos? Pensé que no te habría dado tiempo.
—¿Por quién me tomas? —se revuelve—. Claro que los he mirado, a mí me da tiempo a todo. Fui al salir.
—¿Cuándo? —Clara no puede evitar que salten las alarmas de su suspicacia.
—¿Qué más te da? Lo hice fuera de mi horario. Tú te vas por ahí con gente de mala muerte y yo no te digo nada. Lo importante es que he conseguido los datos, ¿no es lo que dices tú siempre? Pues eso. Toma los papeles y calla.
—¿Se puede saber qué te pica?
—Me fastidia que intenten controlarme. En el fondo Reme y tú sois iguales.
—Frena, frena que te embalas. No empieces a comparar que la tenemos, que si te deja no es culpa mía —y se levanta para dar una vuelta, ir al baño, a donde sea, la leche que ha mamado, vaya hijo de puta arisco. Todos los hombres sí que son iguales. Todos—. ¿Y tú qué miras? —le increpa a una agente novata despistada que se seca las manos en una toalla y la observa con asombro, y es que hay que ver estas niñatas, las sacan de la academia, les ponen un uniforme y ya la miran a una como si estuviera pasada de rosca, como si fuera la loca de los cartones. Qué sabrá ésta de la vida, qué sabrá de mi vida y de lo que tengo que aguantar y de lo que a ella le queda por tragar, piensa mientras regresa y se sienta ante un París algo más dócil—. A ver, ¿me cuentas lo de la tintorería?
—Recogió la ropa un tal Winston Márquez. Es legal desde hace tres años. ¿Quién crees que le ha dado de alta en la Seguridad Social? —y hace una pausita retórica de esas odiosas antes de revelar con delectación—: Valentín Malde.
—¿Cara de Gato?
—El mismo. Y también he logrado averiguar a qué se dedica nuestro amigo Winston, es el chófer de Vito, aunque sigo sin creerme que semejante mafioso tenga dado de alta a un inmigrante en su servicio doméstico.
—Es una manera de conseguir apariencia de legalidad. Vito nunca deja nada al azar, no querrá que le pillen por una tontería como ésa. Yo creo que el que lograran detener a Al Capone por evadir impuestos aún tiene a los capos de hoy en día acojonados —calla y espera que París le ría la gracia, pero se ve que él no está por la labor—. ¿Entonces la ropa es suya?
—Ni idea. Lo único seguro es que su chófer pagó la tintorería. De quién es mejor lo adivinas tú, que para eso te entrevistaste con él.
—Me da que sí. Eran trajes muy caros y la talla, aunque lo vi bastante consumido, podría haberle encajado cuando no estaba tan acabado.
—La pregunta es ¿por qué los tenía el Culebra?
—Quizá Vito le dio los trajes para que los vendiera en algún mercadillo. Le tenía mucho cariño, tal vez ésa era su forma de ayudarle sin humillarlo.
—Pues vaya detalle mandarlo todo antes al tinte. No, yo creo que el yonqui se los pondría para ir a por agua a la fuente o a cenar con los bichos de su chabola: ¡miradme, cucarachas!, ¡admirad mi elegancia, ratas de cloaca!
—Tú tampoco eres gracioso, Carlos. Ni por asomo.
—No intentaba serlo.
—¿No podría ser posible que, en otro momento, el Culebra tuviera proyectos, planes para el futuro, sueños de encontrar un trabajo al que ir bien vestido?
—Y tú, que tan bien le conocías, ¿por qué crees que querría renacer de sus cenizas y reencarnarse en vendedor de enciclopedias o en un comercial de tres al cuarto? Oye, ¿adónde vas?
—A por el expediente de Malde, acabo de acordarme de algo. ¿Dónde está?
—Sobre la mesa del despacho de Santi. Lo dejé allí antes de… —y se levanta y tarda demasiado en volver porque no quiero hacerlo todavía, no quiero que París acabe la frase que dejó colgada en el aire para explicarme cuánto tiempo lleva aquí aparcado el expediente que Santi nunca llegó a ver, Santi lleno de tubos, Santi en el limbo sordo, ciego y mudo—. ¿Pasa algo?, ¿por qué tardas tanto? —es París, que desde el dintel de la puerta asoma su cabecita curiosa.
—¿Dónde dices que lo dejaste? No lo veo…
—Sobre la mesa. Mira bien, seguro que habrán puesto cosas encima.
—No, aquí no hay nada.
—No puede ser, lo dejé ahí, es una carpeta marrón con fotos y varias muestras de huellas de fichas antiguas.
—Pues no está —hace un gesto de impotencia—. Ven tú a mirar.
París cruza el cuarto en una zancada y en un abrir y cerrar de ojos está revolviendo con sus manazas los papeles que han ido depositando sobre la mesa.
—Es imposible, te juro que lo puse aquí mismo.
Pero Clara ya no le oye, ha salido con el ceño fruncido y se ha plantado en medio de la sala principal, con los brazos en jarras y mirando fijamente a todos y cada uno de sus compañeros, que la contemplan preguntándose qué demonios le pasará ahora a ésta, qué bicho le habrá picado.
—A ver, falta un expediente y lo necesitamos con urgencia. Carlos lo dejó sobre la mesa de Santi y, por lo que se ve, alguien ha debido de llevárselo confundiéndolo con otro.
—¿De qué sospechoso se trata? —pregunta Expósito—. A lo mejor lo cogió alguien que tenga otro caso sobre el mismo tipo. Como los delincuentes últimamente no bajan del medio centenar de causas abiertas…
—Bien pensado, pero lo dudo. Se trata de un tal Valentín Malde, y no creo que nadie más pueda quererlo.
Todos callan. París sale a ver qué pasa y, al percibir ese silencio, se queda junto a Clara y contribuye sin querer a que la imagen adquiera un aire amenazador.
—Podrías preguntarle a las de la limpieza —apunta uno, tímidamente—, siempre nos cambian todo de sitio.
—Cómo no se me ha podido ocurrir, seguro que alguna al ir a limpiar dijo: oh, vaya, el expediente de un mafiosillo, qué entretenido, voy a llevármelo a casa y así tendré algo de qué marujear con las vecinas cuando tienda la ropa en el patio —comenta cínica Clara.
—Tampoco te pongas así, era sólo una idea —se defiende otro.
—De ideas andamos sobrados, pero no de respuestas. ¿A nadie se le ocurre dónde puede estar?
De nuevo, silencio. Denso, persistente, hasta que el bolsillo de Clara comienza a vibrar y la obliga a abandonar su pose de interrogadora intransigente para sacar el móvil, berreante, impaciente y escandaloso y apagarlo abochornada antes de que le pierdan el respeto por completo, quitarle la batería si es preciso tras comprobar de un vistazo una vez más que no es Ramón sino ese desconocido pesado que telefonea desde un número privado, y ya van tres en una mañana.
—Vale, vamos a intentarlo de otro modo —interviene París, que sabe aprovechar como nadie las ocasiones en que ella baja la guardia o la deja fuera de combate una llamada inesperada—, ¿quién ha entrado estos días en el despacho? —varios mueven la cabeza negativamente y los demás callan—. ¿Nadie? Bueno, ¿y alguien ha visto entrar a algún otro compañero?