Authors: Giorgio Faletti
Un desastre. Ni un solo golpe ganador. Nada. El crupier recogía mecánicamente sus jugadas, una a una, con la cara profesional de todos los crupieres. Una vuelta de ruleta, lanzar la bolita y las manos hábiles de ese idiota enviaban las fichas de color a reunirse con las de la jugada anterior. En su caso convertidas en humo.
En realidad los crupieres detestan a los perdedores. Y él llevaba escrito en la cara que era un perdedor. Ni siquiera una ficha de propina
pour les employés
que por lo general acompaña el pleno.
Humo por humo, si hubiera quemado el dinero en la chimenea habría salido ganando. Solo que ahora ya no tenía ni chimenea. Ahora la de su piso calentaba a Maurice, o vaya a saber a quién.
Se levantó de la cama y encendió el ordenador, colocado en precario equilibrio en una especie de escritorio en la alcoba. Era un PC velocísimo, con un procesador Pentium IV de 1.600 megas, un giga de RAM y dos discos duros de 30 gigas cada uno, lo único que le quedaba. Sin el ordenador se habría sentido perdido. Allí estaban sus notas, sus guiones para el programa, las cosas que escribía cuando estaba melancólico. Es decir, casi siempre. Y navegar por internet era una evasión virtual de la cárcel en que vivía.
Cuando la máquina se encendió, vio que había un mensaje en su buzón. Lo abrió. Era un texto muy breve, de remitente desconocido, en caracteres Book.
¿NECESITADO DE DINERO? HA LLEGADO EL TÍO DE AMÉRICA...
Se preguntó quién podía ser el imbécil que le hacía aquella broma. Alguno de sus amigos que conocía su situación, seguro.
Sí, pero ¿quién? ¿Jean-Loup? ¿Bikjalo? ¿Alguien de la radio? Y además, ¿qué significaba «el tío de América»? Por un instante pensó en el estadounidense, el agente del FBI, el que investigaba los asesinatos, con esos ojos que daban más escalofríos que la voz del asesino. Quizá era una forma de presionarlo. Pero no le parecía que Ottobre fuera el tipo de hombre que recurriera a esos ardides, sino más bien alguien que te aplastaba contra una pared hasta que escupías incluso los calcetines.
Volvió a su mente todo aquel asunto. Esas llamadas eran un auténtico maná del cielo para Jean-Loup, que se estaba haciendo más popular que los Beatles. De momento lo estaba pasando mal, pero al final, cuando cogieran al asesino, saldría más que airoso. Aquel chaval levantaba el vuelo mientras él permanecía en tierra con la nariz hacia arriba, mirándolo volar. Como un gilipollas. Y pensar que era él quien lo había llevado a la radio, tras conocerlo por casualidad en la puerta del café de París, en la plaza del Casino, unos años atrás. Había sido testigo del salvamento del perro gracias al cual había heredado la hermosa casa de Beausoleil. Se enteraron solo un par de años después: haber salvado el perro de la vieja había sido como comprar el número ganador de la lotería,
El destino de Laurent, en cambio, era siempre el mismo: ser espectador de la suerte de los demás. Estar allí para ver que a alguien le iluminaba un rayo de luz que, de haberse desviado un metro, habría podido iluminarlo a él.
Después del incidente del perro había entablado conversado con aquel muchacho de pelo oscuro y ojos verdes que miraba a su alrededor un poco avergonzado por haberse convertido de pronto en el centro de atención. Una cosa había llevado a la otra. A Laurent le había sorprendido ese algo especial que transmitía Jean-Loup, una sensación de calma y facilidad para comunicarse, algo a lo que no había logrado dar un nombre preciso pero que era lo bastante fuerte para no dejar indiferente al interlocutor. En especial a alguien corno él.
Bikjalo, que no era ningún estúpido, lo captó de inmediato cuando él se lo presentó como posible locutor de
Voices,
el programa que Laurent tenía en mente desde hacía tiempo. Jean-Loup tenía la indudable ventaja de ser idóneo y costar poco dinero, porque era un novato. Un principiante absoluto. Un nuevo programa de éxito y una nueva voz en el aire, con costo cero, o casi. Al cabo de dos semanas de grabar pruebas, en las que Jean-Loup había confirmado día tras día las expectativas que había sobre él y su talento, al fin
Voices
salió al aire. Empezó bien y fue cada vez mejor. El muchacho agradaba a la gente. Les gustaba su forma de hablar y de comunicar, con fantasía, imágenes y metáforas osadas que llegaban a todos los oyentes.
«También a los asesinos», pensó Laurent con amargura. El programa se había transformado, casi sin quererlo, desde el episodio fortuito del rescate de dos muchachos perdidos en el mar, en un programa con connotaciones sociales que se había convertido en el orgullo de la radio y del principado. Atraía como la miel a los patrocinadores.
El locutor, por su parte, se había convertido en la estrella de un programa que había ideado él, Laurent, y en el que participaba cada vez menos y se le marginaba cada vez más.
—A la mierda con todos. Eso va a cambiar, tiene que cambiar —murmuró para sí.
Puso a imprimir sus anotaciones para la emisión de aquella noche y la HP 990Cxi comenzó de depositar las hojas en la bandeja.
Ya cambiarían de parecer con respecto a él. Todos, uno por uno. En especial Barbara.
Pensó en su cabellera esparcida en la almohada, en el perfume Su piel. Había tenido una aventura con ella, una aventura intensa a la cual se había entregado en cuerpo y alma, antes de arruinarlo. Ella había demostrado que deseaba estar a su lado, pero era el intento desesperado de quien vive con un adicto. Después de algunas idas y venidas, lo abandonó definitivamente cuando se dio cuenta de que no podía luchar contra las otras cuatro mujeres de su vida: picas, diamantes, corazones y tréboles.
Se levantó de la silla desvencijada, juntó las hojas y las puso en una carpeta. Cogió la chaqueta del sillón que le servía de perchero y se dirigió a la puerta.
Salió al rellano, un festival de desolación igual al interior del piso en que vivía. Cerró la puerta con un suspiro. El ascensor no funcionaba. Una nueva perla en el collar del administrador.
Bajó por la escalera bajo una luz amarillenta, rozando con una mano el empapelado beis que, como él, había conocido tiempos mejores.
Llegó al zaguán y abrió la puerta de cristal de la entrada, de estructura de metal rigurosamente oxidada. Con la pintura descascarillada sobre la masilla reseca. El portal era muy distinto a los de los elegantes palacios de Montecarlo o de la hermosa mansión de Jean-Loup. Fuera, el barrio se hallaba inmerso en la penumbra de la noche, esa luz de un azul intenso que solo los ocasos de verano dejan tras de sí como un recuerdo del sol y que daba una apariencia de humanidad a aquel lugar desolado. La Ariane no era la Promenade des Anglais o la Acrópolis. Hasta aquel vecindario no llegaba el perfume del mar, y si lo hacía era mezclado con el olor penetrante de los cubos de basura.
Debía recorrer por lo menos tres manzanas para coger el autobús que lo dejaría en el principado. Tanto mejor. Una caminata le sentaría bien, le aclararía las ideas y le borraría de la mente la cara de Plombier y su banco de mierda.
Vadim salió de la sombra de la esquina del edificio. Fue tan veloz que Laurent no lo vio llegar. Antes de poder entender que estaba sucediendo, vio que lo alzaban del suelo y lo pegaban al muro al tiempo que un brazo le apretaba la garganta y el aliento del hombre, con olor a ajo y piorrea, se derramaba en su cara.
—Dime, Laurent, ¿por qué cuando estás en dificultades no te acuerdas de los amigos?
—Pero ¿qué dices? Sabes que yo...
Una presión del brazo contra el cuello le cortó el aliento.
—Nada de mentiras, compañero. Anoche, en Mentón, te fue bastante bien durante un rato, pero no pensaste que el dinero que estabas jugando era de Maurice.
Vadim Rohmer era el matón de Maurice, su brazo violento, su cobrador. Maurice no se hallaba en condiciones, gordo y flácido como estaba, de agarrar a alguien y doblarle un brazo tras la espalda hasta hacerle llorar. O bien de empujarle contra una pared y hacerle sentir cómo el revoque áspero le raspaba la piel, con tanta fuerza como para causarle una jaqueca.
Pero Vadim sí, esa escoria. Tan escoria como el tío que le había cambiado el cheque la noche anterior en el bar frente al casino. Estaba seguro de que él le había delatado, ¡que el infierno se lo tragara! Laurent deseó que Vadim le hubiera aplicado un tratamiento tan poco civilizado como el que él estaba recibiendo en ese momento.
—Yo...
—¡Yo... qué, mendigo de mierda! Hay cosas de Maurice y de mí que todavía no has entendido. Que su paciencia tiene un límite, y también la mía. Me parece que ya es hora de refrescarte un poco la memoria.
El puñetazo en el estómago lo dejó sin aliento. Notó que iba a vomitar; una bocanada de ácido le llenó la boca seca. Se le doblaron las piernas. Vadim lo enderezó sin esfuerzo y lo mantuvo en pie cogiéndole por el cuello de la camisa con un apretón férreo.
Laurent vio que el puño del matón volvía a levantarse. Sabía que el blanco era su rostro y que el golpe sería tan potente como el choque contra la pared que tenía a su espalda. Cerró los ojos y se Puso tieso, esperando.
El puñetazo no llegó.
Volvió a abrir los ojos cuando notó que el apretón del cuello se aflojaba.
Un hombre alto y robusto, de cabello castaño muy corto, había llegado por detrás de Vadim; le había agarrado con el pulgar y el índice un mechón de pelo, a la altura de la oreja, y tiraba con violencia hacia arriba.
Por la sorpresa y el dolor, Vadim había soltado su presa.
—Pero ¿qué con...?
La mano del hombre soltó a Vadim, que dio un paso atrás para hacer frente al recién llegado. Le miró de la cabeza a los pies.
Vio una camisa inflada de músculos y una cara sin el menor indicio de temor. El aspecto de ese tío era mucho menos tranquilizador que la figura indefensa y enfermiza de Laurent. En particular los ojos que le miraban sin expresión alguna, como si el individuo no tuviera propósitos violentos sino la única intención de pedir alguna información.
—¡Vaya! Veo que han llegado los refuerzos —dijo Vadim con voz no tan segura como habría querido.
Quiso asestar al intruso el puñetazo destinado a Laurent. La reacción fue instantánea. En lugar de retroceder, el adversario eludió el golpe con un sencillo desplazamiento de la cabeza, dio un pequeño paso hacia delante y, tras coger a Vadim por un hombro y rodearlo con los brazos, hizo presión hacia abajo con todo el peso de su cuerpo.
Laurent oyó con claridad el sonido de un hueso que se rompía, con un crac, tan seco que ponía la carne de gallina. Vadim soltó un grito y cayó hacia delante, agarrándose el brazo herido. El hombre retrocedió, giró con agilidad sobre sí mismo en una especie de pirueta para darse impulso y pateó la cara del otro. Un hilo de sangre salió de la boca de Vadim, que cayó al suelo sin un quejido y se quedó inmóvil.
Laurent se preguntó si estaría muerto. No, su desconocido salvador parecía demasiado hábil para matar por azar. Sin duda era de esos que, si mataban a alguien, lo hacían porque habían querido hacerlo.
Le dio un ataque de tos. Se agachó, agarrándose el estómago, un hilo de saliva biliosa le colgaba de los labios.
El hombre que había llegado en su auxilio lo ayudó a incorporarse sosteniéndolo por el codo.
—Al parecer, he llegado justo a tiempo, ¿verdad, señor Bedon?-—dijo en un pésimo francés con un fuerte acento extranjero.
Laurent lo miró sorprendido, sin comprender. Estaba seguro o haberlo visto nunca en su vida. Sin embargo, el tío acababa de salvarle de la paliza de Vadim y sabía su nombre. ¿Quién diablos era?
—¿Habla usted inglés?
Laurent afirmó con la cabeza. El hombre mostró cierto alivio, prosiguió en inglés, con un acento que parecía más de Estados Unidos que de Inglaterra.
—Menos mal. Como se habrá dado cuenta, no domino mucho su idioma. Pero se estará preguntando quién soy y por qué lo he ayudado a salir de esta...
Indicó con un gesto el cuerpo de Vadim tendido en el suelo.
—Esta... digamos... situación embarazosa.
Laurent asintió de nuevo, en silencio.
—Señor Bedon, o bien no lee su correo electrónico o bien tiene poca confianza en el tío de América...
El asombro de Laurent se podía leer en su rostro. Ahora se explicaba el mensaje que había encontrado en el ordenador. Pero debía haber otra explicación. Desde luego aquel hombre no le había salvado el culo para desaparecer enseguida, después de haber trazado una Z en la pared, como el Zorro.
—Me llamo Ryan Mosse y soy estadounidense. Tengo una propuesta que hacerle. Muy, muy ventajosa para usted desde el punto de vista económico.
Laurent lo miró un instante sin hablar. Le gustó la forma en que había subrayado las palabras «muy ventajosa desde el punto de vista económico». De pronto el estómago dejó de molestarle. Se irguió, respirando hondo por la nariz. Sintió que su cara recuperaba poco a poco el color.
Mientras tanto, el hombre miraba a su alrededor. Si le disgustaba la miseria del barrio, no lo dio a entender. Miró atentamente el edificio.
—La casa es lo que es, pero no creo que haya venido usted a comprarla —dijo Laurent.
—No, pero si llegamos a un acuerdo, quizá sea usted quien pueda comprarla, si le interesa.
Mientras se arreglaba la ropa, el cerebro de Laurent funcionaba a mil por hora.
Resumiendo: No tenía la más remota idea de quién podía ser aquel sujeto, ni qué quería de él... ¿Cómo había dicho que se llamaba? Ah, sí, Ryan Mosse. Se lo había dicho él mismo. Y había dicho también una cifra.
Muy considerable, parecía.
Laurent miró otra vez a Vadim, todavía tendido en el suelo, inmóvil. El hijo puta tenía la nariz y un labio rotos, y se iba formando un pequeño charco de sangre cerca de su boca, en el asfalto. En aquel momento de su vida, que alguien lo salvara de un matón como Vadim y le hablara de dinero, de mucho dinero, era la mejor tarjeta de presentación.
En su agujero, lejos del mundo, el hombre escucha música. En el aire flotan las notas del
minuetto
de la
Sinfonía N° 5
de Franz Schubert. Encerrado en su caja de metal, el hombre escucha atentamente las notas tocadas por los arcos, imagina el movimiento de brazos de los músicos y la concentración de la orquesta mientras interpreta la sinfonía. Ahora su imaginación planea como una
skycam
cinematográfica que se mueve en el espacio y en el tiempo. De pronto ya no está en su lugar secreto, sino en un gran salón de paredes y bóvedas decoradas con frescos, iluminado desde arriba por la luz de cientos de velas en enormes arañas que cuelgan del techo. Dirige la mirada hacia la derecha; la imagen es muy nítida, tan verdadera que parece real. Su mano estrecha la de una mujer que se mueve junto a él, con él, al ritmo sinuoso de la danza, hecha de pasos elegantes, de pausas y reverencias ensayadas una y otra vez para que fluyan como el vino que se echa en una copa. La mujer no es capaz de resistir la fijeza de su mirada, que promete la creación del mundo y su destrucción. De vez en cuando vuelve sus ojos de largas pestañas hacia los espectadores, buscando que le confirmen esa increíble sensación de ser ella la elegida. Hay admiración y envidia en los ojos de todos los presentes, que, de pie a los lados del salón, los contemplan bailar.